~ GALERÍA DE ‘FOODIES’ (I): EL MISÓFONO

Misófono al ataque con maza. Viñeta: Rafa Murillo

El foodie misófono es un pobre infeliz que no tolera determinados ruidos y soniquetes, en especial los producidos por la masticación y la deglución ajenas. Ese desorden psicoauditivo le lleva a rehuir toda comida de carácter grupal, sobre todo en invierno, cuando es más fácil verse rodeado de implacables sorbedores de sopa. Roer y sorber son dos hábitos alimentarios que le enervan hasta el punto de que puede levantarse repentinamente de la mesa alegando cualquier indisposición fulminante. Las fiestas navideñas, los bodorrios  y otros ritos tribales suelen convertirse en un suplicio para este maniático, quien, a fin de armar su estrategia, procurará enterarse con antelación de si el anfitrión planea servir gambas, mejillones o caracoles con caldo. Sabedores del trastorno que sufre, a sus familiares más considerados nunca se les ocurrirá sacar un aperitivo a base de nachos, crackers y patatilla,* pues todo lo crocante le horada gravemente el cerebro. Por el contrario, la venganza le resultará muy fácil a un cuñado ofendido y desalmado, que atiborrará la mesa de críos ante una batería de snacks crujientes. Si alguno de los comensales es presa de un violento ataque de estornudos, nuestro protagonista cogerá la directa brusca y atropelladamente, derramando lo que haga falta mientras masculla alguna excusa de lo más peregrina y se lanza escaleras abajo.

Para un periodista gastronómico, padecer esta fobia supone una traba capaz de dar al traste con su carrera profesional, puesto que muchas de sus reacciones misófonas serán tenidas por groseras faltas de educación. Además, el tipo más hipersensible (o picajoso) será totalmente incapaz de concentrarse en su trabajo mientras alguien le esté dando la murga o, según su percepción distorsionada, la fanfarria metalera. Se han llegado a registrar graves trifulcas entre colegas profesionales debido a las airadas reacciones de estos cascarrabias obsesivos, episodios que a veces han derivado en humillantes desaires con lanzamiento de cuchillos y escupitajos, todo de muy mal gusto. Fue especialmente sonado el caso de Omar Oianeder, quien en una cena de prensa llamó lerda, tocina, obtusa, golfa, glotonazi y otras lindezas a una reputada influencer alemana mientras ésta rechupeteaba maquinalmente y a buen volumen una cabezota de san Pedro. No sé si la misofonía, o todo lo contrario, tuvo algo que ver con la anécdota atribuida a aquel escritor y gastrónomo (¿era Dumas?) que reprochó su locuacidad a una compañera de manteles con estas duras palabras: “Señora: haga el favor de callarse, que no me deja oír la comida”.

Misófona con cascos de salvamento. Viñeta: Rafa Murillo

Los sonidos recurrentes, por muy tenues que sean, suponen una amenaza especial para la frágil salud mental del misófono, a quien le desquicia ser seguido por alguien que tintinee unas llaves o golpetee unas chanclas al andar. Si quien le pisa los talones se dedica a comer pipas, el colapso está cantado. En casos que ya rozan una conducta paranoide, hasta el envoltorio de celofán de una cajetilla de tabaco puede resultarle insoportable si rueda a sus espaldas durante varios segundos. Entre sus pesadillas cotidianas, figura la de ir al cine, ya que odia a muerte (dolorosa y lenta) a los patéticos comedores de palomitas. Un misófono agudo es capaz de cambiarse varias veces de butaca durante la sesión o de esperarse a entrar el último en la sala para estudiar detenidamente al público y escoger una localidad lo bastante aislada. También en los restaurantes se dirige por costumbre a la mesa más remota y, como suele acudir solo, echa mano de tapones o auriculares siempre que puede. Pero superando con mucho al cinematógrafo de barrio, para buscar su infierno más atroz hay que trasladarse a Japón e imaginarle en cualquier garito atestado de nativos en plena succión coral de ramen.

* Nombre que reciben en Mallorca las patatas chips.

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