Archivo de marzo 2018

~ GASTROMANÍA (6): ‘Cocina mediterránea de fin de siglo’, de Josep M. Fló

Portada del recetario de Fló.

Portada del recetario de Fló.

No me ha pasado con ningún otro libro, así que algo tendrá de especial para mí, pues necesito entrar periódicamente en la biblioteca de Can Sales para hojearlo o llevármelo prestado. Es Cocina mediterránea de fin de siglo, recetario de Josep M. Fló (Badalona, 1942) editado por Planeta en el año 2000. Este cocinero catalán se vino a Mallorca en 1976 para montar a las afueras de Cas Concos el restaurante Violet, que contribuyó al impulso de la nueva cocina en la isla y que en 1982 trasladó al centro de Palma, donde no acabó de cuajar. Hacía platos de una gran modernidad para aquel entonces, como la lubina a las algas (recogidas diariamente en Cala Figuera), el soufflé de sobrasada y miel, la caldereta de cigala real con codornices o la perdiz con tocino y col al barro, que servía -cascando el envoltorio de arcilla- a la vista del comensal. Después de ocho años, regresó a Barcelona y compaginó los fogones con su antigua profesión, la publicidad. Finalmente, Fló se decantó por su faceta como home economist o estilista de alimentos y platos para rodaje de spots y gráfica de marcas. Hace ocho años le entrevisté largamente para Diario de Mallorca y publiqué su receta de ‘ficticio de pollo al ast’, entre cuyos ingredientes figuran papeles para el relleno del ave, gel de baño de tono amarronado como colorante de la piel, nescafé para dar sensación de rustido y mermelada y caramelo para lacar la pieza y simular su caramelizado exterior. Las cerca de 400 recetas de Cocina mediterránea de fin de siglo van más en serio. Son platos muy laboriosos, de fondo clásico y con vistosas presentaciones que hoy ya nos pueden resultar maravillosamente vintage. Por ejemplo, icebergs de helado de coral de centolla en crema caliente de guisantes y berros; sorbete de higos con minirraviolis rellenos de consomé caliente de jabugo; flan de manos de ternera y nabos con buñuelos de caracoles, o lasaña de sepia en hojas de vid con criadillas de cordero escabechadas y trigo crujiente (más salsa holandesa de cilantro). Cuando me jubile, que ya va siendo buena hora, será mi recetario de cabecera.

Lenguado y frutos del mar con gelatina de vino del Rhin.

Lenguado y frutos del mar con gelée de vino del Rhin.

~ PLATOS REDONDOS 19: «Yo, a los seis años» (Nazario Cano)

"Yo, a los seis años", de Nazario Cano.

«Yo, a los seis años», de Nazario Cano.

El genio de Nazario Cano se está templando (lo justo y para bien) pero no deja de sorprenderme a cada nueva visita que le hago en El Rodat, su cuartel general desde 2015. Destaco este curioso plato -con un punto naïf– porque tuve el honor de estrenarlo, detallazo que siempre le agradeceré a este chef imprevisible y benditamente sonado. Nazario rinde aquí homenaje a los sabores de su niñez, ligada íntimamente al mar y a la cocina alicantina. También es un tributo a sus progenitores y, más concretamente, al arroz de tellinas y lapas que hacía su padre, cocinero en La Goleta y El Delfín; y al agua de arroz (con merluza y ajo) que le preparaba su madre. El plato asemeja un fondo marino sobre el que se dibujan motivos infantiles. Sobrecuece arroz en un fumet de marisco y vegetales de mar, entre ellos la spirulina, alga para astronautas que aporta ese intenso color verde, entre esmeralda y albahaca. Filtra la preparación por una estameña y obtiene un caldo gordito y rico en fécula de arroz. Sobre el mismo, traza caracolas, peces y ramas de codium gracias a diferentes jugos de mar elaborados con lapas, galeras, berberechos… El resultado es una sopa viscosa, aterciopelada, de sabores yodados y apariencia psicodélica. Como su niñez, que discurrió entre el puerto de Alacant y los fogones de su padre, también de nombre Nazario y uno de sus maestros de cocina, junto a Manolo de la Osa y Martín Berasategui. La bondad reflejada en un plato marinero de cuchara.

