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~ CENAR EN LA 107

Detalle del comedor de Windows on the World.

El libro de estilo de los gourmets dice que para comer bien en Manhattan hay que aplicar esta regla de oro: no fiarse de los restaurantes que no quedan a ras de suelo, ya que la espectacularidad de las vistas panorámicas es una forma de compensar la escasa calidad de la comida. Según esta receta, en la cima de las Twin Towers tendrían que haber montado una hamburguesería de despojos o algo así, pero toda norma tiene sus excepciones. Hasta el 11 de septiembre, fecha de la matanza, las plantas 106 y 107 de la Torre Norte (la del primer atentado) alojaban dos restaurantes, Windows on the World y Wild Blue, y un bar: The Greatest Bar on Earth. El chef Michael Lomonaco, que no figura entre las víctimas, dirigía todas las operaciones culinarias de ese triple establecimiento. A las diez y media de la mañana, cien minutos después de sufrir el ataque y con la Torre Sur convertida ya en 200.000 toneladas de escombros, se desplomaba el lugar adonde ir a cenar más alto del mundo. A las 48 de registrarse la tragedia, en la web del complejo Windows no había más que un teléfono de emergencia y este mensaje de duelo: «Recemos por la seguridad de nuestros compañeros y de sus familias. Estamos trabajando con las autoridades locales y actualizaremos esta página con datos sobre el paradero de quienes puedan haber estado en las plantas 106 y 107 de Windows on the World. Estáis en nuestros pensamientos y oraciones».

Este texto aparecíó en 2001 en la revista Restauració.

Ahora sabemos que el devastador atentado acabó con la vida de los 73 empleados que estaban de turno, según confirmación de David Emil, cuya empresa, Night Sky, dirigía el complejo. Mientras unos adelantaban trabajo en cocina, otros servían un desayuno para los asistentes a un seminario corporativo. Emil ha asegurado a su plantilla que abrirá un nuevo Windows, pero no antes de cinco o seis años. Su empresa no puede mudarse a cualquier otro lugar de Manhattan o trasladar sin más sus operaciones -como han hecho otras compañías con sede en las Torres Gemelas- a suites de hotel o a delegaciones de otras ciudades. Los dos restaurantes y el bar daban empleo a 450 trabajadores, casi todos inmigrantes procedentes de más de veinte países, entre ellos Egipto, Pakistán y Yemen. La mayoría de las víctimas percibía los salarios más bajos del sector. El diario The New York Times recoge las declaraciones de Asmat Ali, un cocinero de Bangladesh que se muestra decidido a reconstruir el World Trade Center: «Yo soy musulmán y creo que hemos de demostrar a los terroristas que no pueden someternos». Por su parte, Joseph Ameyaw relata que ha perdido a su esposa, Sophia Addo, de 36 años y natural de Ghana. Como otros empleados, ella aspiraba a más y estudiaba enfermería mientras ganaba 345 dólares a la semana por su trabajo. Cada mes enviaba buena parte del sueldo a sus padres y a su hija pequeña. Situación similar a la del dominicano Ramón Hidalgo, que mandaba dinero a su esposa y a sus tres hijos, residentes en Santo Domingo. Ahora está sin empleo, desesperado, pero puede vivir para contarlo.

El complejo de restauración tenía 450 empleados.

Echar un vistazo a las críticas gastronómicas que se han escrito sobre Windows resulta escalofriante por el humor negro que ahora pueden desprender algunas observaciones inocentes. Por ejemplo, el periodista Gordon Mott escribe lo siguiente en su artículo de cigaraficionado.com: «Sentado junto a uno de los inmensos ventanales que van desde el suelo hasta el techo, tienes la sensación de estar pilotando un gran dirigible sobre las ajetreadas calles de allá abajo». Sensación que no se disipa hasta al cabo de una hora, por lo que «no hay que preocuparse si tu acompañante rehúsa mirarte a los ojos porque tiene la vista clavada en la gaviota que planea o en el avión que acaba de aparecer en el horizonte». A juicio de Gordon Mott, lo mejor es, por este orden: la vista, la bodega, la carta de puros y, en cuarto lugar, la cocina. El periodista se queja de la capacidad del establecimiento, que «se resiente de tener que producir demasiados platos para demasiados comensales», y recomienda ir a lo más básico: abrir con ensalada o patés, seguir con carne o pescado a la parrilla y culminar con el tradicional New York cheescake. «No te equivocarás y además acabarás con energía de sobra para girar la cabeza y enfrentarte al impactante paisaje urbano». En cuanto a la oferta de vinos, Windows tenía fama de vender más botellas que ningún otro restaurante del mundo. Kevin Zraly, un joven representante de vinos, fue contratado expresamente para crear la mejor carta de Nueva York: en el momento del ataque, contenía 1.400 referencias y la bodega estaba valorada en más de 200 millones de pesetas [1.200.000 euros]. En sus comienzos, Windows fue tachado de elitista y, de hecho, por las mañanas funcionaba como club privado. Desde luego, los precios nunca fueron baratos, pero sin llegar al grado de intimidación que puede permitirse esta fascinante metrópoli. La destrucción del World Trade Center marca el fin de una etapa para la restauración neoyorquina: además de simbolizar el poder económico de Estados Unidos, Windows era, para miles de residentes, un lugar cotidiano y de confianza, «a place to eat».

(Extracto del reportaje publicado por Andoni Sarriegi en la revista Restauració en octubre de 2001)