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~ UN OTOÑO COMO YA NO RECORDABA

Mesa revuelta, de Theodoor Smits @Museo del Prado

Descorcharé este artículo con una confesión harto incorrecta: cuando me meto en demasiados barullos sin tregua, echo intensamente de menos aquellos meses de reclusión y lenta desescalada. Días en que no podías menearte de casa, si no era para que el perro, que no tengo, te paseara un rato por el barrio. Días sin agenda, sin comidas, sin eventos, sin compromisos sociales y, para quienes padecemos fobia a los encuentros virtuales, también sin reuniones. Para alguien taciturno y con tendencias misántropas, un tiempo bendito e incluso con tintes mágicos: ¡al fin se había abandonado masivamente la acción y la rueda aparecía pinchada…! El sueño duró bien poco. Este otoño ha sido como un despertar a la vieja normalidad, con su trajín, su alboroto y su histeria colectiva: volver a hacer, acelerar y no dejar de rodar. Los saraos gastronómicos, que se concentran en octubre y noviembre, me han obligado a retomar esos viajes breves de trabajo que tanto me gustaban y a los que ya casi había renunciado sin mayor pesar. La consecuencia (previsible) es que ahora se me acumula el trabajo de procesar y contar lo visto, oído y degustado, que es la misión del periodista gastronómico de la vieja escuela, una especie que debería protegerse ante la profusión de cachorros depredadores que tal vez nunca sepan la tinta que llega a sudarse picando letra. Ahora no me queda otra que dejarme guiar por la memoria, esa facultad caótica y menguante, y rescatar las cuatro cosas que mejor pueda recordar de los congresos cubiertos en Alicante y Valencia. Y decido hacerlo, como ejercicio mental, sin recurrir a las dos muletas de siempre: el archivo de imágenes y los apuntes de la pequeña libreta, ese otro dispositivo móvil. Será como una mesa revuelta.

José Manuel López

José Manuel López, chef de Peix & Brases.

Lo primero que se me viene a la cabeza (o me sale de ella) es la espléndida comida en Peix & Brases, restaurante de Dénia que gobiernan con buen pulso José Manuel López en cocina y José Ignacio Arribas, sobrino del fundador, en comedor. Aquí capturé algunos de los mejores platos probados en este otoño raro (de tan normal), a saber: huevas de mújol con caramelo de maíz tostado, contraste redondo; sepionets braseados en su tinta con cebolla dulce, papada ibérica y cacahuetes del collaret, combinación que no restó presencia al tesoro submarino, y arroz meloso de espardenyes, hinojo marino y crestas de gallo (más vainas y robellones, si mal no recuerdo), elaborado con carnaroli de la Albufera valenciana. Otro arroz alicantino igualmente meloso y memorable fue el que disfruté en La Finca (clásico ilicitano), éste con sepia y lomo de salmonete de Santa Pola frito a la inversa: el pescado se rocía con aceite por la parte de la piel. Sigue bien engrasado el equipo de Susi Díaz, respaldada por sus hijos, Chema e Irene García, y con los veteranos Pedro Antón y José Luis Cabrera en materia salada y dulce, respectivamente. Su menú extralarge, Génesis, tuvo varios momentos de cuchara fáciles de recordar: el guiso de garbanzos y calamar, condimentado con tiento, y las quisquillas de Santa Pola, ñoquis y pulpo, con un caldo marino delicado y estimulante. Y con copa y tenedor, los tiernos esparraguines de Villena acompañados de crema de almendra, blanquet (embutido cocido) y pelotazo Lovely Green a base de ginebra, hierbabuena, pepino, lima y clara de huevo. Ya dentro de la programación oficial de Alicante Gastronómica, también dediqué mi estómago a manjares más plebeyos, como los pinchos de degustación del congreso de tortilla de patatas organizado por el periodista Rafael García Santos. Si van a Donosti, no se pierdan la que hace Ana Ulli en el bar Antonio, pues no le va a la zaga a la clásica del Néstor. Otras tres que descubrí en el encuentro alicantino fueron las de Emar (Vitoria-Gasteiz), Taberna Pedraza (Madrid) y La Concordia (Logroño).

