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~ VOLVER A EMPEZAR EN VALENCIA (y II)

Garbanzos, calamar y jugo de cerdo, de Fierro.

Como iba contando, la vuelta a la movida vida congresual me obligó a un baño de multitudes en Mediterránea Gastrònoma, reencuentro profesional que nos hizo recordar a todos mejores tiempos pasados. Años libres de virus industriales, tiempos salvajes, sin desmedidas restricciones de todo jaez (no escatiman ocasión para desandar lo andado), ni burdas imposiciones ni inyección diaria de pánico informativo en versión uniformada. Por momentos, y conforme se iba animando el ambiente, aquello se parecía mucho a 2019… ¡Y hemos sobrevivido para narrarlo! El viaje no pudo empezar mejor, ya que me tocó cenar en un querido taller del barrio de Russafa: Fierro. Cincuenta y siete metros cuadrados que Carito Lourenço y Germán Carrizo alquilaron en 2015 como oficina y local de ensayos culinarios sin público. Seis años después es uno de los restaurantes con más sabor de Valencia, tanto por cocina como por ambiente. Estrenaron en esta gran ciudad el menú largo en mesa única para doce comensales, todos a un tiempo: como recibir en casa y sin protocolos añadidos. Por desgracia, la enfermedad de moda ha llevado a atomizarlo todo y ahora los doce (o trece) comensales se reparten en corrillos, pero la atmósfera mantiene ese mismo tono, cálido y risueño, de experiencia compartida. Fueron 17 pases -como un álbum doble de 17 canciones- servidos en directo, a muy buen ritmo y con una corista de lujo: la sumiller Eva Pizarro. Y como ejemplo de plena simbiosis entre sólido y líquido, uno de los tres prepostres vegetales: maíz a la brasa y en helado con cacahuete, ajonegro e hidromiel de brezo de alta montaña elaborada por Moncalvillo en Daroca de Rioja: una balada folk intensamente delicada. Con más decibelios sonaron otros platos de más riesgo: sorprendente erizo con robellón y plátano (emulsionado con curry de Madrás), delicioso pató azulón de la Albufera con salsa de gazpacho manchego o figatell de calamar (originalmente, un embutido porcino que se consume fresco) con garbanzos (en hummus y espuma) y jugo de pies de cerdo, acertada versión fría de un guiso mar-y-montaña. Sonó todo perfectamente afinado y empastado: Fierro es una gran banda que se degusta de cerca. Cocina de búnker o, mucho mejor dicho, de café-teatro, de cava musical.

Cartel de Josep Renau para Lux Film.

Ya en el recinto de Gastrònoma tuve ocasión de probar varios bocados magistrales en la zona de Barras Gourmet. Entre ellos, el taco crujiente de ají de gallina, guiso que Nazario Cano (Odiseo) se aprendió al dedillo durante su etapa limeña, y la berenjena frita con anguila, de Miquel Barrera (Cal Paradís), que presentó la cocina de su nueva plaza en Castelló capital, El Rebost. Más platos que no puedo dejar en el tintero: el soberbio pâté en croûte con pato, foie, higos y pistachos con que Albert Boronat (Ambassade de Llívia, Girona) abrió la cena a cuatro manos junto a Carlos Julián, chef residente del restaurante Ampar. El chef catalán también se encargó de poner la guinda perfecta a esta velada con otro hit de la cocina mundial: babá al ron con crema chantilly. Como necesito estar en constante movimiento y cambiar de actividad cada poco rato, no fue todo mover el bigote. Valencia, que en noviembre es una inabarcable agenda cultural, me dio la oportunidad de descubrir los combativos fotomontajes antifascistas de Josep Renau, hasta enero en el IVAM; el talento de la actriz Laura Romero, una de Les tres germanes de Chéjov en el Teatre Micalet; los impactantes cortos experimentales de Jean-Gabriel Périot, protagonista de la función de clausura del festival DocsValència, y las correspondencias estéticas (polémicas al margen) entre Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. También fuera de programa, y por recomendación del cocinero y gourmand Bernd Knöller (Riff), descubrí uno de esos restaurantes al que sabes que -más temprano que tarde- volverás: Yarza, abierto en el barrio del Eixample en marzo de 2018, cuando la vida era alegre (más o menos) y no nos perseguía la Gestapo farmacrática con su interminable catálogo de novedades. Manu Yarza te inyecta materia prima apenas manipulada: su cocina de mercado podría etiquetarse, si hiciera maldita falta, como low intervention. No es que sea un zángano, porque hay mucha faena previa, pero tiene la virtud de no querer convertir los tomates en cubos perfectos. Muchas sugerencias del día, por tanto, que son la sal y el yuzu de un buen ágape cotidiano: en mi caso, ortiguillas fritas, navajas gallegas con salsa holandesa, sepionets con vinagreta de piñones, fabes con berberechos y torrija caramelizada. Espero volver el próximo noviembre, como muy tarde, para probar uno de sus arroces en perol y alguna de sus especialidades de casquería. A pesar de la mascarilla, Valencia en noviembre es un chute de oxígeno libre de patógenos y salmodias mediáticas.

