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~ GASTROMANÍA (26): ‘No soc un dels vostres’, de Marc Casanovas

Ensayo sobre el restaurante L’Aram.

Confieso que ya apenas leo nada (o al menos nada nuevo) sobre gastronomía, pero Ara Llibres acaba de lanzar un ensayo que me ha ganado desde las primeras sílabas y he acabado engullendo como si fuera un snack esferificado. Casi trescientas páginas que se convierten en un bocado suculento y corrosivo gracias a la enjundia creativa que comparten el autor, Marc Casanova, y su protagonista, Àlex Montiel, cocinero de L’Aram y bajista de HHH.* Entre un pequeño restaurante de gestión familiar y un trío de hardcore, entre un sótano del centro de Barcelona y otro de Banyoles, transcurrió la aparente doble vida de este apóstata de la, así llamada, alta cocina [risas]. Tengo debilidad por los desertores y por los disidentes. Disidir es, según la definición más académica, «separarse de la común doctrina, creencia o conducta». En el rutilante submundo de la gastronomía ultraliberal, la norma más común es perseguir como un bobo los dones envenenados de la fama y del dinero, siempre con la lengua fuera, predispuesto y agotado. Codearse con el poder gastromediático y endogámico del Reino Fachenda implica corromperse torpemente: trabajar gratis para mayor gloria y bolsillo de los cuatro domadores, por ejemplo. Díscolo por naturaleza, Àlex Montiel le vio las orejas al lobo del absurdo y supo quitarse a tiempo. Antes del portazo, estudió hostelería, trabajó siete años de lo lindo en L’Aram, junto a su madre y su hermano, y luego voló en solitario al circo siniestro de los zulos con estrellas para acabar más flameado que el imprudente Ícaro. Con el tiempo, la quema se ha revelado despiadada y masiva: el sector se ha convertido en una fábrica caníbal de despojos… Y ahora hay que comerse los plumones.

Portada de Intelectual Punks, disco de HHH.

Antes he dejado caer que el personaje principal de No soc un dels vostres es Àlex Montiel, pero aquí me rectifico. En realidad, no se trata de una monografía sobre cierto chef, sino de la historia de L’Aram, «el hermano pequeño de los grandes restaurantes de nivel» en aquella urbe preolímpica que ya había rematado a Ocaña para encumbrar a Mariscal. Transición implacable del happening al diseño, los ochenta fueron un río de curso ascendente. Cuesta arriba y sin meandros, desde Rambla abajo hasta el escaparate global: «¡Barcelona, Barcelona! Te has olvidado de nosotros. Todos vamos a pagar por tu maldito prestigio. Eres una gran ciudad ante los ojos del mundo. ¿Dónde escondes la miseria y los mendigos?», brama HHH. Como consecuencia de ese enfoque, el protagonismo del ensayo es coral y destacan los papeles de la madre, la Cèlia; de la periodista Carme Casas, a quien se rinde un merecido homenaje, y de los cocineros Jordi Parramon y Sergi Arola, que guisaron codo a codo con Montiel. También hay secundarios de relieve, entre ellos Pierre Gagnaire, Philippe Regol, Ferran Adrià o Martín Berasategui, aquí en el papel de vampiro. Pero más que de nombres propios, lo que interesa es ver qué asuntos pone el autor sobre la mesa e ilustrarlos con declaraciones que se merecen un buen subidón de decibelios.

Àlex Montiel, en sus tiempos de L’Aram.

En referencia al voraz egocentrismo de los chefs, Àlex Montiel dice que su objetivo «no era ser un cocinero famoso, sino un buen cocinero, que es muy diferente». De ahí que nunca pisoteara cabezas ni chupara pipas en ferias y congresos para trepar al Olimpo: «Podría haber sido el relevo de alguno de los grandes cocineros -afirma-, pero me habría convertido en un perfecto imbécil.» Por algo le describe Sergi Arola como «el cocinero con más talento y menos ambición», una combinación letal y que conduce inexorablemente al ostracismo. Y por eso recuerda su trepidante paso por L’Aram como «contracultura gastronómica», en el sentido de que estaban «más cerca de la bohemia que de la industria». Bohemia que implica furia, intensidad, ganas, pero también sacrificio y entrega obsesiva. «De genialidad, nada de nada», remata Montiel. Recogiendo el guante, Marc Casanova recuerda que hemos pasado del anonimato del artesano invisible a la entronización social de los chefs, a quienes hoy se otorga por consenso «la categoría de genios con ayuda de los medios de comunicación». Lo que viene siendo crear messis (o cristianos), esto es, convertir a algunos merluzos en líderes de opinión. Sobre la etiqueta facilona de «cocinero punk» que ha veces se le ha colgado, Àlex Montiel no duda en rehusarla al ser muy consciente de que «no puedes trabajar para la élite [clientes de pasta] y pensar que lo que estás haciendo es un acto punk.»