Raúl Resino, el chef-pescador de Benicarló.

Y si en Alicante me centré en el universo tortillero, en Mediterránea Gastrónoma, foro de la capital valenciana, puse el foco en las jornadas dedicadas a carne y brasas. Mientras Carlos Català, alma mater de una carnicería de tradición familiar de Aldaia, defendió las maduraciones extremas en que la carne sabe casi más a champiñón o a roquefort que a vacuno (vende una soberbia picaña de buey gallego con 500 días), Ángel García, del restaurante Templo (Alicante), se mostró más partidario de afinar la carne (con moderación) que de sobremadurarla. Por su parte, Juan Traver, de Instinto Carnívoro (Castellón), explicó que prefiere hablar de «días de cámara» antes que de maduración y calificó de esnobismo el imponerse unos tiempos mínimos de envejecimiento. Destacó la ponencia ofrecida conjuntamente por el periodista Mikel Zeberio y el empresario Juanan Zaldúa (Baserri Maitea), quien negó que la maduración equivalga a terneza. Según le ha demostado su larga experiencia como hostelero, una ternera puede ser muy tierna con sólo unas horas de sacrificio, ya que el rigor mortis no aparece de inmediato. Es más, ambos coincidieron en que a los ocho días da unos sabores limpios y una textura jugosa y tierna, lo que tampoco depende del grado de infiltración (o marmoleo). Uno de los placeres de este otoño -trepidante como los de antaño- ha sido poder reencontrarse con estos dos gastrónomos vascos y con otros amigos del sector, como los periodistas Ana Marcos y Frasio Sánchez, ambos colegas en Club de Gourmets, o los cocineros Miquel Ruiz, Bernd Knöller, Ricard Camarena, María José San Román, Raúl Resino… Este chef-pescador de Benicarló ofreció, como embajador de la marca Castelló Ruta de Sabor, una clase magistral sobre los suculentos ranchos marineros en que se aprovechan los pescados con menos glamour. Otro mensajero de este sello de calidad, el maestro de cocina Miguel Barrera, de Cal Paradís, arropó a nuevos talentos de la gastronomía castellonense que apuestan por la despensa local. Y si tuviera que escoger un momentazo de soledad hedonista, me trasladaría a la barra del Maipi, bar de Russafa donde alcancé el clímax de este noviembre gastronómico gracias al arroz caldoso de pollo, conejo y verduras elaborado por Pilar Costa y amablemente servido por Gabi Serrano. Les conocí, hace mil otoños, de la mano de Antonio Vergara y, con permiso de El Poblet, fue donde comí más a mi gusto.

Miguel Barrera, embajador de Castelló Ruta de Sabor.

~ AL CALOR DE UN ‘BARET’

Miquel Ruiz abrió El Baret de Miquel en el casco viejo de Dénia hace ocho años.