La torrija caramelizada de Yarza.

 

 

 

 

 

 

 

~ VOLVER A EMPEZAR EN VALENCIA (I)

Rafa Zafra, chef de Estimar, durante su ponencia.

Vuelta a empezar muy en serio, que es como decir con alegría. La última edición del congreso valenciano Mediterránea Gastrònoma (opto por la paridad lingüística de acentos) ha sido como meterse en la máquina del tiempo y pulsar dos pisos para abajo: un viaje retrospectivo, un flashback profesional, la alegre excursión de un saltapatrás. He vuelto a vivir, al cabo de casi dos años (de todo hace ya dos años), lo que es estar en un auditorio de bote en bote, rodeado de aplicados periodistas y estudiantes entusiastas. Mucho, mucho barullito, todo a rebosar de respetable… Sensación de normalidad, carcajadas y achuchones por doquier en esta mágica edición del reencuentro, sin miedo al virus feroz con que han querido asustarnos y aislarnos. Aprovechando interines y entreactos, volví a compartir momentos con queridos colegas de oficio y con grandes cocineros que no se las dan de artistas, como Nazario Cano, Miquel Barrera, Ricard Camarena, Cristina Figueira, Raúl Resino o Bernd Knöller, quien se marcó en su ponencia a cuatro manos una remolacha asada con su kvass (bebida fermentada), mantequilla de oveja y hierbas. La parte líquida corrió a cargo de Luis Arrufat, del Basque Culinary Center.

Menestra con mole, de Paco Morales (Noor).

Y en el backstage o trascenio (que no es un elemento químico), probé el delicioso mole con que Paco Morales adereza su menestra (aprendió del mexicano Paco Méndez) y charlé con Rafa Zafra sobre Casa Jondal, su chiringuito deluxe ibicenco. Este chef sevillano presentó en su divertida charla -junto a Rafa Morales- dos secuencias basadas en sendos frutos del mar: ¿por qué no comer erizo al natural, en suquet, en tartar con gamba, frito con besamel (como los tigres), con guisantitos a la brasa más yema de codorniz o a modo de canapé con pan, panceta y caviar? ¿Y por qué no gozar del percebe en salsa verde (sin abrir), a la brasa (tres minutos), cocido en agua de mar y en gabardina (rebozado con pasta orly)? Panoplia de técnicas culinarias para un mismo ingrediente, que no es cuestión de limitarse ni mucho menos de aburrirse. No asomará el aburrimiento, a buen seguro, en la próxima edición de D*na, festival gastronómico de Dénia que presentó a lo grande Quique Dacosta y que este año se dedicará a «restaurar a los restaurantes» y reivindicará «la función vivencial de la restauración»: la convivencia -en vivo y en directo- en torno al comer. Haciendo justicia, el protagonismo recaerá en los establecimientos de hostelería -tan castigados por las restricciones- y en los pequeños comercios agroalimentarios de esta villa alicantina, punta de lanza de una de las mejores gastronomías del Mediterráneo.

Lleno hasta la bandera en la presentación de D*na a cargo del cocinero Quique Dacosta.

 

~ REENCUENTRO CON VALÈNCIA (I)

La ventresca ahumada con agujas, de Nazario Cano.

