Archivo de septiembre 2020

~ GASTROMANÍA (17): ‘Disparatario’, de Edward Lear

Edward Lear (1812-1889).

Las dietas extravagantes y los platos descabellados salpican toda la obra del escritor londinense y suburbano Edward Lear, maestro del nonsense. La mentalidad británica es especialmente proclive a esta variedad de humor sin sentido: el siempre saludable y transgresor disparate, palabra que procede del latín disparare, esto es, separar. ¿Separarse, tal vez, de la convención social para situarse fuera de los dominios de la Razón? Es la interpretación que me sugieren los personajes estrafalarios, enloquecidos y tragicómicos que pueblan los limericks de Lear, ilustrados por él mismo. El añorado Cristóbal Serra, traductor de su obra en colaboración con Eduardo Jordá, me espetó en 1993 que «la Razón es lo que pervierte al artista» (y así titulé aquella entrevista). Lear dispara disparates y un tiro desatinado te alcanza siempre en pleno entrecejo. En sus Book of Nonsense y More Nonsense desfilan viejetes que dilapidan sus bienes en cebolletas y mieles, que lucen un tocado de langostas al ajillo y ratoncetes con vinagrillo, que hierven huevos dentro de sus zapatos, que se atiborran de hojaldres para mantenerse en vela y esquivar las pesadillas, que subsisten a base de asado de arañas, té y mantequilla o de papillas con algún que otro roedor a modo de tropezón…

Portada de la edición de Tusquets.

Pero no sólo en los limericks abundan las viandas y los absurdos regímenes alimentarios. En sus Historietas tontilocas, por ejemplo, hay una isla «llena de chuletas de ternera y confites de chocolate y nada más», una mojama de rinoceronte que sirve de esterilla, unos ratoncillos adictos a las natillas, unos moscones que cifran su sustento en pastelillos de ostras, vinagre de frambuesa y jalea de cuero ruso curtido… En Bestiario y flora nos topamos con un Asno Absolutamente Abstemio que vive de agua de seltz y pepinos adobados, con un Buitre Visiblemente Vicioso que escribe versos en honor de una costilla de ternera y con un árbol que se desintegra en forma de galletas. Y en Rimas disparatadas, Lear formula a bulto una receta irrazonable de pasta de oblea hecha sólo con «Sabio venerable» y dos cebollas. También encontramos en sus páginas varias recetas insensatas del profesor Boberías, entre ellas la del pastelón de amiblongos, que debe ser arrojado por la ventana nada más servirse. Los chuletones con salsa migabóblica consisten en carne de buey picada, curada al sol (una semana en el tejado) y aderezada con lavanda, aceite de almendras y espinas de arenques. Como summum del absurdo, las empanadillas clarolúcidas, que se hacen golpeando duro con el mango de un escobón a un cerdo mientras se le ceba con grosellas, guisantes, castañas asadas y nabos. En su selfiepoema, el bueno de Lear -vigésimo de una familia de 21 hijos y aquejado de epilepsia, bronquitis crónica y asma- confiesa que su panza es orbicular, que come cangrejos y que «entre un montón de libracho / bebe mucho vino de Marsala, / pero nunca está borracho». Vagó por casi todo el Mediterráneo huyendo del clima inglés para acabar sus días en San Remo. Dicen que amó a su gato Foss y que fue un melancólico.

~ MESAS PARANORMALES (y VII): FUSIÓN19

Javier Hoebeeck, jefe de cocina de Fusión19.

Arroces tópicos e insulsos solomillos, voilà lo que va buscando el común de los mortales foodies, tal vez porque sea lo más fácil de encontrar y de entender. Por eso resulta paranormal que continúe trabajando a tempo vivace -al menos en fin de semana- este interesante local camuflado en una carretera turística. Fusión19 tiene como cocinero pensante -y también en la ejecución cotidiana- a Javier Hoebeeck, joven profesional que ha relevado a Juanjo Genestar, ahora en los fogones vecinos del nuevo Ca’n Pescador (el Grupo Boulevard tiene otro restaurante homónimo en Port de Pollença). Por razones comerciales, Fusión19 diversifica su oferta entre un capítulo de sushi, una carta sucinta y un menú-degustación de tono contemporáneo, y tal vez a causa del nombre y la identidad creada, Hoebeeck se siente obligado a asiatizar sus recetas de autor. La mayoría de obligaciones representan un lastre que, si se quiere avanzar creativamente, un día habrá que lanzar alegremente por la borda. No contaré todo el menú (fueron diez pasos y cerca de veinte elaboraciones), pero sí lo que más y lo que menos me sorprendió. Entre los detalles notables, su cremosa versión de la ensaladilla rusa (¿puede haber algo más comercial?), que monta sobre un fino crujiente de pasta wanton y adereza con guindilla, huevo duro picado y emulsiones de anchoa y de oliva manzanilla. En su sencillez, el mejor aperitivo.

