
Joan Roca, sirviendo en la fonda familiar.
En la escalinata del Palau Robert que conduce a la exposición De la Terra a la Lluna, sobre el proceso creativo de los hermanos Roca, hay un poema de Joan Maragall del que me permito traducir cuatro versos: “Si olvidándote de ti mismo / das el máximo en tu trabajo, / haces más que el emperador que rige / automáticamente sus estados”. El texto, inscrito en las contrahuellas de los peldaños y titulado Elogi del viure, es una loa al compromiso y al amor por el propio oficio. De los cuatro, tal vez el primer verso sea el más esclarecedor, pues ese olvido de uno mismo funciona como defensa natural contra la vanidad, la arrogancia y la búsqueda de halagos externos. Para trabajar concentrado, con el esmero de un buen artesano, es preciso abstraerse de los fastos mundanos y de las añagazas del egocentrismo. ¿En quién ha de pensar el cocinero cuando trabaja? No es una pregunta banal, ya que nos habla del objetivo de su quehacer. Mi respuesta sería: en el comensal y no en sí mismo.
El viaje que lleva a la luna no puede ser meteórico. No sirven de nada las botas de siete leguas y, además, nunca acabas de alcanzarla. Los hermanos Roca tuvieron como línea de salida unos orígenes muy humildes, un bar de barrio obrero que quedaba extramuros de Girona, aislado por un cinto de chabolas: el suburbio como plataforma de lanzamiento. ¿Cuál ha sido el combustible? Una aleación de magia, memoria, academicismo, libertad y sentido del humor, entre otros metales nobles. Pertrechos o ingredientes para un proceso tranquilo, sin prisas ni bandazos, y que se sustenta en el esfuerzo y el entusiasmo de toda una familia. El barrio, también, como brújula de una larga travesía espacial, una levitación a la distancia justa de la tierra. Sin dedicación y humildad, no hay forma de avanzar (tal vez, la profesionalidad consista en eso). Raíces que nacen de la cabeza y alas en los pies.

Cartel de la exposición sobre Can Roca.
De ahí, de la casi nada, al reconocimiento internacional que les ha permitido dar la vuelta al mundo y rozar la luna… Viajar es, según Joan Roca, la mejor forma de comprobar que uno es ignorante. Aunque el campesino hable español, en un mercado de Lima te sientes analfabeto, pues eres incapaz de reconocer la mayoría de alimentos que se te ofrecen. Magnífica ocasión para escuchar y para aprender, que es lo que más aviva la pasión por cualquier oficio. En el último menú de El Celler de Can Roca, la multiculturalidad y la globalización (del conocimiento, no la mercantilista) reciben su homenaje, como forma de transgredir lo establecido: hoy, si no vendes kilómetro cero, no eres nadie. La libertad les lleva a marinar con alga kombu un salmonete local, a acompañarlo de higos (de higuera y de nopal), anémona y salicornia, y a aliñarlo con vinagre de katsuobushi. Vitalidad creativa que no está reñida, sino al contrario, con un profundo y exhaustivo conocimiento del propio entorno.
Para Joan Roca, el paisaje viene a ser “el producto visto de lejos”, lo que le lleva a definir el producto, inversamente, como “el paisaje visto de cerca”. Reflexión brillante y coherente, como su cocina, siempre meditada, sabrosa y de resultados comprensibles, nunca herméticos. El objetivo sigue siendo –como en la casa de comidas que le vio nacer– el comensal y su placer inmediato. Dejémonos ya de ‘experiencias’ (místicas o lisérgicas): a un restaurante se va a comer. Y a El Celler de Can Roca, a comer y beber espléndidamente bien.
(Artículo publicado en el catálogo de la XV edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)