~ DOS COCINEROS DE CULTO (y II): MIQUEL RUIZ

Miquel Ruiz mimetizado con su retrato.

La mitad de Miquel Ruiz.

¿Qué podría llevar a un cocinero de vanguardia, ya con prestigio e incluso adeptos, a mudarse de la alta a la baja cocina? Miquel Ruiz lo argumenta así de rápido: «No encontraba un buen bar y decidí abrir uno». ¿Por qué dar más explicaciones? Para mí, plumilla gourmet en ciernes, su cocina hiperperfeccionista y moderna fue, hace casi veinte años, una auténtica revelación profesional. Recuerdo muy bien algunos platos de su magisterio en La Seu (Moraira), como el de vieiras marinadas con reducción de arròs amb fesols i naps (en crema) y helado de atún y soja. Ahí descubrí y me maravillé con ese gran invento de la cocina neotradicional. Miquel Ruiz fue pionero de esta corriente culinaria -dedicada a agitar y reinventar el recetario del terruño- que pronto se convertiría en tendencia viral. No me extraña nada que uno acabe hasta el gorro de toda la mandanga mediática que, a corto plazo, acaba obligándote a cocinar para inspectores y gourmands marisabidillos, así como para el propio ego, implacable enemigo. Además, ¿puede haber algo mejor que un buen bar? No se me ocurre. El de Miquel es alegre y bullicioso, está en una esquina de la parte vieja de Dénia y se peta a diario. Tiene tres semanas de lista de espera. ¿Por qué? La respuesta es de cajón: El Baret de Miquel es el lugar más barato de toda la Marina Alta, comarca alicantina de 759 kilómetros cuadrados. Como un día le reventó el móvil (y el coco) debido al exceso de demanda, ahora las reservas sólo pueden hacerse a través de la web: miquelruizcuiner.com. Para quien no sepa o no quiera saber idiomas, cuiner es cocinero, no chef, ni mercader, ni embajador, ni asesor, ni divo.

Consomé de pepino con melva, jengibre y raïm de pastor.

Consomé de pepino, melva, jengibre y raïm de pastor.

Hoy en día ser chef es una marca, un nombre, una imagen que alguien ha de dedicarse a vender compulsivamente («el chico de marketing») para posicionarte mejor y hacer que figures cuanto antes en el ranking de turno. Por suerte, algunos cuiners también se plantean la posibilidad de dejar atrás toda esa mandanga y encuentran en su oficio una oportunidad para el contento inmediato y cotidiano. He visto trabajar varias veces a Miquel Ruiz desde la pequeña barra de su baret -privilegiada atalaya para dos- y siempre me ha parecido estar observando a un titán reconcentrado. No levanta cabeza hasta que acaba el servicio: sólo entonces sonríe y se echa una merecidísima cerveza. Hace unos días comí lo siguiente: chips con salsa de berberechos y lima picada; caramelo de hueva de atún con avellana caramelizada; coca de trigo antiguo con aceite de pino, pimiento confitado y perelló en escabeche; esponja de ceviche con erizo (llevaba caldo de tomate de colgar, guacamole y vegetales marinos varios); consomé meloso de pepino, melva, jengibre y raïm de pastor; tartar de gambas con caldo de fesols i naps (manjar frío-caliente); ñoquis de acelga y tinta de sepia con crema de almendra amarga y tendones de ternera; lecha con mucho morro (otro sabroso mar y montaña con boniato a la sal como guarnición), etcétera. Cosas antiguas (cuaja la citada esponja con colas de pescado de toda la vida), con raíces y con sabor, muchas de ellas en homenaje a la cocina popular de bares y hornos: la patatilla, los bocadillos (tiene uno de arroz a banda), las salazones, las cocas saladas, las tapas… Infinitamente mejor que el agravio de una caña en copa de balón con su correspondiente y rancio mix de frutos secos en el penúltimo bar de diseño. Miquel Ruiz pensaba en términos de creatividad culinaria y luego la aplicaba al producto, pero ahora lo hace justo al revés: antes que la modernidad, el territorio. Y si antes abusaba del vacío y vivía sin vivir en él, ahora ha redescubierto la llama viva. El fuego y los parroquianos son lo que le llena.

P.D.: Gràcies a Paco ‘Guitarrer’, cinèfil i llauraor, per la seva companya i col·laboració en aquest article.