~ ENIGMA (+pervers)
Llevo media vida dentro de un restaurante. Más de una vez he entrado a la hora del vermut y al salir ya se veían las Pléyades en todo su esplendor, cosas de las tertulias de sobremesa con calaveras del oficio. En épocas de inspección, me ha tocado comer y cenar fuera de casa durante quince días seguidos, un suplicio para cualquier aparato digestivo. También estoy acostumbrado a experimentar y sufrir la eternidad en forma de menú-degustación largo y angosto. Pero nunca se me habían pasado tan deprisa cuatro horas moviendo el bigote como las que viví este rancio 20-N en el gélido laberinto de Albert Adrià: Enigma. Gélido en cuanto a interiorismo, porque las atenciones de Cristina Losada y Lorea Mendizabal fueron de lo más cálido. Y la experiencia, trepidante y, por momentos, hasta tripidante. El recorrido-secuencia por los seis espacios del recinto es un remedio seguro contra el tedio, pero el antídoto más potente está en la psicodelia que se vuelca en cocina. Es un viaje intenso y lleno de sacudidas -casi como ir en diligencia-, pero no se hace latoso. En total, un vertiginoso carrusel de 47 ingestas, entre sólidos, zumos, vinos (de uva o arroz) y minicócteles. Oliver Peña es el chef que ejecuta los delirios cabales de Albert Adrià y su loca banda de creativos culinarios.
Como en un buen wéstern, aquí no se andan con chiquitas, aquí se dispara a matar. Cada uno recibirá sus impactos. A mí me llegaron desde los aperitivos: una ráfaga de pistachos con yuzu y mandarina verde: vanguardia y temporada en cinco bocados superfragilísticos. Ya en La Barra del Mar, otras dos descargas letales: 1) bombón de médula de cangrejo real al vapor -que se sorbe entero, como un flan-, de sabor transparente e interminable, y 2) escalope de foie-gras de pato a la sal de anchoas (10 minutos de reloj de arena) con aceite de arbequina, un mar y montaña visceral. En La Planxa fui alcanzado entre las cejas por el chawanmushi (natillas) de erizo con ralladura de wasabi fresco del Montseny. Y en el Dinner fui literalmente acribillado, tantas fueron las sensaciones inéditas: el bogavante que quería ser chuleta, curado 24 horas en grasa de buey y soasado; la ensalada de ortiguilla al vapor con lechuga en crema y a la brasa; el salpicón de pomelo especiado a la oriental; el melocotón al vapor con estragón y almendra… Y sakes dúctiles, que se funden con cada bocado: el budismo en estado líquido. Fin de festín y fiestón en el bar 41º, donde se remata el trip con más y más subidones: binomio de gin y alga nori, trago de mezcal y almendra amarga… Nirvana. El enigma, lo incógnito, la vanguardia, por fortuna, siguen sin despejarse gracias a mentes sobreaceleradas como la de Albert Adrià.
Y en esta nueva escapada a mi amada Barcelona, los zagales de Pervers cumplieron con creces como teloneros de Enigma. La taberna poética de Sant Gervasi es el flamante proyecto de Albert Cambra, a quien conocí en Mallorca como cabecilla y cabeza pensante de la brigada de I+T (investigación y tradición) de Maca de Castro. En un acogedor ambiente de fonda, reparten bocados (mossos) de cocina perversa y literaria: gallleta dulce de almendra con hígado de bacalao y huevo hilado; terrina de manitas sobre coca salada de aceite; bravas Stendhal (el allioli es de ajo negro); botifarra Fahrenheit (flambeada al vermut) con hummus de seques (alubias blancas); cazuela de albóndigas y pulpitos; muslamen de pato con chutney de orejones… Fuera de carta, te puede tocar la Grossa en forma de guiso de rabo con uvas y boniato o de mollejas con parmentier cítrico y patata cerilla. Cocina de barra y tradición, vinos del país, atmósfera bohemia y agenda de eventos en torno a la lírica contemporánea. Este primer domingo de diciembre, vermut poético con el grupo Vers endins en formato acústico.