~ ‘AURRESKU’ PARA UN ARTESANO*
Ni fama, ni doblones, ni medallas u otras baratijas. ¿Qué es lo mejor que le ha dado a Hilario Arbelaitz su oficio de cocinero? La amistad, esto es, los amigos. Así lo ha expresado él mismo públicamente y así nos lo ha contado a quienes hemos tenido el placer de conversar con él en las tranquilas sobremesas del Zuberoa. Su tranquila y sincera cordialidad da sentido y credibilidad a esa declaración de principios. La mesa es, al fin y al cabo, un lugar donde despreocuparse, pasárselo bien y afianzar los afectos. Placeres gastronómicos y amigos suelen ir de la mano, pero el arte está más en el cultivo de la amistad que en cualquier pirueta (iba a poner piruleta) culinaria. La amistad es, para mí, la forma más refinada del amor: sus lazos son firmes, pero no aprietan. Y como decía Montaigne, la verdadera amistad no se mezcla ni enturbia con “causas, fines y frutos ajenos a ella misma”. Quien prefiere un amigo a todos los honores, ese demuestra un talento superior. Hablando de arte, diré que no soy partidario de la consideración de la cocina como tal. Ningún plato llegará a ser nunca ni la mera sombra de un retrato de Rembrandt, una suite de Bach o un cuento de Chéjov. El cocinero expresará más o menos su personalidad, pero sin llegar a alcanzar determinados niveles de emoción y universalidad. Por eso, me sorprendo al observar las ínfulas artísticas de tal o cual cocinero. La prensa, cada vez más ramplona, tiene buena parte de culpa en esa absurda entronización. ¡Como si le faltara algo a ser un excelente artesano! Concentrado en lo suyo, que es guisar, Hilario Arbelaitz nunca ha ido ni de estrella, ni de genio, ni de nada. Jóvenes cocineros que han trabajado a sus órdenes –y ahora despuntan– le definen como un profesional serio, humilde y riguroso.
Más que crear algo nuevo, él ha preferido ahondar en los sabores arraigados, revisar y retocar (para bien) todo su pasado. Ese apego a la tradición le ha llevado a ser, de entre los grandes cocineros vascos, el que mejor ha reflejado la idiosincrasia local y el que mejor ha sabido congeniar raíces y vanguardia. Conectado siempre con el fuego, no falta ni un día a su puesto de trabajo y dice añorar los tiempos en que “se cocinaba con corazón”. A la hora de hablar de su trayectoria, siempre tiene un recuerdo para su madre, María Irastorza, con quien trabajó durante doce años. No se le olvida lo que ella le dijo cuando tenía veinte años (su padre acababa de morir y él había dejado los estudios): “Si quieres ser cocinero, ¡estate en la cocina!”. El primer plato que aprendió con ella fueron los morros en salsa con puré de patata, aún en carta. El chef Maurice Isabal, del hotel-restaurante Ithurria (en Ainhoa, Lapurdi), le reveló, a principios de los 80, una cocina más refinada. Consecuencia directa fue el foie-gras con caldo de garbanzos, berza y panes fritos, otro de los inmortales del Zuberoa. Los platos de Hilario Arbelaitz son siempre una celebración del sabor. La fidelidad a los sabores de la tierra y la devoción por el buen producto desembocan en una cocina sólida, concreta, noble y terrenal, en las antípodas del experimento trivial. Una cocina laboriosa, hecha a base de lentitud, de paciencia, de fuego dulce, y que concilia refinamiento con suculencia. De ahí su admirada mano de santo para cremas, compotas, purés, veloutés y demás salsas sedosas. Después de 43 años de dura faena, dos cosas siguen siendo importantes para el maestro de Oiartzun: las estaciones, cada una con sus alimentos fugaces, y mantener la ilusión y la fortaleza para seguir haciendo las cosas bien, cada día, al pie del fogón.
* Ante el cierre del restaurante Zuberoa, me sumo al homenaje unánime y coral a Hilario Arbelaitz y familia con este artículo. Escrito en 2015 para el catálogo de Madrid Fusión, finalmente restó inédito al no participar el cocinero vasco en aquella edición del congreso.
** Este dibujo de Xavi Sepúlveda fue publicado en la edición 2015 del anuario de cocina que Antonio Vergara realizaba para el diario Levante y que fue prologada por Hilario Arbelaitz.