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~ GASTROMANÍA (13): ‘Cocina recreación’, de Fernando Huidobro

Portada de Cocina recreación.

¡Qué gustazo, confinarse en compañía de silencio y buenos libros! Lo he hecho tantísimas veces, que tampoco le veo mayor novedad al asunto. Estos días de apocalipsis sobrevenido me han sorprendido leyendo alegremente los artículos de un colega gastrósofo, Fernando Huidobro. La editorial El Desvelo los ha reunido en un volumen titulado Cocina recreación, toda una apología de la «gastronomía humanista». Es un placer leer esta sanota y sincera invitación al hedonismo ilustrado en tiempos de pánico global, mediocridad al alza y cerrojazo al canto. Yo he coincidido con el autor en saraos gastronómicos varios y doy fe de que es un disfrutón nato, sobre todo como piscicólogo o ictiófago. Da gusto verle diseccionar y saborear con fruición máxima los entresijos de un buen pescado: sólo dejará la espina, monda y lironda, a no ser que se la frían o espolvoreen. Cocina recreación es un libro tan sensato como vehemente, de escritura voluptuosa y rebosante de reflexiones imprescindibles (¡tome buena nota «el Gastro Star System»!) y de citas aceradas. Entre los autores, comparto admiración por varios filósofos contemporáneos, como Michel Onfray y Byung-Chul Han, así como por maestros de la gastronomía, caso de Xavier Domingo y Julio Camba. Y entre las reflexiones que más me han tocado, destacaré dos. La primera, sobre los desvaríos criminales (el adjetivo es mío) de la industria alimentaria, que alimenta de porquerías los alimentos que nos vende. No olvidemos que somos lo que come lo que comemos y que de seguir tolerando la impunidad en este sector clave para la salud pública, las venideras generaciones se metamorfosearán en «una mierda pinchá en un palo». La segunda, su reivindicación de la cortesía como «deber del comensal serio». Por desgracia, he visto fallar esa buena disposición y atento respeto hacia el anfitrión incluso en colegas periodistas que, acudiendo en calidad de invitados, responden a un convite con desdén infantil o despótica arrogancia, entre otras ridiculeces. Esta antología de textos de Fernando Huidobro es también un canto a la libertad gastronómica («escéptico y libérrimo hedonista», se autodefine el autor) y un tributo al guisandero culto, inquieto, autocrítico, rebelde y creativo. Lo demás son «volovanes vacíos y chefs de la nada».

~ TOMBEAU SUR LA MORT DE MR. VERGARA

Antonio Vergara y Carmina Marco, en mayo de 2018.

Aun a sabiendas de que tengo todas las de perder por goleada («aquí no se salva ni dios», escribió Blas de Otero) y de que suelto una inmensa bobada, me declaro enemigo de la muerte. Sobre todo, días como el de hoy, en que te enteras de que ha vuelto a hacer de las suyas. Nunca descansa, de hecho, y ayer mismo la tomó con Antonio Vergara, periodista valenciano nacido en 1943 y con quien tuve la fortuna de colaborar en varios proyectos vinculados al diario Levante. Desde 2016 le seguía -esporádica y fielmente- a través de sus columnas y de su blog en Las Provincias, última morada profesional de este maestro de la ironía gastronómica. Hay personas de quienes puedes aprender sólo con verlas trabajar, sin que te anden con monsergas ni cartillas de ningún tipo. De Vergara aprendí (o eso imagino) tanto leyéndole como observándole sobre el terreno, ¡en acción!, y así se lo confesaba hace poco a Pau Arenós, otro de mis referentes como gastrónomo culto e imaginativo. La última vez que coincidí con Antonio fue el 15 de mayo de 2018 en Casa Carmina, con motivo de la celebración del 30 aniversario de esta querida fonda de El Saler. Fue una comida memorable -íntima y suculenta- y a la que también acudió otro gastrónomo que sabe contar las cosas con elegancia y moverse con humana discreción: el alicantino Lluís Ruiz Soler. Para quienes no hayan tenido la suerte de conocer a Antonio Vergara, relataré una anécdota que resume su actitud y su estilo como periodista gastronómico. Corría la primavera del año 2001 y nos tocaba comer en una aseada casa de comidas de Puçol, pueblo de l’Horta valenciana al que recuerdo haber llegado en un tren lento y silencioso (no se estilaban los móviles). Después de los entrantes, nos sacaron un arroz caldoso de bacalao fresco y coliflor que, en opinión de Vergara, acusaba un exceso de pimentón. Nada más probarlo, me lo comentó y soltó la cuchara al instante: «Pues no voy a comer más». Refiriéndose a la más que probable reacción adversa del cocinero (y dueño), agregó: «Y no le va a gustar…». Pasados unos segundos, llegó la coletilla y conclusión genial: «Nunca entenderán que no venimos a comer».

Guía de Antonio Vergara prologada por Vázquez Montalbán.