En la trayectoria de todo periodista gastronómico, hay ágapes, platos o veladas especialmente memorables, experiencias reveladoras que han marcado un antes y un después. En mi caso, una de esas vivencias profesionales fue, hace veinte años, una comida en el restaurante La Seu, de Moraira, con Miquel Ruiz al frente de la gestión y de los fogones. Me sorprendió su perfeccionismo, tanto en preelaboración como en puntos de cocción y condimentación, y me emocionó su capacidad para transfigurar el recetario alicantino: fue uno de los pioneros de lo que se bautizó como cocina neotradicional, tendencia que luego haría estragos (y hasta hoy) con desigual fortuna. Desde entonces he seguido con interés el rumbo laboral de este cocinero ‘de culto’ que, por suerte para todos, en 2011 decidió dar carpetazo al postín y a la engañifa mediática para abrir un bar en una esquina de la parte vieja de Dénia: El Baret de Miquel. Y si digo «para todos» es porque ese golpe de timón le ha favorecido tanto a él, que ahora cocina felizmente y llena a diario, como al público, que puede disfrutar de una gran cocina a precios humanitarios. ¿Y por qué ocurre todo eso en un pequeño bar o baret? Según cuenta Miquel Ruiz, porque no encontraba una buena taberna en su entorno y decidió abrir una, explicación tan rápida como coja, pero comprensible. Si bien las instalaciones y el ambiente son los propios de un bar cálido y plebeyo (sin pompa que valga), la oferta gastronómica se corresponde más con un bistró de cocina de mercado, así que no todo es entrar y pedirse un chato. Es más, las reservas sólo pueden hacerse a través de su web y tiene más de tres semanas de lista de espera. Está claro que ha encontrado su sitio, su lugar en el mundo, y que ha conectado con la parroquia local, que es a lo que debería aspirar cualquier negocio. Al fin, sin necesidad de medrar, ni de aspirar a rankings internacionales, ni de buscar la excelencia y demás zarandajas.

Su versión de las populares patatas bravas.

Lo bueno de El Baret de Miquel es que ofrece una cocina que es, eso sí, un homenaje al bar de barrio. Tiene (o ha tenido a lo largo de estos ocho años) patatas bravas, chips con salsa de berberechos y lima picada, olivas al vermú, alitas mensajeras (servidas en un sobre), croquetas (de fesols i naps, como en el tradicional arroz caldoso), cocas saladas, higaditos de pollo, hueva de atún con avellana (en forma de caramelo), ensaladilla rusa (en brazo de gitano), gildas, buñuelos de bacalao o bocadillo… ¡de arroz a banda! Bocados populares filtrados por el tamiz creativo de Miquel Ruiz, con raíces a la vista pero sin apegos localistas a la hora de acoplar condimentos. Si de aquella memorable comida en La Seu recuerdo como si lo tuviera delante el marinado de vieiras con crema de arròs amb fesols i naps y helado de atún y soja, de mi última visita podría destacar al menos media docena de platos, todos ellos bastante abigarrados (el rococó levantino) pero también cabales en cuanto a combinatoria de sabores. Coca de trigo antiguo con aceite de yemas de pino, pimiento confitado y escabeche de perelló, variedad local de pera. Esponja cítrica de ceviche con erizo, caldo de tomate de colgar, guacamole, hinojo marino, salicornia, codium y otros vegetales marinos (cuaja la esponja con colas de pescado de toda la vida y no con polvitos). Consomé meloso de pepino, melva, jengibre y raïm de pastor (uña de gato). Tartar de gambas con caldo de fesols i naps, un manjar frío-caliente. Ñoquis de acelga y tinta de sepia con crema de almendra amarga y tendones de ternera. Y seis: lecha (pez limón) con mucho morro, otro sabroso mar y montaña con boniatos a la sal como guarnición. Y de anteriores incursiones, recuerdo su berenjena a la brasa con turrón de piñones y bonito salado, así como la estimulante caballa en escabeche con helado de tomate, pan y anchoa, otro mazazo de mediterraneidad.

Miquel Ruiz, patrón de El Baret de Miquel.

