Archivo de febrero 2017

~ PLATOS REDONDOS 14: ‘burballes’ de liebre (Pau Navarro y Ariadna Salvador)

Burballes de liebre, de Clandestí.

Burballes de liebre, un guisote de Clandestí.

Inspirado en la cocina popular, este guiso de caza menor con burballes (pasta tradicional de Mallorca similar a unos tallarines rizados) fue uno de los mejores platos que probé a lo largo de 2016. Lo tramaron en Clandestí los cocineros Pau Navarro y Ariadna Salvador, que ahora se mudan de Cocinària a un local de la calle Guillem Massot, al lado de Blanquerna. Arrancan con un lento sofrito de cebolla, pimiento y tomate de ramellet. Una vez confitado, se retira y, en la misma cazuela, se dora en aceite y saïm vermell (manteca de la cocción de embutidos) la carne de liebre deshuesada (patas, chuletitas y cuello) junto a unas costillas de cerdo negro. Reincorporan el sofrito, desglasan con vino rancio y mojan con caldo de pollo asado. Se deja cocer todo a la brasa (ellos utilizan la kamado o barbacoa japonesa) hasta que la carne está casi hecha, momento en que se echan las burballes. Una vez retirada la cazuela del fuego, se introduce la sangre de la liebre, tal como se hace con el caldoso arròs brut, muy popular en la isla, y con los estofados de caza tipo civet. Por último, se marca brevemente el lomo de liebre, se filetea y se añade en el último momento, junto a unas hierbas aromáticas picadas. En temporada, este guiso puede acompañarse de unas setas de la tierra. No es un plato guapo, pero más de un guapito se lo comería a gusto, por lo bueno.

~ POLITEÍSMO ARROCERO (y II)

Arroz con pata de ternera y garbanzos, del Racó del Plá.

Arroz con pata y garbanzos, del Racó del Pla.

No hay teoría ni discusión fiables, si previamente no se cumple con un intenso y riguroso trabajo de campo. Por eso, además de atender todas las ponencias y debates del II Simposio del Arroz, celebrado en el restaurante Dársena, me di tiempo para probar unos cuantos platos con protagonismo de este cereal tan agradecido como maltrecho. Alicante es la provincia donde más disfruto de comer buenos arroces, que no paellas, y esta vez cayeron once en cuatro días: auténtico maratón arrocero disfrutado a conciencia. Arranqué en el restaurante Govana, donde Pepe López me dejó asistir a un servicio (de sábado mediodía) desde el interior de su pequeña cocina. Admirable, la pericia de este cocinero de la vieja guardia, capaz de marchar decenas de arroces en una baldosa. Donde otros admiran la habilidad del sushi man, yo me postro ante este maestro arrocero de gestos precisos y ojo clínico. Probé el de cebolla y atún rojo, versión ampliada y mejorada de una receta de subsistencia -de la posguerra española- a base de arroz y patata. Quien haya oído o crea que al arroz no se le debe poner cebolla (hay quien lo considera una aberración), sepa que eso no es más que otro dogma sin pies ni cabeza. Notable fue también el arròs amb fesols i naps (alubias y nabos), más meloso que caldoso, elaborado por Vicenta Teuler en una entrañable casa de comidas con mucho sabor: Ca l’Àngels, en Polop. Visita obligada para fieles a la cocina tradicional. Por cierto, otro de los lugares donde bordan este puchero es Casa Carmina (El Saler, Valencia), una de mis arrocerías favoritas. La regentan las hermanas María José y Carmen Batlle, que estuvieron como contertulias en el foro arrocero. Y volviendo a Alicante, destacaré otro buen arroz tradicional de entre los probados en la capital: el de pata de ternera con garbanzos que ha dado merecida fama al Racó del Pla. Su fundador, José Gómez, destacó en el simposio, como virtud de esta receta, el acertado aprovechamiento de las partes menos nobles del animal.

Arroz de pieles y tripas de bacalao con allioli de ajo negro, de Dani Frías.

Arroz de pieles y tripas de bacalao con garbazos y allioli de ajo negro, de Dani Frías (La Ereta).