Espero que hayan aprovechado el punto y aparte para meditar sobre esa última frase, especialmente si son cocineros o colegas de oficio: «Nunca entenderán que no venimos a comer». La sentencia va especialmente dedicada a los tragaldabas que no saben lo que engullen, aunque acaben de cantárselo, y a los gorreros insaciables y egocéntricos (muchas veces coinciden los dos tipos). También a los chefs que sólo buscan lucirse con sus petulantes menús de nunca acabar y no admiten ni el más mínimo reproche (o comentario) inteligente. Algunos se defienden como gato (o corvina) panza arriba. Antonio ya había tenido sus más y sus menos con ese arrocero de Puçol a cuenta de un jamón de dudosa calidad, pero supieron limar diferencias y el asunto no llegó a mayores. Hubo casos peores, más enconados, y uno de ellos incluso derivó en querella penal: la judicialización de la gastronomía, como se hace ahora con la disidencia política. En efecto, Antonio hubo de sentarse en el banquillo, acusado de injurias por publicar en Cartelera Turia que un salchichón le había recordado, por su rigidez, a «los pergaminos del Mar Muerto» y que la ensaladilla tenía «el sabor del autárquico limpiametales Sidol». ¡Ya son ganas de ofenderse! Pues no debió hacerle ni pizca de gracia al dueño del restaurante Río Miño, que le reclamaba una indemnización de cinco millones de pesetas (de las de finales de los 70) y seis años de destierro (no sabemos si de la ciudad o de los confines patrios) como ejemplar castigo. Sea como fuere, acudieron a Valencia como testigos de descargo sus amigos Xavier Domingo y Manuel Vázquez Montalbán. «Imagínese que va a un restaurante y ve que en su carta hay pergaminos del Mar Muerto y limpiametales Sidol, ¿los hubiera pedido para comer?», le preguntó a éste el abogado del denunciante. Manolo no se lo pensó dos veces: «Si estaban en la carta, sí».

En este número de julio del 77 apareció la divertida reseña.

El bueno de Antonio -que firmaba con el pseudónimo de Ibn Razin en homenaje a este poeta y gastrónomo andalusí- fue absuelto por la Audiencia Provincial de Valencia, de lo que se deduce que en el Estado español debía haber, hace 40 años, más libertad de expresión y más sentido del humor que en la actualidad. El Tribunal Supremo ratificaría luego, al dar por bueno el fallo, que no hubo animus injuriandi, sino mero y legítimo animus criticandi. ¡Hasta el diario Le Monde se hizo eco de tan ridículo pleito! En su prólogo a la guía Comer en el País Valencià, el hacedor de Pepe Carvalho ya había defendido a Vergara al describirlo como «un hombre que habla poco, come lo justo y siempre opina con conocimiento de causa». Él se autodefinía como un «pesimista antropológico». El jazz y el cine, especialmente el western, eran dos de sus queridos refugios. Para mí, fue un maestro involuntario, que son los que más me gustan, y un hombre que hablaba con los ojos. ¡Ay, amigo, muera la muerte!

Anuncio de Sidol.

 

 

 

 

 

 

 

~ ¿CRITICAR O BENDECIR?

Viñeta publicada por 'el Roto' en El País.

Viñeta publicada por ‘el Roto’ en El País.

Varios artículos de Ignacio Medina y Jorge Guitián han abierto un debate necesario sobre el papel del crítico en el gran teatro gastronómico. Este último da en la clave cuando dice que la crítica «no consiste en decir sólo lo que se quiere escuchar», pues eso «se llama publicidad y lo llevan en otro departamento». Por desgracia, muchas veces ésta se entremezcla y confunde interesadamente con la información sin que se advierta de ello al lector, lo que supone una estafa de primer orden. Se trata de colar lo publicitario (lo pagado) disimuladamente, esto es, bajo una apariencia periodística, para luego poner el cazo. La crítica es un género periodístico de opinión -como el editorial o la columna firmada- y, por ende, lo lógico es que genere polémica y controversia. Para eso está, de hecho, la palabra, y no sólo para repartir bendiciones, lanzar elogios paniaguados y adorar a los mitos cocineriles del momento. Víctor de la Serna ha escrito que «entre las responsabilidades de la prensa está la de no crear la impresión de que todo es de color de rosa bajo el sol». Y el también periodista gastronómico Antonio Vergara se ha lamentado de que los bloggers advenedizos acudan al restaurante como quien va -entregado y boquiabierto- a entretenerse a Disneyland. Por cierto, a este crítico valenciano le pusieron una querella en 1980 por escribir que un salchichón “se aproximaba, por su rigidez, a los famosos pergaminos del Mar Rojo”. Vázquez Montalbán y Xavier Domingo testificaron en su defensa y finalmente se hizo justicia: fue absuelto.

Más humor gráfico, ahora del maestro Quino.

Más humor gráfico, ahora por el maestro Quino.