Miquel Ruiz demostró sobradamente en La Seu –ya a finales del siglo XX– que podía llegar a lo más alto, pero dio media vuelta a tiempo al ver que estaba errando su camino. Lo suyo no era el perfeccionismo primoroso, ni el culto pueril a la competitividad. Hoy puede presumir de tener un bar que lleva su nombre (y no su apellido) y que es el santuario gourmet más barato de la Marina Alta. De la admiración que se le profesa en su comarca, en su provincia y mucho más allá, dan fe las confesiones que me han hecho colegas suyos como Dani Frías, Kristian Lutaud o Ricard Camarena, por citar a tres grandes cocineros. Y también habla en favor de esa devoción el hecho de que dos creaciones suyas se hayan imitado hasta ganarse la condición de clásicas: el pastisset de hígado de pato y boniato, homenaje a la popular empanadilla dulce, y el figatell de sepia, versión marinera de un embutido tradicional a base de hígado y magro de cerdo. En sus tiempos como chef de culto (sólo para gourmands), Miquel Ruiz pensaba en términos de creatividad culinaria y luego la aplicaba al producto, pero ahora lo hace justo al revés: antes que la modernidad, sitúa el territorio. Y si antes abusaba del vacío y vivía sin vivir en él, ahora ha redescubierto la llama viva, la inmediatez del fuego amigo. Disfruta de su duro oficio cotidianamente y vive cada servicio con la intensidad y el genio de un adolescente. Ya no es la puesta en escena lo que le preocupa: ahora ya sólo se ocupa del sabor y del día a día… en un humilde baret.

Tendedero de caramelos de hueva de atún con avellana.

~ DOS COCINEROS DE CULTO (y II): MIQUEL RUIZ

Miquel Ruiz mimetizado con su retrato.

La mitad de Miquel Ruiz.

¿Qué podría llevar a un cocinero de vanguardia, ya con prestigio e incluso adeptos, a mudarse de la alta a la baja cocina? Miquel Ruiz lo argumenta así de rápido: «No encontraba un buen bar y decidí abrir uno». ¿Por qué dar más explicaciones? Para mí, plumilla gourmet en ciernes, su cocina hiperperfeccionista y moderna fue, hace casi veinte años, una auténtica revelación profesional. Recuerdo muy bien algunos platos de su magisterio en La Seu (Moraira), como el de vieiras marinadas con reducción de arròs amb fesols i naps (en crema) y helado de atún y soja. Ahí descubrí y me maravillé con ese gran invento de la cocina neotradicional. Miquel Ruiz fue pionero de esta corriente culinaria -dedicada a agitar y reinventar el recetario del terruño- que pronto se convertiría en tendencia viral. No me extraña nada que uno acabe hasta el gorro de toda la mandanga mediática que, a corto plazo, acaba obligándote a cocinar para inspectores y gourmands marisabidillos, así como para el propio ego, implacable enemigo. Además, ¿puede haber algo mejor que un buen bar? No se me ocurre. El de Miquel es alegre y bullicioso, está en una esquina de la parte vieja de Dénia y se peta a diario. Tiene tres semanas de lista de espera. ¿Por qué? La respuesta es de cajón: El Baret de Miquel es el lugar más barato de toda la Marina Alta, comarca alicantina de 759 kilómetros cuadrados. Como un día le reventó el móvil (y el coco) debido al exceso de demanda, ahora las reservas sólo pueden hacerse a través de la web: miquelruizcuiner.com. Para quien no sepa o no quiera saber idiomas, cuiner es cocinero, no chef, ni mercader, ni embajador, ni asesor, ni divo.

Consomé de pepino con melva, jengibre y raïm de pastor.

Consomé de pepino, melva, jengibre y raïm de pastor.