Tatin de alcachofas y mollejas de cordero, un plato clásico de L’Aram.

Más temas sobre los que nos convendrá seguir hablando por un tiempo. Veamos, por ejemplo, qué nos dicen en estas páginas sobre la sobreexplotación laboral de chavales en prácticas o con contratos basura… ¡Chsss! Escuchen, por favor, a Carme Casas: «Hay muchos chicos y chicas frustrados en estos restaurantes de vanguardia, ya que los tratan a patadas». Según la periodista (y los chefs inteligentes), una cocina tendría que ser «un lugar artesanal y afable» y no un centro de «tortura constante donde se menosprecia a quienes menos se lo merecen». En la misma línea, Àlex Montiel critica que el vigente sistema de los superchefs y sus comederos de luxe se sustente «en la mano de obra gratuita que sale de las escuelas y en una posición de poder abusiva sobre el resto del equipo.» Y sobre otro tipo de abuso, el de la cocina conceptual y su tedioso storytelling, dice que «no hay nada más patético que las ganas de querer convencer a alguien de quién eres o de cómo cocinas», cuando son los platos  «los que han de hablar por ti sin necesidad de añadir nada». En 1993, L’Aram bajaba la persiana y seis años más tarde Àlex Montiel subía la de La Cuchara de san Telmo en la Parte Vieja donostiarra. Era el primer bar de pinchos cuya barra lucía totalmente vacía, detalle tan chocante como revelador, pues venía a decir que ahí mandaba la cocina caliente hecha al momento. Hoy sigue regentando a distancia esta gran taberna en cuyo toldo reza una leyenda incontestable: «Fuera del rebaño desde 1999».

* HHH o Harina de Huesos Humanos, nombre que hace referencia a los huesos calcinados de las víctimas de los campos de concentración nazis. El Tercer Reich los vendía para la fabricación de fertilizantes a empresas que se beneficiaban del exterminio.

~ ESTRENO EN POLLENÇA

Problema en

‘Problema en Pollensa’.

«Palma se había puesto de moda. El cambio era favorable. Todos, ingleses, americanos, iban a Mallorca en invierno. Todo estaba abarrotado». ¡Quién lo diría… y quién pudiera volver a decirlo! Agatha Christie publicó estas líneas en noviembre de 1935. La isla, ¡de moda en invierno! Sería lo lógico, pero los hoteleros hacen el agosto y bajan la persiana. La cita pertenece al arranque de su divertido relato Problem at Pollensa Bay, protagonizado por el detective Parker Pyne. El sábado estuve en el puerto de Pollença, cerca de donde se hospedó la escritora inglesa: el hotel Illa d’Or (Pyne se aloja en el Pin d’Or). Me acerqué a esta orilla, que sigue siendo una delicia, para seguir la pista de un joven chef que acaba de volver a la isla, Álvaro Salazar. Le fiché hace cinco años, cuando formaba parte de la brigada del Formentor, hotel que Agatha Christie define en Problema en Pollensa como un «centro de la plutocracia», con precios «tan elevados que hacen vacilar incluso a los extranjeros». Su última plaza en Mallorca fue el Parr, que no llegó a cuajar en Cala Rajada. De ahí al Salterius, en la pudiente Majadahonda (Madrid). Estuvo entre los diez finalistas del concurso San Pellegrino Young Chef para España y Portugal. Y el 4 de junio inauguró, en primera línea del puerto pollencí, los fogones del Argos, restaurante del hotel La Goleta, recién botado.

Pulpo con tomate, patata, ajo negro y cerveza de trigo.

Pulpo, tomate, patata, ajo negro y cerveza, del Argos.