Si me gusta viajar, es ante todo para poder regresar: prefiero reincidir, ahondar, a descubrir por descubrir. De ahí que vuelva a escoger año tras año como destinos -para paliar esa extraña nostalgia de los lugares- ciertas ciudades populosas e inagotables, entre las que se cuenta València. Aunque una aldehuela o una barriada también puedan resultar infinitas, aquí me declaro urbanita y asfáltico. También debo admitir que ya no me gusta alejarme demasiado, sino dar prioridad al entorno, sobre todo en términos de indagación gastronómica. La urbe me atrapa como laberinto, como espacio para deambular vagamente orientado. Si me pierdo del todo, abordo a algún paisano para que intente reconducir mis pasos. Este lunes me sentí realmente perdido al no dar con El Cárabo, una de mis queridas librerías de lance. Después de vacilar y recular, no tardé en confirmar mis sospechas: cerrada por traspaso y reconvertida en bar insulso. Gracias a Zeus, ha sido el único disgusto del viaje. En el otro extremo, el positivo, el relanzamiento a lo grande del congreso Gastrónoma gracias al impulso institucional y al empuje de Cuchita Lluch, de la Real Academia de Gastronomía, y de Maje Martínez, directora de contenidos. Densa y trepidante programación de ponencias, catas y talleres, con varios escenarios simultáneos y en la que destacó -al menos en mi agenda particular- la comida ofrecida por Nazario Cano (El Rodat) y Rubén Escudero, del Manko, restaurante parisino de Gastón Acurio. El cocinero afincado en Xàbia elaboró, entre otros platos, una navaja con horchata salada de maíz, una ventresca de atún ahumada al regaliz (con agujas) y acompañada de su civet a modo de salsa, y como postre, su genial hojaldre de berenjena con limón. Por su parte, Escudero sorprendió con un ceviche caliente de alas de pato con desmigado de buey de mar y tuétano.

Ricard Camarena, durante su ponencia en el congreso Gastrónoma. Fotos: Alberto Saiz

Otro cocinero enamorado de Xàbia y que dejó un espléndido sabor de boca a su paso por Gastrónoma fue Borja Susilla, del restaurante Tula. Ofició como coprotagonista del menú ofrecido por jóvenes chefs alicantinos, junto a Nanín Pérez (Mauro), Kiko Lázaro (Belvedere) y Jorge Moreno (Voraz). Susilla elaboró un plato meloso y suculento a base de alcachofa y caballa, así como el postre final, una sutil combinación de chirivía, piñón, mantequilla negra y cítricos. La provincia de Alicante sigue dando mucho que hablar y se mantiene por derecho propio en lo más alto del candelero gastronómico. Fuera del recinto ferial, acudí a dos cenas de prensa: en Ricard Camarena y en La Salita, de Begoña Rodrigo. Del primero, destacar su inconfundible e influyente estilo de vanguardia inspirada en casa: tomate, apio bola, alcachofa, oliva, anguila, gamba roja, higuera, calabaza, arroz, mandarina… La despensa valenciana transfigurada por su genio cítrico, con picos de sabor como la berenjena glaseada con mostaza y sándwich de cartílago de vaca, o el postre picante de mango, curry, hierbas y semillas. Sólo eché en falta una mayor participación de David Rabasa, sumiller insustituible que esa noche estuvo -por así decirlo- en el banquillo. Y en casa de Begoña Rodrigo se vieron tanto técnicas interesantes, caso del rape curado en arroz, como platos redondos, entre ellos el ajoblanco (en crema y helado) con caballa y puré de berenjena a la llama; el salmonete con carbonara de sus higadillos y tirabeques, o el falso risotto de all-i-pebre con apio bola a la sal e hinojo encurtido, algo falto de cremosidad pero profundamente sabroso. Auténtica galeria de personajes, a cual más salado, en la brigada de servicio que comanda Sergio Rodrigo, hermano de esta chef con nervio, temple y agallas.

Salmonete con carbonara de sus higadillos, de La Salita.

 

~ EL DELIRIO SUCULENTO

Nazario Cano, un cocinero de culto.

Nazario Cano, chef del hotel El Rodat.

Hijo de cocinero y nieto de salazonero, el alicantino Nazario Cano empezó a cocinar a los nueve años y cosechó una estrella Michelin en la edición de 2018 para El Rodat, gran hotel de Xàbia, en la Marina Alta. Tras una larga y errante trayectoria, desde 2015 aquí es donde piensa, imagina, ensaya y, sobre todo, guisa. Los platos de este chef tranquilo -y de imaginación en  ebullición constante- pueden adoptar una apariencia excéntrica, pero encierran una naturalidad y una sutileza casi orientales. Ahí están su caldo de médula de atún o los etéreos chips de pulpo seco. Todo parte, en su caso, de un diálogo sostenido, paciente y respetuoso con los productos, casi todos del mar. A ratos desconcertante, a ratos hermético o extremista, en su cocina hay tanta reflexión como intuición. Lo suyo es vanguardia conceptual desde el guiso: el delirio suculento de un chef de culto.

