Archivo de enero 2018

~ TOMEU CALDENTEY, PARADIGMA DEL COCINERO

Tomeu Caldentey, chef del restaurante Bou.

Tomeu Caldentey, chef del restaurante Bou.

Conforme al origen etimológico de la palabra, el alumno se alimenta de las enseñanzas de su maestro, encargado de criarlo y de hacer que crezca. Tomeu Caldentey (1972) tuvo como maestro de cocina a Toni Pinya (1951), docente e investigador imprescindible. Y Toni Pinya fue discípulo de Tomeu Esteva (1920-2010), cocinero tan relevante en Mallorca como lo ha sido Luis Irizar para el País Vasco. Nada surge de la nada: el oficio se va traspasando de generación en generación mediante la relación directa de esos fugaces e intensos magisterios. A Tomeu Caldentey le gusta recordar una frase de Toni Pinya, que éste heredó, a su vez, de Tomeu Esteva: “Al final, no hemos de olvidar que sólo somos cocineros”. Ni más ni menos. Lo decía un maestro que se refería al comensal como “su Majestad el cliente”. Majestad: tratamiento que, según la Real Academia Española, sólo ha de darse “a Dios, emperadores y reyes”. El diccionario del Institut d’Estudis Catalans prescinde de la referencia monoteísta.

También Tomeu Caldentey ejerció como docente durante seis cursos académicos, justo antes de abrir restaurante propio, Es Molí d’en Bou (hoy simplemente Bou), en abril del 2000. A sus 28 años, se convirtió en un espejo para muchos aspirantes a chef. No olvidemos que fue el primer cocinero mallorquín en conseguir una estrella de la tediosa Michelin, ni que lleva luciéndola desde hace quince ediciones (2004-2018). Es sólo un dato (me carga toda esa mandanga competitiva). Lo cuento porque Caldentey está en una tierra de nadie o generación intermedia entre los pioneros de la nueva cocina mallorquina, como Benet Vicens (Béns d’Avall), y esos profesionales más jóvenes que la han llevado al terreno de la vanguardia, caso de Maca de Castro (Jardín). Durante un tiempo, le tocó a él tirar del carro, prácticamente en solitario. La perseverancia y el rigor han hecho de él un líder humilde, escéptico y tranquilo.

La cocina de Tomeu Caldentey es –como suele ocurrir en los mejores casos– un reflejo de su particular personalidad: laboriosa, delicada, sensata y reflexiva. Su evolución le ha llevado de cocinar en el comedor (a la vista del comensal) a servir en la cocina, donde ahora se desarrolla casi todo el servicio, como si de una función se tratara. Además, ha creado una serie de pólvores inspiradas en la pólvora de duch (polvo de duque) descrita en el Llibre de Sent Soví, tratado medieval de cocina catalana. Son mezclas de hierbas, especias y otros ingredientes, que pueden servir como condimento, agente aromatizante o rebozado. Por ejemplo, la pólvora groga (amarilla), a base de azafrán, ajo y pimentón,  condimenta el yogur que va con la morena ibérica: dados de papada cubiertos de piel de morena más hinojo marino y toques cítricos. Por acabar con un plato más reciente, citaré el denominado ‘tuétano vegetal’, reunión otoñal de tubérculos (boniato, chirivía, salsifí) cocidos y salteados en mantequilla noisette, presentados sobre una rodaja de apionabo y acompañados de un puré de este ingrediente (a la vainilla), trufa, shiitakes y espuma de tuétano.

(Artículo publicado en el catálogo de la XVI edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ PLA, BERGER Y LOS PAYESES

Pla, en un retrato de Eugeni Forcano.

Pla, en un retrato de Eugeni Forcano.

Uno de los últimos títulos en llegar a mi biblioteca gastronómica ha sido Els pagesos, ensayo sobre la idiosincrasia del campesinado catalán publicado por Josep Pla en 1952. Es un libro que algunos hubieran colocado en otra sección, pero en mi opinión -y como ya he expresado muchas veces- los productores son más importantes que los chefs o que las recetas en el ámbito plural de lo gastronómico, que tantas disciplinas y oficios abarca. Además, en este libro hay un capítulo dedicado a la cocina rural y varios párrafos sobre el expresidente de la casa Codorniu, Manuel Raventós, fallecido en 2014. He disfrutado, como siempre, con la lectura de Pla, a quien la descripción de un paisaje o de un carácter particular -o la narración de una anécdota- suele llevar a una reflexión de alcance más amplio o a una opinión personalísima. El maestro ampurdanés nunca pierde ocasión de decir la suya, siempre con una agudeza y una retranca irónica fuera de lo común. Según él, los payeses son asociales, contradictorios, escépticos y «negligentes hasta en el cobro de lo que se les debe». Y se pregunta a qué viene esa actitud de radical desconfianza y reserva: ¿a un instinto de defensa ante el abandono?, ¿a la rutina de sus vidas, carente de evasión?, ¿tal vez a un complejo atávico de inferioridad?