Remolacha a la sal con higos y leche de higuera.

Entrando ya en materia de platos, el más iconoclasta y menos oriental fue la remolacha a la sal con su mermelada y su jugo anisado, cortada en finas lascas y acompañada de higos, mousse de queso azul, huevas de arenque y bautismo de leche de hojas de higuera: ¡savia nueva! Lucha sin cuartel entre notas dulces y amargas para una composición con riesgo y que -tengo la manía de fijarme en todo- no acaba de encajar en el paladar acomodado del público comarcal, más propenso a arroces tópicos e insulsos solomillos. Prosigamos con los aciertos, ahora ya en clave más clasicista. Los pichones llegan volando en avión desde Bresse y se descuartizan para afinar cocciones: las pechugas se adoban mesuradamente con curry rojo y se soasan al kamado y las patas se guisan lentamente, al modo tradicional, y se lacan con una reducción del propio estofado más vino tinto y miel. De guarnición, maíz también en dos texturas: palomitas garrapiñadas y deliciosa mazorca a la llama. Como segundo complemento, llega al rato un bombón almendrado de los interiores del ave, con excesivo protagonismo del cacao (hubiera preferido una quenelle de paté con más concentración de sabor). En resumen, un plato de corte convencional pero muy bien trabajado.

Postre de Hoebeeck inspirado en Marruecos.

Lo menos sorprendente, sin duda el plato de pescado: un rodaballo en serie. Es triste que ya no sorprenda tropezarse en menús de este nivel con ingredientes de segunda, máxime cuando hay en lonjas y mercados especies locales tan salvajes como sabrosas y asequibles. Una pena, porque la receta está bien planteada: el pescado se hornea envuelto en hoja de plátano, al modo de un papillote, y se guarnece con una hoja de pak choi a la brasa (muy conseguida) napada de una crema apilpilada de coliflor. Buenos puntos de cocción, detalles de zanahoria fermentada y aroma sutil (no invasivo) a lima kaffir. El menú, que cambia cada tres semanas, se cerró con un plácido viaje a Marruecos: exquisito helado de pistacho con melaza de miel, bizcocho de dátil, cremoso de limón en salmuera, tierra de algarroba, suave merengue de ras-el-hanut… Un postre que, en mi opinión, admite más carga de especias. Por suerte, todos esto puede comentarse con el chef sin provocar un conflicto internacional, ya que su inteligencia (véase humildad) le permite encajar tranquilamente las críticas. Hoebeeck es un cocinero de última generación: nació en 1991. Estudió en la Escola d’Hoteleria e hizo las prácticas de empresa en Zaranda. Viajó luego al restaurante Azurmendi, donde celebró como jefe de partida la obtención de la tercera estrella. Tras ampliar estudios en el Basque Culinary Center, estuvo cuatro meses en Narisawa, templo de la vanguardia naturalista nipona, y otros cuatro en El Celler de Can Roca. De nuevo en la isla, cumplió dos temporadas en el Jumeirah del Port de Sóller junto a Javier Soriano. Llegó a Fusión19 en 2016. Su plan a más largo plazo es poder seguir abriendo, de jueves a domingo, durante este crudo otoño.

Pichón de Bresse con maíz.

~ GASTROMANÍA (16): ‘Danza de ángeles’, de Irene Gutiérrez Huamaní

Irene Gutiérrez Huamaní, de Sumaq.