¿Cuáles son los recuerdos más viejos que guarda en relación a la cocina?

Los más antiguos, que se remontan a mi infancia, serían los olores a puerto y a salazones, que siempre relaciono con mi abuelo paterno. Y ya a partir de los nueve años, cuando entro de ayudante en La Goleta, donde mi padre era cocinero, el olor a carbón y también a los caldos de pescado para los arroces marineros, como el de salmonetes y cebolla, que se hacía en barro.

 ¿Qué fue lo primero que tuvo que hacer como pinche?

Cada día, a las ocho de la mañana, tenía que alimentar de carbón la cocina y luego afilar bien los cuchillos de toda la brigada. ¡Ah, y a los jefes les escondía siempre entre sus cosas una copita de brandy! Eso era a principios de los 80. Ahora se echa  un poco en falta ese ambiente de naturalidad, más humano y más espontáneo.

¿Quiénes han sido sus principales maestros de cocina?

Como cocineros más influyentes, además de mi padre, que fue arrocero jefe de El Delfín, he de citar a Martín Berasategui, con quien entré a trabajar antes de cumplir los veinte. Me acuerdo muy bien de varios platos, como la liebre a la royal con puré de ciruelas. Ahí aprendí mucha técnica y también a ser detallista, meticuloso… El tercero sería Manolo de la Osa, que me descubrió todo el mundo de los guisos antiguos, bien trabajados y suculentos. Cocinar en Las Rejas era como estar en un I+D pero con ollas.

Pero hay muchos más en su carrera…

Sí, claro, desde mis inicios con Ramón Roteta, que me descubrió la nueva cocina vasca, hasta Ferran Adrià, con quien aprendí a valorar la constancia mental y el tener siempre ese espacio para pensar… Tampoco puedo olvidarme de lo que me aportaron Jean-Louis Neichel, sobre todo a efectos de disciplina laboral, y Norberto Jorge, con quien tuve ocasión de visitar los mejores restaurantes de Francia, un país que siempre ha sido un gran referente para mí. En Casa Benigna teníamos una espléndida biblioteca culinaria y yo cada noche me dormía leyendo en una silla mientras los clientes alargaban hasta las tantas su sobremesa.

Todo eso más su estancia de cuatro años en Lima, ¿no? ¿Por qué escogió Perú?

Mi obsesión por aprender me llevó hasta allí. Necesitaba parar y salir, tomar distancia y vivir una experiencia gastronómica. Veía el potencial de la alta cocina peruana y me atraía mucho su increíble despensa. Quería renovarme como cocinero.

¿Y qué enseñanzas se trajo de allá?

Sobre todo, el respeto con que tratan al producto. Es una cocina muy natural, con muchísimo sabor y en que la técnica siempre está supeditada a los ingredientes. Aprendí que hay cosas que apenas hace falta tocar, ingredientes humildes que hablan por sí mismos. Yo ahora busco también en mi cocina esa naturalidad.

¿Qué importancia le da al territorio, al entorno?

¡Toda! Para mí, Alicante es una forma de ser, es mi documento de identidad. Me inspiran mucho el mar y el mercado, que es de lo que más me motiva: ver esos pescados increíbles, las salazones… Y también me estimula el hecho de que tengamos tantos cocineros buenos en la provincia.

Quisquilla, jugo de zanahoria y ají amarillo.

Quisquilla, jugo de zanahoria y ají amarillo.

¿Cómo se inspira para crear un plato?

Bueno, la creatividad depende mucho del estado de ánimo: no puedes forzarla. En ese sentido, creo que es mejor trabajar sin ansiedad. Por ejemplo, yo dejo una cáscara de ostra en una mesa de la cocina, a la vista, durante cuatro días, y durante todo ese tiempo la voy viendo, paso por delante y la observo… y lo más probable es que al final me inspire y se me ocurra algo.

Eso es confiar firmemente en el producto…

Sí, sí, es como cuando un escultor te dice que la propia piedra –o la madera o lo que sea– es la que le guía. La materia prima te va dando pistas, te dice por dónde ir y lo que puedes extraerle.

