~ EL VALOR DE DECRECER
Han pasado ya cuatrocientos días –como cuatrocientos golpes– desde aquel brusco cerrojazo del confinamiento, un año largo de incertidumbre y ansiedad, de desconcierto y disonancia psíquica. También un año para la reflexión y, en los mejores casos, para la metamorfosis. Ya es imposible escribir nada sin tomar como marco de referencia esta pandemia imprevista y pertinaz; fosca y hostil, pero también con sus luces. Aunque lleva veinte años siendo una cocinera que cocina, la mallorquina Maria Solivellas se ha ayudado del largo trance para reconectar con su oficio. Durante el pasado verano, la reducción de personal le obligó a estar sola en la intimidad de los fogones y ahí recuperó la esencia de su trabajo: restaurar. Restaurar como acoger: dar cobijo y calor, cuidar a través del alimento. En otras palabras, suspender las demandas voraces del propio ego y activar el altruismo para primar las necesidades inmediatas del comensal en un momento tan vulnerable.
Para casi todos habrá sido, en cierto modo, como volver a empezar. Y precisamente ese religarse con el oficio en lo que tiene de ofrenda y trabajo artesano ha llevado a Maria Solivellas a reconectar también con sus inicios en la fonda familiar de Ca na Toneta. Hace veinte años empezó todo para esta cocinera autodidacta pero… ¿cómo empezó todo? Tras vivir una crisis profesional como productora de música y teatro, ocupación que le obligaba a vivir en una vorágine viajera y social, resolvió que debía emprender una nueva etapa a través de un oficio con más sentido. El 11 de septiembre de 2001, que no fue un día cualquiera, decidió ponerse a cocinar en el apacible pueblo de Caimari tras rehusar una oferta laboral del jazzista Paquito D’Rivera. Tal como en estos meses pandémicos, empezó enseguida a cuestionárselo todo, justamente porque con ese cambio buscaba una vida más consecuente.
Primeras medidas: suprimir el entrecot a la pimienta y demás platos internacionales a fin de reemplazarlos por recetas insulares. Maria Solivellas no se desanima ante la espantada de clientes. Empieza a cultivar un huerto propio para autoabastecerse de frutas y vegetales, peina la isla en busca de semillas de variedades autóctonas y, por el camino, se entretiene en trabar estrechas relaciones con los productores locales. Persiste en observar la relación de sus mayores con el medio natural y adopta como guías profesionales la memoria gustativa y el vínculo con el territorio. Al cabo de los años, ya como cabecilla de Slow Food, lidera campañas de recuperación de frutales antiguos, así como del pimentón utilizado tradicionalmente para elaborar la sobrasada.
Mediante la práctica cotidiana de su oficio en un rincón secreto de Mallorca, Maria demuestra que un cocinero puede hacer algo más que cocinar, pero sin que ese ‘algo’ haya de limitarse a una banal campaña publicitaria (más de lo mismo). Puede que este sea el momento más propicio para esgrimir sentido común frente al absurdo de la industria globalimentaria… ¿Seguimos engordando el absurdo y la dependencia o apostamos sin miedo por el decrecimiento y la autogestión local?
(Artículo publicado en el catálogo de la XIX edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)