De todas formas, un periodista gastronómico no está obligado a ejercer la crítica gastronómica, a no ser que así se lo exija la empresa editora. Yo lo he hecho eventualmente, en varias etapas y publicaciones, pero soy más dado a informar (y describir) que a emitir juicios de valor. La gente suele dar por hecho que periodista gastronómico equivale a crítico de restaurantes, visión terriblemente simplista. Ni el periodismo es sólo crítica, ni la gastronomía son sólo los restaurantes. Otra cuestión importante es cómo puedan tomarse las críticas algunos cocineros: los más tontos suelen defenderse como gatos panza arriba, reaccionan airadamente e incluso vetan al periodista díscolo; los inteligentes son más dados a escuchar y a reflexionar ante las opiniones desfavorables, siempre que éstas no sean mera sátira envenenada. En el artículo publicado en Gastronostrum, Jorge Guitián hace una reflexión interesante: si el chef concedió credibilidad al crítico cuando hablaba en positivo sobre su restaurante, no puede quitársela luego, al recibir comentarios adversos. «Si nos empeñamos en que esa persona no sabe de qué habla, estaremos asumiendo que tampoco sabía cuando decía lo bien que lo estábamos haciendo», anota acertadamente el gastrónomo gallego.

Ilustración de Indiscreto, portal de información deportiva y cultura pop.

Fuente: Indiscreto, portal sobre música, libros y deportes.

En ocasiones, un periodista gastronómico (y más de uno me lo ha confesado) se ve obligado a abstenerse de emitir la más leve crítica acerca de un chef a causa de los intereses creados. Es la «trama de servidumbres» y el «amiguismo» a los que se refiere Ignacio Medina en su interesante artículo Crítica gastronómica: criterios en el análisis y materias de valoración, publicado en 1993. Por entonces, este periodista ya afirmaba que el crítico gastronómico (de restaurantes) es, debido a ese «mercado plagado de intereses», una especie en vías de extinción, e incluso lanzaba un SOS a Greenpeace. Y si estamos y seguimos así, «es porque las empresas lo quieren». Hoy en día, en Baleares nadie escribe crítica de restaurantes: todo se reduce a microreseñas complacientes. Además, la mayoría de suplementos y secciones gastronómicas está a merced de los comerciales (y sus clientes) con la consiguiente deriva antiperiodística: un fraude en toda regla. Medina recuerda que una crítica de cine o sobre un libro puede ser demoledora y no pasa absolutamente nada. ¿Por qué no se permite aplicar la misma sinceridad a la hora de enjuiciar el trabajo de los cocineros, intocables que se arrogan -para más inri- el protagonismo exclusivo de lo gastronómico? El panorama es patético. Para ejercer la crítica son imprescindibles muchos años de experiencia y suficiente humildad como para cuestionarse a tiempo las propias opiniones. Y ese bagaje sólo se forja a base de gastar suela, de visitas a grandes casas, de innumerables chascos y de inesperadas decepciones.

~ ¡CROQUETAS DE GIN-TONIC!

Pizarra a pie de calle en el centro de Palma.

Pizarra a pie de calle en el centro de Palma.

A veces, no sé para qué escribo. Supongo que será vicio, uno de tantos. Lo digo porque no haría falta añadir nada a la imagen que ha provocado este artículo. No está trucada. Es de un bar del centro de Palma que ofrece croquetas de gin-tonic. No diré el nombre para no hacerle propaganda. Confieso que no las he probado ni pienso hacerlo porque ya me imagino el disparate (mi paladar mental se rebela) y además sirven un jamón ibérico de pacotilla, más pálido y desaborío que un cirio. A mi maestro Antonio Vergara, lúcido gastrónomo y eterno abonado al gin-tonic, le pusieron una querella tras escribir que un salchichón «se aproximaba, por su rigidez, a los famosos pergaminos del Mar Rojo». Testificaron en su defensa Manuel Vázquez Montalbán y Xavier Domingo, y finalmente fue absuelto. La ironía no es delito o no lo era, al menos, en 1980. Pero volvamos a la pizarra y leamos de abajo a arriba. Es de celebrar que recuperen un aperitivo tan popular como el palo con sifón, en las antípodas de los gin-tonics hortofrutícolas y especiados que ahora te ponen en cualquier cantina de tres al cuarto. En cuanto a la croqueta, tenía que llegar. La moda acaba siempre en desvarío y las ocurrencias a costa del gin-tonic llevaban un tiempo bordeando el ridículo. Hay gin-tonic del día, gin-tonic con coupage de ginebras, gin-tonic con plancton (un invento del chef gaditano Ángel León), menús-maridaje a base de gin-tonics (un absurdo) y una tonta competición por ver quién acumula más marcas de ginebra. En un bar-restaurante de Gavilanes, villorio abulense de la Sierra de Gredos, descubrí una colección con más de setenta botellas, todo un mérito. He probado muchas cosas raras y hasta muy raras en estos últimos años, desde un risotto de pacharán y pasas de Corinto hasta el brillante gin-tonic en plato que Pedro Subijana creó a finales de los noventa, pero no probaré la croqueta de gin-tonic. Todo tiene un límite.