¿Y qué le ha contado esa concha de ostra?

Pues se está gestando un plato con los tendones, que siempre se han desechado y tienen una textura muy peculiar y un sabor increíble. ¡Vamos un momento a la cocina a probarlos!

¿Dónde sitúa entonces la técnica?

¡Hay que tener mucho cuidado con la alquimia! Para mí, la técnica significa freír, asar, cocer, saltear… Secar un tomate, o un pescado, es una técnica. Es importante que no perdamos de vista que la cocina es un oficio artesano. Por eso es bueno que se te quemen las cosas, probar, trabajar, equivocarse… Además, lo imperfecto también puede inspirarte y puede surgir algo nuevo de un error.

¿Tiene mucho apego por la tradición?

Claro, no hay que perder nunca las raíces: si no fuera por mis orígenes, yo hoy no sabría guisar. Además, basta entrar en mi cocina, donde siempre hay pescados colgados que te hablan de toda esa tradición local de la curación de alimentos.

 ¿Qué cualidades destaca en un cocinero?

Yo valoro que su cocina, su estilo, tenga una identidad personal. Y a la hora de trabajar, aprecio rasgos como la constancia, la dedicación y la humildad. Creo que así como hay escuelas de cocina, tendría que haber también escuelas de humildad.

Cuando está creando un plato, ¿hasta qué punto tiene en cuenta al comensal?

Por un lado, soy consciente de que el cliente, cuando acude a lugares como El Rodat, busca experimentar, comer algo que sea distinto, que le sorprenda… Pero por otro, yo no quiero perder esa cocina del sabor, que a todo el mundo le llega de forma tan inmediata. Hay que buscar ese equilibrio. El objetivo es hacer feliz al comensal y darle de comer. Para conseguir eso, también es muy importante que el cocinero disfrute con su oficio.

Arroz de galeras y té matcha.

Arroz de galeras y té matcha,

~ PLATOS REDONDOS 19: «Yo, a los seis años» (Nazario Cano)

"Yo, a los seis años", de Nazario Cano.

«Yo, a los seis años», de Nazario Cano.

El genio de Nazario Cano se está templando (lo justo y para bien) pero no deja de sorprenderme a cada nueva visita que le hago en El Rodat, su cuartel general desde 2015. Destaco este curioso plato -con un punto naïf– porque tuve el honor de estrenarlo, detallazo que siempre le agradeceré a este chef imprevisible y benditamente sonado. Nazario rinde aquí homenaje a los sabores de su niñez, ligada íntimamente al mar y a la cocina alicantina. También es un tributo a sus progenitores y, más concretamente, al arroz de tellinas y lapas que hacía su padre, cocinero en La Goleta y El Delfín; y al agua de arroz (con merluza y ajo) que le preparaba su madre. El plato asemeja un fondo marino sobre el que se dibujan motivos infantiles. Sobrecuece arroz en un fumet de marisco y vegetales de mar, entre ellos la spirulina, alga para astronautas que aporta ese intenso color verde, entre esmeralda y albahaca. Filtra la preparación por una estameña y obtiene un caldo gordito y rico en fécula de arroz. Sobre el mismo, traza caracolas, peces y ramas de codium gracias a diferentes jugos de mar elaborados con lapas, galeras, berberechos… El resultado es una sopa viscosa, aterciopelada, de sabores yodados y apariencia psicodélica. Como su niñez, que discurrió entre el puerto de Alacant y los fogones de su padre, también de nombre Nazario y uno de sus maestros de cocina, junto a Manolo de la Osa y Martín Berasategui. La bondad reflejada en un plato marinero de cuchara.

~ DOS COCINEROS DE CULTO (I): NAZARIO CANO

Nazario Cano emplatando bajo la atenta mirada de su fiel segundo, Héctor Garrigues

Nazario Cano (dcha.) y su segundo, Héctor Garrigues.