Hoy en día ser chef es una marca, un nombre, una imagen que alguien ha de dedicarse a vender compulsivamente («el chico de marketing») para posicionarte mejor y hacer que figures cuanto antes en el ranking de turno. Por suerte, algunos cuiners también se plantean la posibilidad de dejar atrás toda esa mandanga y encuentran en su oficio una oportunidad para el contento inmediato y cotidiano. He visto trabajar varias veces a Miquel Ruiz desde la pequeña barra de su baret -privilegiada atalaya para dos- y siempre me ha parecido estar observando a un titán reconcentrado. No levanta cabeza hasta que acaba el servicio: sólo entonces sonríe y se echa una merecidísima cerveza. Hace unos días comí lo siguiente: chips con salsa de berberechos y lima picada; caramelo de hueva de atún con avellana caramelizada; coca de trigo antiguo con aceite de pino, pimiento confitado y perelló en escabeche; esponja de ceviche con erizo (llevaba caldo de tomate de colgar, guacamole y vegetales marinos varios); consomé meloso de pepino, melva, jengibre y raïm de pastor; tartar de gambas con caldo de fesols i naps (manjar frío-caliente); ñoquis de acelga y tinta de sepia con crema de almendra amarga y tendones de ternera; lecha con mucho morro (otro sabroso mar y montaña con boniato a la sal como guarnición), etcétera. Cosas antiguas (cuaja la citada esponja con colas de pescado de toda la vida), con raíces y con sabor, muchas de ellas en homenaje a la cocina popular de bares y hornos: la patatilla, los bocadillos (tiene uno de arroz a banda), las salazones, las cocas saladas, las tapas… Infinitamente mejor que el agravio de una caña en copa de balón con su correspondiente y rancio mix de frutos secos en el penúltimo bar de diseño. Miquel Ruiz pensaba en términos de creatividad culinaria y luego la aplicaba al producto, pero ahora lo hace justo al revés: antes que la modernidad, el territorio. Y si antes abusaba del vacío y vivía sin vivir en él, ahora ha redescubierto la llama viva. El fuego y los parroquianos son lo que le llena.

P.D.: Gràcies a Paco ‘Guitarrer’, cinèfil i llauraor, per la seva companya i col·laboració en aquest article.

~ POLITEÍSMO ARROCERO (I)

Escena paellera en Alicante.

Antigua escena arrocera en la ‘terreta’ alicantina.

El arroz -como todo el mundo sabe- levanta pasiones, especialmente cuando se convierte en paella, palabra que la arrocería Dársena desterró de su carta hace treinta años. En este restaurante alicantino acaba de celebrarse el II Simposio del Arroz, foro en que se habló y discutió mucho, pero sin que nadie llegara a las manos. De hecho, discurrió con notable tranquilidad, tal vez porque el asunto central no era la paella, sino los arroces: el alicantino es cachondo y politeísta. A lo largo de la jornada, se desmontaron varios mitos, entre ellos la inconveniencia de cenar de esta gramínea. Así, Cristina de Juan, directora de Dársena, abogó por los arroces ligeros y recordó que «las abuelas tomaban un arrocito caldoso por la noche». Las abuelitas siempre han sabido muy bien lo que se hacen. Para lograr esa ligereza, en Dársena levantan los fondos con agua hirviendo a fin de evitar que se hiperconcentren por exceso de cocción. Para verlo más claro: una vez hecho el sofrito y dorado el arroz, se moja con el fondo (conservado en frío) y, acto seguido, con agua en ebullición. Es una ocurrencia tan simple como brillante. Acerca de la necesidad de rehogar el arroz, Cristina de Juan se mostró totalmente partidaria, ya que de este modo blindamos el grano (lo sellamos) y evitamos que luego se pase. Dani Frías, chef de La Ereta, me comentó luego que esta operación también es útil para ajustar la cantidad de aceite. Detalles técnicos de la máxima importancia para que el resultado final no sea ni cargante (una bomba de sabor), ni grasiento, ni indigesto. Y es que nunca guardamos buen recuerdo de algo que, por muy rico que fuera, acabó por sentarnos mal.

Arroz de gallineta y salmorreta, de Dársena.

Arroz con gallineta y salmorreta, de Dársena.

En otra de sus interesantes aportaciones, Cristina de Juan explicó cómo adaptar las variedades de arroz a las diferentes texturas arroceras. Según los ensayos llevados a cabo por el chef de Dársena, José Antonio Luengo, el albufera es idóneo para los arroces secos al quedar más suelto y ser buen conductor del sabor; el marisma, de grano grande y rico en almidón, es mejor para melosos, pues les aporta cremosidad; el j.sendra (englobado en el tipo sénia) resulta perfecto para elaborar un untuoso arroz con leche, y el bomba es el más conveniente para arroces take away, ya que es el más resistente a la sobrecocción y no se pasa. Como explicó posteriormente en su ponencia Santos Ruiz, gerente de la DO Arroz de Valencia, el objetivo es, desde una perspectiva genetista, lograr una variedad de grano firme, pero con buena absorción. En este sentido, citó las pruebas que está realizando el chef Kiko Moya, de L’Escaleta, con arroz bombón, variedad recuperada recientemente gracias a unas semillas de 1932.

