Archivo de octubre 2021

~ DEFENDERSE COMO ISLA (y II)

Menorca está a un tris de perder el equilibrio.

De las cuatro baleares habitadas, Menorca es la isla que mejor ha asumido y sabido defender su condición insular: la conciencia de ser un territorio frágil, limitado (por sus 216 kilómetros de costa, sin ir más lejos) y, al mismo tiempo, único, digno de ser preservado. La aparición más tardía del turismo de masas, dilación vinculada al mantenimiento de la actividad ganadera y de las industrias manufactureras, ha propiciado un equilibrio que es ya un recuerdo remoto en Mallorca y en las dos Pitiüses. La pregunta es: ¿hasta cuándo podrá librarse Menorca de la terciarización global y conservar esa armonía y esa autosuficiencia como isla? Tal y como veníamos contando, este verano -atípico, pero probablemente premonitorio- han saltado todas la alarmas al haberse vivido muchas horas y muchos días de sobresaturación y agobio social. La buena noticia es que la entrada en una fase de evidente extralimitación ha reavivado el debate entre los menorquines, más propensos a la reflexión colectiva y al sentido común que sus colegas de archipiélago. Menorca se está llenando más de la cuenta y sus paisanos de a pie (o de a caballo) ya padecen los peores efectos del turismo intensivo: no sólo frecuentes atascos y calas atestadas, sino problemas más graves y menos puntuales como el de la gentrificación. ¿Valdrá la pena renunciar a una vivienda asequible, cerrar talleres, granjas y pequeños comercios y ponerse a servir a los nuevos señoritos franceses? Una cuestión que no se puede contestar sin tener en cuenta que la codicia y la ambición (el crecimiento autocaníbal) erosionan velozmente el carácter insular, de siempre proclive a la frugalidad, la parsimonia y el sentimiento de comunidad.

Raya a la mantequilla con alcaparras, de Cabòria.

En este contexto de cambio de modelo turístico (ya veremos si evolución o involución), ligado a una sospechosa crisis en que se entremezcla lo sanitario con lo energético y lo tecnológico, hay que aplaudir toda iniciativa colectiva y de carácter local, sobre todo si ya se orienta hacia el otoño. Entre ellas, la Mostra de Cuina Menorquina, que en esta edición, la decimosegunda, ha batido récord de participación con 38 restaurantes, entre ellos un buen puñado de primerísimo nivel. Para mí, supuso la ocasión de descubrir Cabòria, local abierto esta temporada en el centro histórico de Ciutadella. Gobiernan la casa dos jóvenes profesionales de la isla, los gemelos Jesús e Isaac García, en cocina y comedor, respectivamente. Se deja traslucir la formación académica de ambos, pero también su iniciación a la vanguardia con maestros como el chef Oriol Ivern (Hisop) o el maître José Ramón Calvo (Mugaritz). Probé, por citar tres platos del menú preparado para este evento, las gyozas de gamba roja flambeadas con gin, la exquisita raya a la mantequilla con alcaparras y la lechona con texturas de ciruela roja. También me estrené como comensal en el nuevo y cálido Foc, del hotel Suites del Lago, en cuya propuesta destacó este mar-i-muntanya: ravioli crujiente relleno de gamba, albóndigas lacadas con salsa de congrio y aire de suquet de langosta. Donde sí reincidí fue en la paz de Torralbenc, agroturismo en que Luis Loza firma desde hace seis temporadas una de las mejores cocinas de Menorca, bajo la supervisión flexible de Gorka Txapartegi (Alameda): buena entente vascomexicana. Insuperable, el punto de su paletilla de lechal con cremoso de salsifís, chalotas y jugo de vino de la propia finca. Y en lugar de siesta, prolongué la tarde con una visita al cercano poblado de So na Caçana, donde se conserva un horno circular. No cambio este increíble santuario despoblado por ninguna cala virgen con más de cuatro bañistas.

Paletilla de cordero lechal con puré de salsifís, chalotas y jugo de vino Torralbenc, un gran plato de Luis Loza.

~ DEFENDERSE COMO ISLA (I)

Ciutadella no se ha vaciado hasta octubre.

Este año los menorquines le han visto las orejas al lobo. Al mismo lobo que ya rondó Mallorca en los cuatro o cinco veranos previos a 2020, cuando la pandemia hizo menguar la temporada a seis semanas la mar de tranquilas. Un cambio imprevisto en la tipología de los turistas ha provocado por vez primera en Menorca una clara sensación de agobio tanto entre residentes como entre visitantes. Han sido como tres agostos seguidos de sobresaturación, un verano tupido y que ha dejado muchas escenas inéditas: de una vieja furgo habitada bajan dos amigos, se remojan un poco los alerones, cambian camiseta por camisa y cumplen con su reserva (obligada) en el restaurante de un lujoso agroturismo. No muy lejos, cuatro miembros de una familia hacen hora y media de cola ante una hamburguesería para que, al llegar su turno, ya esté toda la carne vendida. Mientras el sector restauración no puede quejarse, las tiendas de souvenirs se han comido los mocos. Los nativos, por su parte, acostumbrados a encontrar siempre sitio en sus locales predilectos, han tenido que contentarse con cenar en casa (y eso que se han ahorrado). Habituados al turismo de pulserita, o todo incluido, ese que transita sin apenas molestar entre el hotel y la playa de enfrente, este año los menorquines se han visto obligados a lidiar con otro perfil de cliente: más independiente, más inquieto, más heterogéneo y con mayor promedio de gasto. Ya decía la santa Teresa que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

¿No convendría cerrar a tiempo la tanca y evitar la sobreexplotación turística?

¿Qué ha pasado? Pues que las plazas que, a causa de las restricciones, no han podido venderse al turista tradicional, mayormente british, han sido ocupadas gustosamente por españoles con más posibles (muchos llegados en su propio auto), con aficiones foodies y adicción a las redes digitales, diabólicas y delatoras. A este desplazamiento en el target convencional para el cliente de gran hotel, hay que añadir las camas y sofás de los pequeños alojamientos urbanos y, sobre todo, de las viviendas destinadas a alquiler turístico, que copan un 34,4% de la capacidad total en términos oficiales, esto es, sin contar con la voluminosa oferta ilegal. Resultado (patético): saturación vespertina con atasco incluido para fotografiar o filmar la puesta de sol en Punta Nati, un lugar que yo recuerdo totalmente despoblado. El riesgo está en que, si la situación sanitaria se estabiliza, el verano que viene podría confluir todo el turismo convencional de antes (británico y alemán) más el peninsular y el francés, de importancia muy creciente. La estrecha carretera que conduce a Punta Nati, bordeada por paredes de piedra seca, y el austero paisaje circundante aparecen en el documental Pedra pàtria, una lírica reflexión del menorquín Macià Florit sobre los orígenes y la identidad. Dejándose inspirar por la historia geológica de la isla, legible en los colores y texturas de sus rocas, el film transita desde las oscuras pizarras del Carbonífero, características del Cap de Favàritx, hasta la piedra blanca, el blando marés, metáfora de la fragilidad de la memoria. Menorca ha estado de moda este verano y puede que en un par de años -tan boyantes- tengamos que enterrarla tras morir de éxito. Porque la erosión siempre va más deprisa de lo que nos parece.