Encargos periodísticos varios me han hecho volver a la terreta alicantina y uno no ha puesto ni pega ni pero ni impedimento alguno: sólo buenas caras y entusiasmo a espuertas. Me gusta volver a los lugares y aún más si es en misión secreta que pueda convertirse en juego y andanada de placer. En este caso, debía dar con dos queridos cocineros de culto, ambos lo suficientemente bondadosos e inadaptados como para caerme muy bien. Primera parada en un escondrijo de Xàbia para revisitar el hotel donde cocina desde 2015 Nazario Cano: El Rodat. Aquí se guisa, se imagina y se delira (sin desvariar) porque la cabecita de este chef no para quieta ni una décima de segundo. Empezó en el oficio a los nueve años, con su padre, y desde entonces no ha podido con la rutina y el aburrimiento impuestos. Los platos de este chef tranquilo pueden adoptar una apariencia excéntrica, pero encierran una naturalidad y una sutileza casi orientales. Ahí están su caldo de médula de atún (quintaesencia del cimarrón del mar) y los etéreos chips de pulpo seco. Todo parte, en su caso, de un diálogo sostenido, paciente y respetuoso con cada producto, al que interroga como si fuera un oráculo o la famosa calavera. A ratos desconcertante, a ratos hermético o extremista, en su cocina hay tanta reflexión como intuición. Conoce el oficio muy a fondo gracias a los maestros que le han ido adoptando, entre ellos Martín Berasategui y Manolo de la Osa. Para Nazario Cano, la técnica significa freír, asar, cocer, saltear… Y así resume su experiencia en Las Rejas: «Era como estar en un I+D pero con ollas». Lo suyo es vanguardia conceptual desde el guiso: delirio suculento.

Pescadilla encurtida en pil-pil frío de sus cabezas

Pescadilla encurtida en pil-pil frío de sus cabezas.

A sus 44 años, Nazario Cano está en un momento muy fino: su cocina ha madurado bien y cada vez frecuenta menos ese lado oscuro -a ratos estrafalario o serio en exceso- que a veces teñía y alteraba su estilo. El mar salpica todo su menú, donde sólo es de tierra adentro el milhojas de berenjena con toffee de sus pieles. Hasta el plato ‘de carne’ es de mar: tronco de lenguado macerado en sangre de pato y glaseado con jugo de pato. La piel del pescado semeja la de un magret y como guarnición va un exquisito puré de coliflor que aprendió con Berasategui. También hay pincelada cárnica, y más concretamente escabeche de perdiz, en su ‘ajillo marino’: deliciosas ortiguillas al ajillo, que sirve con miga de pan de pueblo (para mojar). Entre mis platos favoritos, por su potencia y difícil equilibrio, la caballa (escaldada ocho segundos en agua de mar) con helado de salmorejo cubierto de salmorreta y tomates de penjar confitados (matices de cítricos, frutos rojos, especias y humo). Sorprendente, como tantas cosas, su crujiente de piel de huevas de lubina, su langosta salteada con sarmientos de verdura (espárragos verdes a la llama) con sus patitas sufladas, o su ‘morteruelo de mar’, consistente en lecha de lubina envuelta en pasta de arroz con su ventresca socarrada (deja la piel como si fueran plumones de pollo). Podría seguir, pero son casi treinta elaboraciones, todas con su historia y su sentido, y a cual más sorprendente. Nazario no da tregua.

 

~ POLITEÍSMO ARROCERO (y II)

Arroz con pata de ternera y garbanzos, del Racó del Plá.

Arroz con pata y garbanzos, del Racó del Pla.

No hay teoría ni discusión fiables, si previamente no se cumple con un intenso y riguroso trabajo de campo. Por eso, además de atender todas las ponencias y debates del II Simposio del Arroz, celebrado en el restaurante Dársena, me di tiempo para probar unos cuantos platos con protagonismo de este cereal tan agradecido como maltrecho. Alicante es la provincia donde más disfruto de comer buenos arroces, que no paellas, y esta vez cayeron once en cuatro días: auténtico maratón arrocero disfrutado a conciencia. Arranqué en el restaurante Govana, donde Pepe López me dejó asistir a un servicio (de sábado mediodía) desde el interior de su pequeña cocina. Admirable, la pericia de este cocinero de la vieja guardia, capaz de marchar decenas de arroces en una baldosa. Donde otros admiran la habilidad del sushi man, yo me postro ante este maestro arrocero de gestos precisos y ojo clínico. Probé el de cebolla y atún rojo, versión ampliada y mejorada de una receta de subsistencia -de la posguerra española- a base de arroz y patata. Quien haya oído o crea que al arroz no se le debe poner cebolla (hay quien lo considera una aberración), sepa que eso no es más que otro dogma sin pies ni cabeza. Notable fue también el arròs amb fesols i naps (alubias y nabos), más meloso que caldoso, elaborado por Vicenta Teuler en una entrañable casa de comidas con mucho sabor: Ca l’Àngels, en Polop. Visita obligada para fieles a la cocina tradicional. Por cierto, otro de los lugares donde bordan este puchero es Casa Carmina (El Saler, Valencia), una de mis arrocerías favoritas. La regentan las hermanas María José y Carmen Batlle, que estuvieron como contertulias en el foro arrocero. Y volviendo a Alicante, destacaré otro buen arroz tradicional de entre los probados en la capital: el de pata de ternera con garbanzos que ha dado merecida fama al Racó del Pla. Su fundador, José Gómez, destacó en el simposio, como virtud de esta receta, el acertado aprovechamiento de las partes menos nobles del animal.