Arturo Pardos, autor de 'El ocaso de las paellas'.

Arturo Pardos, duque de Gastronia.

Santos Ruiz se felicitó al ver superada «la moda de los arroces crudos» y apostó por recetas «muy personales, de sabores nítidos y naturales, en que se reconozca el producto principal». Puso como ejemplo pionero el arroz con tellinas que le sirvió Miquel Ruiz en La Seu, de Moraira, a finales de los noventa. Santos se mostró algo escéptico con la técnica de la doble cocción (en dos fases) inventada por Quique Dacosta, ya que altera la textura del grano («lo aperdigona»), pero entendió su implantación en los restaurantes de menú largo y angosto. En el debate sobre nuevos conceptos en la cocina del arroz, moderado por el periodista gastronómico Lluís Ruiz Soler, se abundó sobre el tema de los arroces de corte moderno, como el monográfico de salmón (de una sola nota), inventado en 1986 por Norberto Jorge (La Moñica). El hoy propietario de Casa Benigna, arrocería de Madrid, señaló que «la paella es una técnica culinaria y no un plato», reflexión tan sobresaliente como las muchas que reúne Arturo Pardos, invitado al simposio, en su divertido tratado sobre El ocaso de las paellas (1997). Entre ellas, el duque de Gastronia ensalza el carácter manso del paellero de intemperie, que cocina doblado para mostrar -en señal de impotencia y sumisión- la parte posterior de sus calzoncillos y exhibir servilmente la rabadilla.

~ EXPLORANDO ‘LA TERRETA’ (y II)

Miquel Ruiz, en su nuevo 'baret' de Dénia.

Miquel Ruiz, en su nuevo ‘baret’ de Dénia.

El regreso a la terreta alicantina, al cabo de los años, ha supuesto reencuentros con sabores, paisajes, pueblos y amigos. Los cambios, siempre para bien, especialmente en el caso de Miquel Ruiz, cocinero que parece haber encontrado su lugar en el mundo. Ese lugar, como suele pasar, estaba más cerca de lo que él creía. Le conocí hace once años en Moraira, cuando regentaba La Seu, uno de los mejores restaurantes de la Comunidad Valenciana. Lo abrió en 1997 y ese mismo año le cayó (y no fue del cielo) una estrella Michelin. No se me olvidan algunos platos que probé allí, caso del marinado de vieiras (un tartare sabiamente aliñado) con crema de arròs amb fesols i naps (la tradición) y helado de atún y soja (toque oriental para una versión fría de un guiso de barca). Buen ejemplo del estilo que por entonces practicaba: una cocina con raíces, transfigurada con sentido común y asentada en la destreza técnica y en un encomiable sentido artesanal del oficio. Luego se mudó a la marina de Dénia para abrir La Seu de Miquel Ruiz, donde abundó en esta línea de cocina mediterránea renovada: escorpa con crujiente de mijo, caldo de manzanilla y panceta ibérica. Le perdí la pista en la primavera de 2005. Tras vicisitudes empresariales varias, abrió hace un año El Baret de Miquel (así, sin apellido) en una esquina del casco histórico de Dénia. Alguna vez he escrito que el mejor bar es siempre el bar de la esquina (la más próxima a casa, se entiende). Pues bien, Miquel Ruiz ha conectado aquí con la parroquia local, que es a lo que debería aspirar cualquier negocio. Nadie vive de tres meses ni de tres ricachones. Lo bueno de su bar (bar-restaurante o, casi mejor, restaurante-bar) es que ofrece una cocina que es, justamente, un homenaje al bar. Tiene patatas bravas, chips con salsa de berberechos, olivas al vermú, alitas mensajeras (servidas dentro de un sobre), higaditos de pollo, croquetas de fesols i naps… Cosas más caprichosas, también, como la berenjena a la brasa con turrón de piñones y bonito salado, o la caballa en escabeche con helado de tomate, pan y anchoa. Sin llegar, ni mucho menos, a la sofisticación de hace quince años: definitivamente, aquella cocina ha dejado de ser rentable. Lo demuestra la sucesión de cierres allá y acullá. También, y a cual más sonado, en la Comunidad Valenciana, donde lamentamos especialmente la desaparición de Ca Sento. De todo lo que probé en El Baret de Miquel, me quedo con el sabroso figatell de sepia, versión marinera de un embutido tradicional a base de hígado y magro de cerdo. Al tratarse de un bar, también puedes apostarte en la pequeña barra para tres y, en visita fugaz, tomarte un vermú y una espectacular coca de melva hecha al momento. Resumiendo: si paráis por Dénia, id a comer o picar al bullicioso barecito de Miquel Ruiz. Las raciones son abundantes y los precios, humanitarios. Sólo echo en falta una cosa: ventiladores de techo.