De arroz en arroz transcurrió el largo -pero breve- fin de semana. En uno de los lugares de culto gastronómico de la capital alicantina, el bar-restaurante Nou Manolín, compartí con mi colega Mar Milá un suculento arroz meloso de gamba roja. Ha de ser muy complicado encontrar en el planeta una barra tan bien surtida y atendida como la de este local fundado por Vicente Castelló en 1972. No puedo pasar por esta ciudad sin acodarme un buen rato en ella. Y vuelvo al grano: generó la merecida expectación el protagonismo de Nazario Cano en este concurridísimo Simposio del Arroz. Como parte del menú oficial, el chef del hotel El Rodat se marcó un arroz meloso de coliflor y salazones, que vino precedido de su ocurrente tuétano de mar (una vieira sobre la que deja sudar grasa de vacuno) y de su exquisita pescadilla encurtida con pilpil. Como es un cocinero listo y sensible, Dani Frías, de La Ereta, se arremangó y, en vez de aburrirse en sociedad, se puso de pinche de Nazario, con quien siempre se aprende mucho. Ambos profesionales son partidarios de mimar el grano, tal como se mima la cocción de un pescado, y abogan por escoger la variedad que a cada uno le dé más seguridad como cocinero. Cerré el viaje con un excelente menú en La Ereta, que incluyó un delicioso arroz seco con pieles y tripas de bacalao (inspirado en el tradicional de pelletes de bacallà), ilustrado con garbanzos y allioli de ajo negro. Por cierto, Dani Frías está a punto de arrancar en Alicante un nuevo proyecto junto al sueco Carl Borg, viejo conocido de Menorca, donde regentó el restaurante Andaira a principios de milenio. Será un bar de medias raciones, sin etiquetas ni protocolos, con cocineros haciendo de camareros y viceversa. Mientras tanto, y a pesar de los alarmismos, seguiré adorando y consumiendo, día y noche, el sagrado cereal. Si de algo hay que palmarla, mejor que sea en paella, olleta o caldero. ¡Arsénico, por compasión!

 

~ POLITEÍSMO ARROCERO (I)

Escena paellera en Alicante.

Antigua escena arrocera en la ‘terreta’ alicantina.

El arroz -como todo el mundo sabe- levanta pasiones, especialmente cuando se convierte en paella, palabra que la arrocería Dársena desterró de su carta hace treinta años. En este restaurante alicantino acaba de celebrarse el II Simposio del Arroz, foro en que se habló y discutió mucho, pero sin que nadie llegara a las manos. De hecho, discurrió con notable tranquilidad, tal vez porque el asunto central no era la paella, sino los arroces: el alicantino es cachondo y politeísta. A lo largo de la jornada, se desmontaron varios mitos, entre ellos la inconveniencia de cenar de esta gramínea. Así, Cristina de Juan, directora de Dársena, abogó por los arroces ligeros y recordó que «las abuelas tomaban un arrocito caldoso por la noche». Las abuelitas siempre han sabido muy bien lo que se hacen. Para lograr esa ligereza, en Dársena levantan los fondos con agua hirviendo a fin de evitar que se hiperconcentren por exceso de cocción. Para verlo más claro: una vez hecho el sofrito y dorado el arroz, se moja con el fondo (conservado en frío) y, acto seguido, con agua en ebullición. Es una ocurrencia tan simple como brillante. Acerca de la necesidad de rehogar el arroz, Cristina de Juan se mostró totalmente partidaria, ya que de este modo blindamos el grano (lo sellamos) y evitamos que luego se pase. Dani Frías, chef de La Ereta, me comentó luego que esta operación también es útil para ajustar la cantidad de aceite. Detalles técnicos de la máxima importancia para que el resultado final no sea ni cargante (una bomba de sabor), ni grasiento, ni indigesto. Y es que nunca guardamos buen recuerdo de algo que, por muy rico que fuera, acabó por sentarnos mal.

Arroz de gallineta y salmorreta, de Dársena.

Arroz con gallineta y salmorreta, de Dársena.

En otra de sus interesantes aportaciones, Cristina de Juan explicó cómo adaptar las variedades de arroz a las diferentes texturas arroceras. Según los ensayos llevados a cabo por el chef de Dársena, José Antonio Luengo, el albufera es idóneo para los arroces secos al quedar más suelto y ser buen conductor del sabor; el marisma, de grano grande y rico en almidón, es mejor para melosos, pues les aporta cremosidad; el j.sendra (englobado en el tipo sénia) resulta perfecto para elaborar un untuoso arroz con leche, y el bomba es el más conveniente para arroces take away, ya que es el más resistente a la sobrecocción y no se pasa. Como explicó posteriormente en su ponencia Santos Ruiz, gerente de la DO Arroz de Valencia, el objetivo es, desde una perspectiva genetista, lograr una variedad de grano firme, pero con buena absorción. En este sentido, citó las pruebas que está realizando el chef Kiko Moya, de L’Escaleta, con arroz bombón, variedad recuperada recientemente gracias a unas semillas de 1932.