Arroz de pieles y tripas de bacalao con allioli de ajo negro, de Dani Frías.

Arroz de pieles y tripas de bacalao con garbazos y allioli de ajo negro, de Dani Frías (La Ereta).

De arroz en arroz transcurrió el largo -pero breve- fin de semana. En uno de los lugares de culto gastronómico de la capital alicantina, el bar-restaurante Nou Manolín, compartí con mi colega Mar Milá un suculento arroz meloso de gamba roja. Ha de ser muy complicado encontrar en el planeta una barra tan bien surtida y atendida como la de este local fundado por Vicente Castelló en 1972. No puedo pasar por esta ciudad sin acodarme un buen rato en ella. Y vuelvo al grano: generó la merecida expectación el protagonismo de Nazario Cano en este concurridísimo Simposio del Arroz. Como parte del menú oficial, el chef del hotel El Rodat se marcó un arroz meloso de coliflor y salazones, que vino precedido de su ocurrente tuétano de mar (una vieira sobre la que deja sudar grasa de vacuno) y de su exquisita pescadilla encurtida con pilpil. Como es un cocinero listo y sensible, Dani Frías, de La Ereta, se arremangó y, en vez de aburrirse en sociedad, se puso de pinche de Nazario, con quien siempre se aprende mucho. Ambos profesionales son partidarios de mimar el grano, tal como se mima la cocción de un pescado, y abogan por escoger la variedad que a cada uno le dé más seguridad como cocinero. Cerré el viaje con un excelente menú en La Ereta, que incluyó un delicioso arroz seco con pieles y tripas de bacalao (inspirado en el tradicional de pelletes de bacallà), ilustrado con garbanzos y allioli de ajo negro. Por cierto, Dani Frías está a punto de arrancar en Alicante un nuevo proyecto junto al sueco Carl Borg, viejo conocido de Menorca, donde regentó el restaurante Andaira a principios de milenio. Será un bar de medias raciones, sin etiquetas ni protocolos, con cocineros haciendo de camareros y viceversa. Mientras tanto, y a pesar de los alarmismos, seguiré adorando y consumiendo, día y noche, el sagrado cereal. Si de algo hay que palmarla, mejor que sea en paella, olleta o caldero. ¡Arsénico, por compasión!

 

~ APATRULLANDO ALICANTE (I)

Vuelvo de mi penúltima incursión por una de las provincias donde el tapeo y el arroceo rozan la categoría de arte: Alicante. Correrías gastronómicas que tienen como objetivo el coleccionable sobre cocineros que publica cada domingo el diario Información y que me ha tocado en suerte redactar junto a Lluís Ruiz Soler. Como ando corto de tiempo y de memoria, resumiré en cinco fogonazos lo que más me ha sorprendido de esta expedición:

Arroz integral de jamón ibérico y morcilla.

Arroz integral al horno.

1) La fechoría de María José San Román al osar incluir arroces integrales en su carta del nuevo Monastrell, restaurante con solera (y estrella) que acaba de trasladarse al Muelle de Poniente. Le he oído quejarse de que queramos emular a Nueva York, ahora montando taquerías a diestro y siniestro, en lugar de apostar por lo propio. Y predica con el ejemplo. Probé el arroz al horno con jamón ibérico y crujientes de morcilla, y el de cigala, guisantes y azafrán, ambos secos y elaborados con la variedad J. Sendra. Con ellos, esta chef y emprendedora incansable recupera, para la cocina moderna y la parroquia local, el antiguo y agreste sabor del cereal. Eso son agallas. Y además hay complicidad en el espléndido trabajo de la sumiller Nuria España, que derrocha inspiración y fundamento.