Portada de 'Puerca tierra', de John Berger.

Portada del libro de Berger.

Las reflexiones de Pla me remiten a los escritos de John Berger sobre la vida campesina, que no es más que «una vida dedicada por entero a la supervivencia». Ahora bien, cuando no depende del lugarteniente de turno, el payés también puede ser el principal exponente de la autosuficiencia, condición tan anticapitalista -y por ende, antisistema- como la ayuda mutua o la resistencia al consumismo, otras dos actitudes que ve en el campesinado. Pero tampoco conviene caer en una visión idílica de los campesinos, quienes -según explica muy bien el escritor inglés en Pig earth– «trabajan la tierra a fin de producir el alimento para sustentarse y, sin embargo, se ven obligados a alimentar antes a otros, a menudo al precio de pasar hambre ellos mismos». ¿Puede haber paradoja más impía? El campesino nunca ha sido amigo del progreso, explica Berger, ya que ve en las mejoras técnicas la doble amenaza de «la comercialización y colonización a gran escala de la agricultura»: ¿una forma de hablar de la globalización agroalimentaria hace cuarenta años? Ese recelo payés ha sido interpretado por Berger como un tipo de conservadurismo que, curiosamente, «apenas defiende privilegio alguno».

Josep Pla (1897-1981).

Josep Pla (1897-1981).

Volviendo a Josep Pla y a sus reflexiones estrictamente culinarias, el escritor afirma que las fondas sólo sirven para dormir, tan difícil es encontrar en ellas las excelencias culinarias que, fruto del patriotismo local, cantan los nativos al viajero en todos y cada uno de los pueblos por los que pasa. Para comer bien o al menos «con una cierta decencia, los amigos son indispensables», es decir, las casas de los amigos. Resulta muy divertido el capítulo que dedica a comparar los gustos de payeses y pescadores, los dos estamentos cuya existencia depende en mayor medida de «los caprichos generalmente crueles de la naturaleza». Si a los campesinos les gusta el pescado (sobre todo, si está un poco pasado), el hombre de mar se pirra por la carne y por los platos guisados, así como por los dulces. Como prueba del talante goloso de los pescadores, destaca «la elevada repostería» que existe desde tiempo inmemorial en Mallorca y pone como ejemplo los buñuelos. Y de lo dulce a lo amargo, como este comentario sobre el hecho de que cada vez se pase menos tiempo en la cocina y, como consecuencia, «el progreso de la bazofia sea general» incluso en los hogares: refiriéndose a la generación venidera, Pla apunta que «ni siquiera se darán cuenta de que comen mal, tal será el olvido de cualquier referencia anterior auténtica».

~ PLATOS REDONDOS 18: guiso de ‘faraona’ con aceitunas (Cati Pieras)

Gallina faraona con aceitunas, de DaiCa.

Gallina faraona con aceitunas, de DaiCa.

Para guisar, hay que tirar de olla. Y eso es lo que hace Cati Pieras, del restaurante DaiCa (en Llubí, Mallorca), cuando se trata de estofar ‘a lo señorial’ la gallina pintada o faraona. Es su versión, ligeramente retocada, de una antigua y laboriosa receta de casa bien que le han transmitido de viva voz los vecinos del pueblo. Arranca con sofrito de puerro, cebolla y ajo; pocha todo y dora el ave por la parte de la piel; moja con coñac, vino rancio y caldo de verduras. Salpimienta, echa mano del imprescindible laurel y condimenta con abundancia de hierbas que varían según temporada: tomillo, salvia, romero, mejorana, lavanda… En cuanto arranca el hervor, pone el guiso a fuego lento y deja que cueza entre 90 y 120 minutos («hay que vigilarlo muslo por muslo», explica la cocinera). Una vez cocida la faraona, la deshuesa (y reserva) para añadir los huesos a la olla. Después de otras dos horas de cocción, cuela este caldo. Para acabar el plato, le añade una juliana de cebolla pochada de antemano, las olivas negras (pansidas), sin hueso, y la carne de pintada. Deja que dé un hervor todo junto en ese caldo reconcentrado y no lo sirve (importante) hasta el día siguiente. En la base del plato, lleva una crema de espinacas, puerro, patata y ajo refrito. De guarnición, unas cebollitas glaseadas y un esferificación de aceituna. A veces, también una esponja de algarroba, que le da aún más prestancia y profundidad a un plato que habla de lentitud, paciencia y cosas bien hechas.