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~ CUENTOS PARA SIBARITAS (VIII)

Heinrich Böll (1917-1985).

MONÓLOGO DE UN CAMARERO, de Heinrich Böll. El protagonista de este relato recibe como aguinaldo y paga extra de navidad un despido fulminante, adversidad que no le achanta ni le hace lamentarse, pues «un buen camarero encuentra trabajo en todas partes». ¿Por qué entonces -si es tan buen camarero- le han despedido? Lo descubriremos a través de un breve monólogo, aperitivo perfecto para iniciarse en la narrativa de este nobel alemán, autor de Opiniones de un payaso, novela demoledora. Todo empieza, según cuenta el «buen camarero» en primera persona, con la ración de sopa de guisantes que ha encargado al chef y que, una vez concluido el servicio, se dispone a degustar tranquilamente en su habitación con una cerveza. La inesperada visita de un granujilla de ocho años, unida a su gran generosidad, le complicará las cosas en cuestión de horas. Al tratarse de un relato muy breve, de apenas tres páginas, me veo obligado a escatimar pistas sobre la sucinta trama. Lo que aquí cuenta es el talante del camarero, su diligencia, su vocación de servicio, tal vez ese prurito profesional que le hace preguntarse: «¿No nos hemos comprometido a cumplir todos los deseos de nuestros huéspedes, a garantizarles unas navidades felices?»

Miquel Àngel Joan ‘Llonovoy’ (1961).

LA INCREÏBLE HISTÒRIA DEL SAFRÀ I EL SOFRE, de Miquel Àngel ‘Llonovoy’. Como una esas leyendas urbanas cuya transmisión oral va transfigurando con mil matices nuevos, esta «increíble historia del azafrán y el azufre» cuenta con su arreglo particular en cada localidad mallorquina, sea pequeña ciudad o diminuta aldea. El cómico, reciclajuguetes, artista polifacético y «autor de sobrassada experiència» Miquel Àngel Joan Llonovoy recopila las diferentes versiones en el texto principal de Fets diVersos dels pobles de Mallorca, jocoso libro de anécdotas poetizadas. En realidad, no se trata de un poema (¿o sí?) ni de un relato, sino de una historieta dramatizada y, de hecho, se incluye en la colección Teatre de la editorial Lleonard Muntaner. La trama de esta leyenda gastronómica es sencilla: alguien va a comprar azafrán para un arroz, pero el tendero le coloca azufre (a precio de azafrán). Los pormenores dependen de cada localidad, así como el desenlace, tal vez la explosión de una paella. Por ejemplo, en Sant Llorenç des Cardassar, el vendedor (de sofre) se llama Nofre, rima que añade absurdo a la situación. En s’Horta, Can Nofre pasa a llamarse Can Sofre. Y en el llogaret de es Carritxó, reforman el colmado de abastos para poner un súper: Súper Sofre. Descojonante, adjetivo «malsonante» aprobado por la RAE.

Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003).

EL MATARIFE, de Manuel Vázquez Montalbán. Su aparición se ha hecho de rogar, pero era obvio que esta antología de cuentos gastronómicos no podía cerrarse sin la aportación de don Manolo, creador del detective Pepe Carvalho y autor de Contra los gourmets y L’art del menjar a Catalunya. En un pueblo catalán de costa (con «mucho turismo») se desarrolla este relato sobre un self-made man de manual: cruel, ingrato y soberbio. De esos que siempre afirman no deberle nada a nadie («un hombre que no pueda llevar mil pesetas en la cartera no es ni hombre ni nada») y que además no quieren darse cuenta del supremacismo de género que gastan, sin escatimar, a diestro y siniestro. El matarife defiende que ahora haya jamones para todos, baratos, aunque se curen con máquinas, pero también cuestiona la involución en hábitos culinarios: «Antes, que si su sofrito y sus horas de cocina. Ahora te dan los sofritos en lata y diez minutos de olla a presión y va que chuta. Y así irá todo, y así va todo. Es el precio del progreso». Vázquez Montalbán nos acerca a la vida cotidiana de este exmatarife (ahora ya sólo despieza), llena de cuerpos descabezados, bocatas de salchichas, carajillos de Soberano, breves polvos furtivos con turistas casadas y pescateras rollizas…

~ HUÉRFANOS DE COCINA

Reguliersgracht, mi canal favorito de Ámsterdam.

