~ ¿QUÉ PASA CON EL ROSADO?
Estando más que a mi gusto en la barra del restaurante Xólotl (Palma), gozando sin prisa de un delicioso tamalito recién cocido, otro cliente se dirigió a mí para preguntarme -disculpándose de entrada por la interferencia, pero no sin cierto retintín- que si cuando pedía un vino rosado, lo hacía detallando «alguna marca en concreto». Pregunta no exenta de ironía, ni de ignorancia. Le di el nombre de la referencia que estaba bebiendo (bodega navarra) y le aclaré que era perfectamente posible disfrutar de rosados de excelente calidad, siempre que se invirtiera un mínimo de curiosidad y de conocimiento. Y ahí quedó, por suerte, esa conversación trivial entre desconocidos. Llama la atención que todavía haya detractores del vino rosado, y más ahora que se está empezando a poner de moda. Me imagino que, además de la consabida pedantería tintorra, aún hay quien piensa que un rosado no es más que una zafia mezcla de tinto y blanco al buen tuntún. Nada de eso: la elaboración de vino rosado tiene su intríngulis y no es precisamente sencilla. Es más, destacados enólogos, como Luis Armero, consideran que es «el tipo de vino más difícil» de lograr, pues «le pedimos la frescura aromática de un blanco y que además aguante en botella».
En su hermoso Breviario del vino, Caballero Bonald apunta que hacer vino «es difícil arte y ciencia complicada y meticulosa», añadiendo que «un cierto ingrediente amoroso tiene forzosamente que mezclarse con ese otro industrial ingrediente del oficio». Palabras que pueden aplicarse a todo buen vino, con independencia de su color. En el caso del rosado -y dicho grosso modo a fin de no aburrir al respetable-, la uva se estruja y se mantiene en contacto con los hollejos durante un periodo de entre seis y dieciocho horas para que el mosto tome color. De esta forma, se extrae la fracción más aromática de la uva. Luego se procede al sangrado, operación en que, por efecto de la gravedad, se separa el mosto de la pasta sólida. Otro método es el del prensado directo de las uvas tintas a su llegada a la bodega, tratándolas como si fueran blancas pero sin las precauciones de limitación de la maceración, según explica el enólogo Emile Peynaud. La primera vinificación (sangrado) da tonos de color más subidos y la segunda, más tenues. De ahí que la coloración de un rosado pueda oscilar entre un sutil ojo de perdiz y un intenso rojo picota con matices azulones, pasando por el chicle de globo o el rosa cerdito. Recapitulando: que cuando me tomo unos tacos al pastor o un tamal de chile guajillo en la barra o el patio del Xólotl, con un vinito fresco, je vois la vie en rose. Y la próxima semana… ¡hablaremos del clarete!