No tiene por qué ser un problema que funcione en esta bahía un restaurante de cocina contemporánea como el Argos. Hay público suficiente, al menos seis meses al año, y la competencia escasea. Nadie le hace sombra en el municipio, excepto Rafa Perelló en Son Brull, hotel campestre con una gastronomía de muchos quilates. El problema, como de costumbre, será consolidar un equipo (está como segundo Pau Navarro) y mantener una línea. En la cocina del andaluz Álvaro Salazar, los sabores resultan familiares. Están más cerca del Mediterráneo que del río Kitakami. Una de sus pocas concesiones al boom oriental es el sunomono de marisco. Casi todo lo demás barre para casa: sedoso salmorejo de melocotón con extracto de ibérico (panceta de Joselito picada a cuchillo), huevas de arenque y toques mentolados; sardina curada y ahumada con su helado; tallarines de sepia con jugo de sepia encebollada e hinojo; lomo de salmonete en caldereta con mousse de almendra y piñones garrapiñados; raya con su jugo tostado, cebolleta, cacao, haba tonka y helado de alcaparrón (flirteando con la vanguardia); cochinillo deshuesado con crumble de algarroba y crema de orejones-jengibre, etcétera. El menú de cinco platos, contando aperitivo y postre, va a 40 euros (bebida, aparte). Cita como cocineros relevantes en su carrera a Francis Paniego (Echaurren), Benito Gómez (Tragabuches, hoy en TragaTapas), José Carlos Fuentes (La Seda, hoy en Tierra) y Manuel Berganza (Sergi Arola, hoy en el neoyorquino Andanada). Como puede verse, los cocineros son gente inquieta y con fuerte tendencia al nomadismo laboral, algo comprensible cuando aún no se llevan cumplidas las treinta vueltas al sol, caso de Álvaro Salazar. Espero que este proyecto vaya para largo y no me toque contratar los servicios de Parker Pyne para localizarle en invierno.

~ KIKO MARTORELL, ‘BATERÍA’ DE COCINA

Lomo de cerdo negro embuchado con rebozuelos y migas de ajo y sobrasada.

Lomo de cerdo negro con migas de ajo y sobrasada, rebozuelos y emulsión de ajo negro, de Ca’n Boqueta.

Con demasiada frecuencia, los chefs se presentan o son presentados como estrellas del rock. Posan con cara de malos, le dan a la coca, van de artistas, visten marca, se codean con la flor y nata y ganan lo que no está escrito con cuatro asesorías a distancia. Lo que ya no abunda tanto es el cocinero que a su vez sea músico o lo haya sido. El caso más sonado es el de Sergi Arola, que ha sido guitarrista de Los Canguros y Joe Ray, y además ha dado de comer a Lou Reed y Tom Waits. Paul Weller declinó su invitación, confesándole que prefería un pincho de tortilla. En Mallorca, Santi Taura (bajo) y Kiko Martorell (batería) formaron parte de Barram (dentadura), banda mallorquina de grind metal payés que en 1999 grabó el cedé Arrels, con guantazos sonoros como Saïm vermell (manteca roja), Bollit (cocido), Karn industrial, Matances o Pamboli (pan con aceite), a cual más destroy. Se autodefinieron como una mezcla de noise, folk balear y chillidos de cerdo. En otra onda, Taura también tocó y cantó en Unabomber y en Los Guacamole, grupo de rock que giraba por verbenas de pueblo. No es fácil imaginarse al bueno de Kiko, chef y señor de Ca’n Boqueta, metiendo esa tralla en Barram, pero las apariencias engañan. Y engañan siempre.

'Arrels', primer y único disco de Barram.

‘Arrels’, primer y único disco de Barram.

Por suerte, Kiko Martorell es el antiartista y ve a los cocineros como «currantes antes que autores». Afirma que trabaja «como un artesano», es decir, «sin miedo al trabajo». Para guisar, dice, bastan «dos manos y un poco de coco». Trabajar siete temporadas en hoteles de costa es muy buen remedio contra la vanidad. Su cocina no es tan inclemente y rabanera como los temas de Arrels, pero comparte esa misma energía. Hay descargas de sabor, ímpetu, veracidad y simpatía por la tradición. Los platos están bien empastados –como se diría de las voces de un coro– porque el chef sabe condimentar, reunir sabores y afinarlos. Un ejemplo: el lomo de cerdo negro embuchado con migas de ajo y sobrasada, rebozuelos, aceite de piquillos y emulsión de ajo negro. Sensacional, la textura de la carne, que consigue con un doble proceso de adobo y condimentación en bolsa (o buche) de vacío: primero 24 horas con sal y azúcar, más romero, pimienta y piel de limón, y luego otras 24 horas con pimentón. Una muestra de la habilidad artesana de Kiko Martorell en Ca’n Boqueta. Abrió el restaurante a finales de 2010 y en cuatro años lo ha situado, sin hacer ruido, como uno de los punteros del valle de Sóller.