~ GASTROMANÍA (27): ‘Nagori’, de Ryoko Sekiguchi
Mucho mindfulness de pago y mucho zen de salón, pero luego quieren comer tomates o beber naranjada natural durante todo el año. Con resultado de vergüenza ajena, yo he asistido estupefacto a ridículas pataletas de presuntos gastrónomos (de alta alcurnia y posición) porque no les servían una ensalada de tomate en diciembre o un zumo de naranja en agosto. No les bastaba la obviedad aplastante del motivo: no hay tomates en diciembre (excepto el de ramellet), ni naranjas en agosto y donde menos hay es justamente en tierra de tomates y naranjas. Sin embargo, al menos en Mallorca, si pides tomates en agosto y naranjada en diciembre, no te pondrán pega y gozarás de lo lindo. Por una mera cuestión de respeto y de lógica, hay que saber estar donde se está y en el momento en que se está. Y no andarse con caprichitos patéticos de ignorante ricachón. Yo soy un adepto radical de la estacionalidad y celebro a su debido tiempo la fugacidad de cada ingrediente: ahora el níspero, con su dulce acidez, o la efímera y jugosa mora de árbol que, blanca o morada, nos anuncia la llegada del verano. El retorno anual de aromas y sabores no da tregua al hedonista paciente, que es recompensado con las sensaciones y emociones que cada alimento le despierta cuando corresponde: en junio, por ejemplo, morderé de nuevo el primer albaricoque… y resucitarán mis abuelos. Puede que en las grandes capitales -y ya en las más pequeñas- haya de todo todo el año y esa abundancia insípida haga a sus habitantes mucho más antojadizos y desgraciados. La estacionalidad es el tema que trata la escritora gastronómica Ryoko Sekiguchi en Nagori, término con que los japoneses designan tanto al fruto tardío, a veces sobremadurado, como al final de la temporada, pero también a la huella de algo pasado- incluyendo secuelas-, a lo que subsiste y se prolonga por un tiempo o a lo que empieza a despedirse sin vuelta atrás. El nagori expresa también «el deseo de permanecer en la estación». De niño, mediados de septiembre fue siempre mi nagori más pronunciado del año, pues significaba decir adiós al verano, siempre a regañadientes: tocaba regresar a la ciudad y a las tediosas obligaciones escolares. «En el nagori -señala la autora- se entreveran apego, nostalgia y temporalidad». Mayo es el mes en que las naranjas viven sus últimos días, su momento nagori. Habrá que esperar a noviembre y, mientras tanto, volver a olvidarlas para propiciar un intenso y feliz reencuentro con ellas.
Aunque en Mallorca nos toca vivir, al menos en teoría, cuatro estaciones, cada vez se diluye más el protagonismo de otoño y primavera. Si el caos climático sigue a este ritmo frenético, en unos años tendremos sólo dos, como en la sabana tropical, pero aquí serán la estación tórrida (de abril a diciembre) y la tibia (de enero a marzo). Ryoko Sekiguchi nos recuerda lo fácil que es hoy cambiar súbitamente de estación con sólo coger un avioncito: absurdos y ventajas de la mal llamada industria turística y del consumismo viajero. La autora no renuncia a las ventajas del comercio global, que nos permite importar puntualmente un alimento malogrado en casa por la adversidad del clima, y lanza una incómoda pregunta: «¿Cuántos de nosotros conocemos la estacionalidad del [omnipresente] kiwi?» Para escapar tanto al tiempo biológico (lineal e inexorable) como al tiempo cíclico de las estaciones están los métodos de conservación tradicionales, que permiten inmovilizar los alimentos y darles longevidad, de tal modo «que un cuerpo perecedero exista durante más tiempo», más allá de la temporalidad que le correspondería. Esta reflexión me recuerda un delicioso plato de Ricard Camarena que probé en abril: tomate en semiconserva (exquisito) con nata de oveja y za’atar de especias, una forma de anticiparse al verano sin hacer trampas ni renunciar al sabor. A veces, el anacronismo alimentario merece mucho la pena. De todos modos, y a pesar de todas las conservas, nunca está de más saber esperar, pues, como anota la escritora japonesa, «las estaciones y los reencuentros que éstas prometen una vez al año sólo pueden regocijarnos». O en palabras de Ernst Jünger en El libro del reloj de arena, «el tiempo que retorna es un tiempo que trae y restituye cosas», entre ellas los sabores añorados, puntuales como «obsequios» a su cita anual. En una era hiperacelerada, estúpidamente digital e individualista, ajena al tempo de la naturaleza, Ryoko Sekiguchi nos recuerda que «las estaciones son puentes que nos vinculan con los demás seres vivos». Por ejemplo, y como señala Jünger en el citado ensayo, las plantas son capaces de marcarnos no sólo las estaciones del año, sino también las horas del día. Esto puede observarse en la vida que concita el exuberante reloj floral de un jardín botánico, cuya esfera luce repleta de flores diversas: «Es un reloj para abejas: para ellas van abriéndose a cada hora cálices diferentes, hasta el momento en que llegan las mariposas nocturnas a relevarlas.» Tal como ahora, en mayo, el níspero en nagori va dejando paso a las refrescantes moras de árbol. No tardará en llegar -para quien viva- el tiempo de los tomates.