Después de atravesar desventuras casi insoportables y pasajes más que dichosos, la peruana Irene Gutiérrez sigue sobreponiéndose a los golpes dulciamargos e inclementes del azar. Muchos lectores conocerán a fondo su cálida cocina, que ofrece en Sumaq desde hace siete años, pero no todo lo que tuvo que vivir y soportar antes de llegar a Mallorca. La cocinera cuzqueña cuenta su terrible infancia en Danza de ángeles, autobiografía que escribió a vuelapluma y a modo de despedida en 2018, poco antes de que le diagnosticaran una enfermedad autoinmune catalogada entre las raras o invisibles: esclerodermia. Testamento (por suerte, aplazado) y también testimonio de gratitud hacia esos ángeles de carne y hueso que le ayudaron a escapar de los sucesivos inframundos a los que se vio arrojada. A la edad de seis, fue entregada a un poli desalmado que la esclavizó y maltrató a base de palizas y humillaciones durante años. En contrapartida, la madre de Irene, una viuda sumida en la pobreza más extrema, obtuvo la excarcelación de su padre. Tras denunciar su situación en comisaría y no arrancar respuesta alguna, la pequeña esclava se armó de valor y, cumplidos los 14 años, decidió huir con lo puesto y sin saber adónde ir. Aterrorizada pero feliz, por vez primera «volaba como un pajarito, aunque no tuviera nido». Se alimentaba de las frutas y hortalizas que desechaban en el mercado de Cuzco y dormía en el interior de la catedral. Duros días de adolescencia que le llevaron a Arequipa y, más adelante, a Lima, donde descubriría su vocación por la cocina y trabajaría duro hasta conseguir matricularse en el Centro de Formación en Turismo. Irene llegó a Mallorca en enero de 2005 con una oferta de empleo para trabajar en Es Pou, un restaurante de Lloret de Vistalegre cuyos dueños habían entrado por casualidad, dos años atrás, en su sandwichería de Cuzco. Ocho años más tarde abrió Sumaq en el barrio de Santa Catalina y ya por entonces conté algo sobre la vertiente más tradicional de su cocina. Este martes compartió cartel con su paisano Roberto Sihuay (La Cantina Canalla, Ibiza), ambos como cocineros invitados en Tess de Mar. Irene Gutiérrez aportó un tartar de atún rojo con queso curado y aguacate y un taco de secreto ibérico que perfumó la terraza con los irresistibles aromas callejeros del anticucho y otros manjares ambulantes de su Perú.

Autobiografía de Irene Gutiérrez.

~ PLATOS REDONDOS 25: cigala a la brasa con pipián (Joel Baeza)

Cigala a la brasa con pipián, de Stagier.

De los trances más extremos emergen creaciones insólitas y brillantes. Por ejemplo, este podría ser «el plato que surgió del covid», o al menos del confinamiento al que nos abocaron la epidemia y una orden del Gobierno. Hubo tiempo más que de sobra para darle vueltas y revueltas a todo el recetario, días y noches para pulir, desafinar y volver a ajustar. Del encierro primaveral nació este plato, que en principio iba a ir con espárrago blanco de Tudela, producto supremo pero cuyo esplendor estacional coincidió con la larga cuarentena. Al final, el chileno Joel Baeza se decantó por otro alimento olímpico: la cigala. Así unió el ingrediente predilecto de su compañera, Andrea Sertzen, que se encarga del servicio en Stagier, con una salsa latinoamericana (y prehispánica) que a él le entusiasma: el pipián. Y así la elabora: primero hay que tatemar o tostar en sartén cebolla blanca, ajo, tomatillo (tomate verde), sésamo blanco, jalapeño fresco y pipas de calabaza; se tritura todo a conciencia y se fríe el majado resultante en aceite de oliva; se agrega puré de espinacas y se deja cocer; finalmente, se vuelve a moler con un poco de caldo de verdura para rectificar la textura. Baeza aprendió a trabajar este tipo de moles durante sus estancias en Pujol (México) y en Hoja Santa, el mexicano de Albert Adrià en Barcelona. En lo tocante a la cigala, apenas la toca: empala el tronco en una brocheta, la marca por una sola cara en la parrilla del kamado y la templa en salamandra sólo para que salga caliente. Dos elementos en el plato: el crustáceo, en tres bocados tersos, y el delicado pipián vegetal, que aporta nervio y cremosidad. Matices dulces, herbáceos, ahumados y ligeramente picantes, en sutil conjunción. Deseo que este mayo no nos reconfinen sólo para ir a Stagier a probar la versión con espárrago fresco, aunque ahí tenga que dejar mis últimos cuartos.