Arturo Pardos, autor de 'El ocaso de las paellas'.

Arturo Pardos, duque de Gastronia.

Santos Ruiz se felicitó al ver superada «la moda de los arroces crudos» y apostó por recetas «muy personales, de sabores nítidos y naturales, en que se reconozca el producto principal». Puso como ejemplo pionero el arroz con tellinas que le sirvió Miquel Ruiz en La Seu, de Moraira, a finales de los noventa. Santos se mostró algo escéptico con la técnica de la doble cocción (en dos fases) inventada por Quique Dacosta, ya que altera la textura del grano («lo aperdigona»), pero entendió su implantación en los restaurantes de menú largo y angosto. En el debate sobre nuevos conceptos en la cocina del arroz, moderado por el periodista gastronómico Lluís Ruiz Soler, se abundó sobre el tema de los arroces de corte moderno, como el monográfico de salmón (de una sola nota), inventado en 1986 por Norberto Jorge (La Moñica). El hoy propietario de Casa Benigna, arrocería de Madrid, señaló que «la paella es una técnica culinaria y no un plato», reflexión tan sobresaliente como las muchas que reúne Arturo Pardos, invitado al simposio, en su divertido tratado sobre El ocaso de las paellas (1997). Entre ellas, el duque de Gastronia ensalza el carácter manso del paellero de intemperie, que cocina doblado para mostrar -en señal de impotencia y sumisión- la parte posterior de sus calzoncillos y exhibir servilmente la rabadilla.

~ LOS ROCA: CON LOS PIES EN EL BARRIO

Joan Roca, en la fonda familiar.

Joan Roca, sirviendo en la fonda familiar.

En la escalinata del Palau Robert que conduce a la exposición De la Terra a la Lluna, sobre el proceso creativo de los hermanos Roca, hay un poema de Joan Maragall del que me permito traducir cuatro versos: “Si olvidándote de ti mismo / das el máximo en tu trabajo, / haces más que el emperador que rige / automáticamente sus estados”. El texto, inscrito en las contrahuellas de los peldaños y titulado Elogi del viure, es una loa al compromiso y al amor por el propio oficio. De los cuatro, tal vez el primer verso sea el más esclarecedor, pues ese olvido de uno mismo funciona como defensa natural contra la vanidad, la arrogancia y la búsqueda de halagos externos. Para trabajar concentrado, con el esmero de un buen artesano, es preciso abstraerse de los fastos mundanos y de las añagazas del egocentrismo. ¿En quién ha de pensar el cocinero cuando trabaja? No es una pregunta banal, ya que nos habla del objetivo de su quehacer. Mi respuesta sería: en el comensal y no en sí mismo.

El viaje que lleva a la luna no puede ser meteórico. No sirven de nada las botas de siete leguas y, además, nunca acabas de alcanzarla. Los hermanos Roca tuvieron como línea de salida unos orígenes muy humildes, un bar de barrio obrero que quedaba extramuros de Girona, aislado por un cinto de chabolas: el suburbio como plataforma de lanzamiento. ¿Cuál ha sido el combustible? Una aleación de magia, memoria, academicismo, libertad y sentido del humor, entre otros metales nobles. Pertrechos o ingredientes para un proceso tranquilo, sin prisas ni bandazos, y que se sustenta en el esfuerzo y el entusiasmo de toda una familia. El barrio, también, como brújula de una larga travesía espacial, una levitación a la distancia justa de la tierra. Sin dedicación y humildad, no hay forma de avanzar (tal vez, la profesionalidad consista en eso). Raíces que nacen de la cabeza y alas en los pies.

Cartel de la exposición sobre Can Roca.

Cartel de la exposición sobre Can Roca.

De ahí, de la casi nada, al reconocimiento internacional que les ha permitido dar la vuelta al mundo y rozar la luna… Viajar es, según Joan Roca, la mejor forma de comprobar que uno es ignorante. Aunque el campesino hable español, en un mercado de Lima te sientes analfabeto, pues eres incapaz de reconocer la mayoría de alimentos que se te ofrecen. Magnífica ocasión para escuchar y para aprender, que es lo que más aviva la pasión por cualquier oficio. En el último menú de El Celler de Can Roca, la multiculturalidad y la globalización (del conocimiento, no la mercantilista) reciben su homenaje, como forma de transgredir lo establecido: hoy, si no vendes kilómetro cero, no eres nadie. La libertad les lleva a marinar con alga kombu un salmonete local, a acompañarlo de higos (de higuera y de nopal), anémona y salicornia, y a aliñarlo con vinagre de katsuobushi. Vitalidad creativa que no está reñida, sino al contrario, con un profundo y exhaustivo conocimiento del propio entorno.