Bonito, quinoa, lúcuma, caviar y lima.

Bonito sobre bonito.

2) El imparable genio creativo del siempre imprevisible Nazario Cano, ahora en el hotel El Rodat, de Xàbia. Menú de más de veinte platos y otros tantos conceptos que van de lo original a lo delirante. Ejemplos: el atún rojo macerado y ahumado en la mesa con morcilla carbonizada; la gamba a la naranja (la acuesta sobre hojas de naranjo, la cubre de ramas del mismo árbol y prende fuego), o el tuétano de mar, medallón de vieira sobre el que deja gotear grasa de vacuno durante 48 horas: osmosis para un mar y montaña extremófilo. Con Nazario Cano, el experimento y el toque excéntrico están asegurados, pero también los concentrados de sabor más suculentos, herencia de su paso por Las Rejas. La enjundia se masca en su cigala en sangueta (hace un flan de sangre) con callos de corral (no tripa, sino la almohadilla plantar del pollo), algo así como un guiso semicuajado. Las presentaciones, acordes con su tendencia al exceso: combina dados de bonito con lúcuma (fruta andina), caviar, quinoa crujiente y lima, y los sirve sobre un bonito congelado (a bonito por ración). Y un postre altamente ocurrente: el delicioso milhojas de berenjena y limón con toffee de sus pieles. La cocina de este chef de culto, siempre con un lado oscuro, no es para tibios ni para melindrosos.

~ CHEFS EN CONTRASTE (II)

Bombón de pichón y turrón, de Nazario Cano.

Bombón de turrón y soja, de Nazario Cano.

A tres chefs -decía- he tenido la suerte de conocer en mi última incursión por la alegre y variopinta gastronomía valenciana. Además de al castellonense Avelino Ramón, a quien dediqué la primera entrega de esta crónica, al imprevisible Nazario Cano, ahora en La Embajada, y a Nacho Romero, patrón del Kaymus. Tras una larga estancia en La Cucharita, concurrida tapería de Lima, hay expectación por ver si Nazario Cano asienta sus reales en la capital valenciana, plaza complicada para vender una cocina tan delirante y arriesgada como la que ofrece este chef impulsivo -por no decir explosivo- y en ocasiones desconcertante. Todo un contraste -las antípodas, diría- con el estilo academicista que desarrolla Avelino Ramón en el Daluan morellano. Por su carácter indie, voluble y excéntrico, el cocinero alicantino Nazario Cano ha sido tildado de «guerrillero culinario» e incluso se han referido a él como «el Tarantino de los fogones». Sea como fuere, lo cierto es que ha trabajado con grandes maestros, como Manolo de la Osa, Martín Berasategui, Juan Mari Arzak o Ferran Adrià, y además en sus mejores momentos.

Detalle de la cocina de La Embajada.

Detalle de la cocina de La Embajada.

Estuve comiendo la semana pasada en el palacete de La Embajada con el gastrónomo y cinéfilo Antonio Vergara -maestro y amigo- un trepidante menú de más de veinticinco platos. Se abrió con trece aperitivos servidos en tropel: una infusión de pino y abeto, un bombón de turrón y soja, un cappuccino de hervido valenciano o un parmentier de coliflor, por citar los más sabrosos y menos estrafalarios. Entre los platos, destacaron la ostra con ají amarillo, olluco (tubérculo con sabor a tierra) y calabaza (uno de los entrantes de su menú peruano); el foie marinado en sal de sardinas de bota con gelatina de palometa (anís, limón y moscatel), y el gazpacho de sepia con falsa torta de mar (un caldo reducido y secado), comino y ralladura de lima. Las elaboraciones más epatantes fueron la fideuà fría de algas, una especie de socarrat líquido (y gélido como un diálogo de film noir) inspirado en los guisos fríos, y la denominada Cigala SOS, que llegó a la mesa con un gotero de hospital auténtico y verdadero. Nazario Cano lo utiliza para administrar al crustáceo -durante 24 horas y vía intramuscular- una infusión de regaliz. Durante los ensayos de esta técnica de infiltración, las neveras de La Embajada asustaban más que una uci. Cocina de alto riesgo, como comentaba, temeraria pero no irreflexiva, con platos más o menos ocurrentes, que surgen en tromba de la intuición y tampoco aspiran a ser perfectos.