~ EXPLORANDO ‘LA TERRETA’ (I)

Los 'sepionets' del Piripi, a medio comer.

Los ‘sepionets’ del Piripi, a medio comer.

Acabo de regresar de un viaje por la terreta alicantina, donde me he asomado en cuatro días a catorce establecimientos a fin de no perderme nada y engordar unos kilos. Objetivo: preparar un reportaje sobre las mejores barras de la provincia para la revista Gourmets. He enredado en cervecerías de barrio, gastrobares, tascas, baretos de mercado y marisquerías de aúpa. Habrán caído unas sesenta tapas e incontables cortos de cerveza… Y aquí os cuento lo mejor de esta frenética ruta del taburete: 1 y 2) la ración de sepionets del Piripi, clásico de la capital emparentado con el Nou Manolín, donde probé los pajaritos de la huerta, una impecable fritura de cebollas tiernas; 3) las espardenyes de La Taberna del Gourmet, bulliciosa barra que regenta María José San Román, chef del Monastrell; 4) la espléndida ensaladilla de merluza, el arroz a banda y la navaja al vapor con vinagreta de dátiles y orejones, de La Sirena, el célebre restaurante de Mari Carmen Vélez en Petrer; 5) las cigalas al ajillo y la cordialidad de Bati Bordes en El Marino, de Dénia; 6) los langostinos fritos con tomate (salsa de las de antaño) de El Granaíno, inconmensurable barra de Elx; 7) la coca de sangacho de atún en semisalazón, pisto y cebolla encurtida, servida por Sergio Sierra en El Portal, taberna gastronómica de Alacant; 8) el pulpo sobre torrija de patata en ajada con gratén de all-i-oli, de La Barra de César Anca, también en la capital; 9) el pulpo frito de Ca Marta, cervecería de La Vila Joiosa, y 10) el figatell de sepia inventado por Miquel Ruiz, gran cocinero que abrió hace un año en Dénia El Baret de Miquel y a quien dedicaremos la segunda parte de esta doble entrega sobre la mejor gastronomía de mostrador en Alicante. Buen producto y buen ambiente, también en la cervecería El Cantó, un clásico del centro capitalino, y en Damasol, barecito pegado al mercado central de abastos. Conocía bien esta provincia gracias a un trabajo que hice en 2001 para el diario Levante y a posteriores visitas, pero esta ruta no habría sido posible sin las pistas frescas de tres colegas de oficio: Antonio Vergara, Nacho Coterón y Rafael García Santos. Vaya mi agradecimiento a este trío de fenómenos.