Para Joan Roca, el paisaje viene a ser “el producto visto de lejos”, lo que le lleva a definir el producto, inversamente, como “el paisaje visto de cerca”. Reflexión brillante y coherente, como su cocina, siempre meditada, sabrosa y de resultados comprensibles, nunca herméticos. El objetivo sigue siendo –como en la casa de comidas que le vio nacer– el comensal y su placer inmediato. Dejémonos ya de ‘experiencias’ (místicas o lisérgicas): a un restaurante se va a comer. Y a El Celler de Can Roca, a comer y beber espléndidamente bien.

(Artículo publicado en el catálogo de la XV edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ OLIVA Y CARACOL

Los caracoles, omnipresentes en Les Garrigues.

Caracoles de La Placeta (Arbeca).

Recorrer en invierno una comarca desconocida y escasamente poblada, a una hora de Barcelona en coche, puede ser más viaje que un vuelo a las antípodas o un fin de semana en tierra pintoresca y lejana. Conocer el entorno me interesa bastante más que asomar la punta de la nariz en la playa de Unawatuna. La reciente visita a Les Garrigues (sur de Lleida) ha sido estimulante tanto en sabores como en parajes, dos cosas que no se entienden sin el concurso del paisanaje, tanto más relevante en territorio agrícola. Entre esos paisanos, el anfitrión fue Rafa Gimena, periodista gastronómico que sabe celebrar y compartir la despensa autóctona. Gracias a él acudí encantado, junto a un grupo de colegas desconocidos, a la Fira de l’Oli de Les Garrigues, que se celebró en Les Borges Blanques, capital administrativa y villa vinculada al presidente Francesc Macià. Fue un no-parar a lo largo y ancho de una comarca que puede presumir de relato gastronómico, con el aceite de oliva arbequina como hilo conductor y el protagonismo de la payesía, custodia del territorio. Si el alimento líquido por excelencia fue el zumo de aceituna, el sólido fue el caracol silvestre, presente por doquier. Además de ser uno de los manjares más queridos por los leridanos, que lo preparan asado a la llauna o sofrito a la gormanda, el caracol es el icono del movimiento Slow Food, que se hermanó con la feria en esta 54 edición. Su delegado para España y Portugal, Alberto López de Ipiña, apostó por «globalizar la protección de lo local» y elogió la gran calidad del aceite de Les Garrigues, que se cuenta entre los mejores del mundo. Lo hacen muy bien y además saben contarlo.

Versión de la tortilla en salsa, de Montse Freixa.

La tortilla con jugo, según Montse Freixa.

El intenso fin de semana dio para muchos platos, tragos, tertulias y paseos estimulantes por una región de estampa austera, hecha de pan con aceite y cabañas de piedra en seco -un tipo de construcción sin argamasa que también se da en Baleares. Una de las comidas destacadas fue la de El Castell, restaurante de La Floresta con Montse Freixa azuzando los fogones. Esta joven cocinera formada en la escuela de hostelería de Terrassa -a la que habrá que seguir de cerca- se lució con la coca de arengada casera (sardina de bota) y raíz de hinojo; el ajoblanco de almendra marcona con jamón, pera y arena de ceps, y su versión flanera de la tortilla con jugo, que lleva bacalao, alubias y espinacas, tríada asociada a la Cuaresma. Otra visita memorable fue a los viñedos de la bodega más pequeña de Les Garrigues: Celler Matallonga. Joan Penella y Rosa Xifre practican en el municipio de Fulleda una vitivinicultura holística o regenerativa, que potencia las relaciones simbióticas entre terruño y organismos varios. Se trata de nutrir el suelo y dar cobijo a todo bicho viviente. Una nueva forma de trabajar la tierra con resultados excepcionales: vinos singulares, tremendamente equilibrados y que cuentan -cada uno de ellos- su propia historia. Hubo mucho más: un festín de cuina lleidatana en el hotel-restaurante La Garbinada, punto de encuentro de cazadores; los vinos de Vinya Els Vilars y de Clos Pons, bodega que cuenta además con un gran jardín experimental de olivos (250 variedades); los caracoles a la llauna de Xavi Benet, otra joven promesa, y una instructiva cata de aceite en la cooperativa de Arbeca, donde pudimos comprobar, de la mano de Magda Garret, lo malo que puede llegar a ser el aceite malo. Las etiquetas engañan.