La alta restauración es un sector aún incipiente en Holanda, donde se imponen la fusión y las cocinas del mundo, hasta el punto que debemos preguntarnos si realmente hay cocina holandesa. Esa es la pregunta que uno sigue haciéndose al cabo de meses de pesquisas por Ámsterdam y alrededores, tal vez porque cuesta encajar una negativa por respuesta. En un libro de texto de neerlandés -dirigido por tanto a extranjeros-, hay una viñeta en que dos camareros se mofan de unos clientes: «¡Preguntan por las especialidades holandesas! ¡Ja, ja, turistas chiflados!». Los nativos tienen claro que nacen huérfanos de cocina y lo reconocen sin la menor vergüenza. Cuando se les pide que citen un plato exclusivamente holandés, se quedan un buen rato mirando al techo hasta despejar la incógnita por mera eliminación… Al final sólo les queda la erwtensoep o sopa de guisantes, en realidad un contundente puré invernal elaborado con el vegetal seco (hay que ponerlo en remojo de víspera) más tropezones de panceta ahumada, salchicha y, en el mejor de los casos, oreja y pie de cerdo. Es más, los holandeses suelen quejarse de que cenan (aquí no se come) siempre lo mismo: carne con verdura y patata. En muchas casas, ni siquiera cambian la disposición de estos tres elementos en el plato. No les extrañe, pues, que si preguntan qué hay para cenar en una casa holandesa, la respuesta del anfitrión se reduzca al nombre del vegetal del día. De todo la anterior -y de la atenta observación de la vida cotidiana-pueden extraerse algunas conclusiones. Primera: un restaurante de cocina holandesa -que los hay- sólo puede estar enfocado de cara al turismo, ya que el nativo carece de toda fe en la (inexistente) cocina holandesa. Segunda: los holandeses salen mucho a cenar por ahí con tal de dejar de cenar lo de siempre. Tercera: abundan los restaurantes (más de mil, sólo en Ámsterdam, contando todo tipo de comedores), sobre todo los dedicados a la fusion cuisine y los garitos étnicos. Aquí conviene advertir que es muy probable que en un restaurante mexicano, pongamos por caso, sólo haya cocineros turcos o marroquíes, con lo que la fusión está asegurada. Por otra parte, es lógico que se imponga la fusión culinaria en tierra conquistadora y sin raíces gastronómicas a las que agarrarse: no hay nada que recrear, actualizar o versionar.

Afiche de la película Tatuaje, de Bigas Luna.

Los restaurantes indonesios ocupan un lugar preferente, con su rijsttafel (mesa de arroz) como segundo plato nacional holandés, casi por encima del citado engrudo de guisantes y de las patatas fritas con mayonesa, que aquí se consumen con inquietante devoción. Alarmante consumo, también, de broodjes (bocadillos), sobre todo de arenque crudo, el sushi holandés. En la novela Tatuaje, cuyo clímax transcurre en Ámsterdam, el detective Pepe Carvalho disfruta de un «inapelable» rijsttafel con abundante cerveza helada en el restaurante Indonesia, hoy desaparecido, al igual que el Bali, el otro indisch citado por Vázquez Montalbán. Casi treinta años después de aquella aventura, el investigador privado iría probablemente al Templo Doeloe, ubicado en la calle gastronómica por excelencia, la trendy Utrechtsestraat, donde se concentran más de cuarenta comedores y tiendas de alimentación. Hacerse una idea de cómo funciona aquí el sector de la restauración puede resultar más inextricable que un caso de Carvalho. Ni el periodismo especializado ni las reseñas de las guías turísticas arrojan luz suficiente sobre esta maraña de restaurantes y eetcafés (cafés para comer), pues entre sus valores suelen figurar la abundancia de las raciones, la benignidad de la cuenta y el nivel cool del ambiente. La copiosidad es una exigencia, como demuestra el predicamento obtenido por el rijsttafel, auténtico galimatías compuesto por más de veinte platillos. Nada de síntesis, ni de degustaciones. Lo que priva en Holanda es el banquete colonialista, con perdón. Al ser uno de sus rasgos de carácter, el holandés -que piensa con el bolsillo- es incapaz de tolerar la tacañería… en fogón ajeno.

Fragmento del reportaje publicado en Club de Gourmets, número 349 (mayo 2005), con el título de ‘La auténtica fusión’, mi primera colaboración en esta revista. El texto seguía con comentarios sobre los restaurantes Van Vlaanderen y Segugio, ambos en Ámsterdam, y Lambermon’s, en Haarlem.

~ TOMBEAU SUR LA MORT DE MR. VERGARA

Antonio Vergara y Carmina Marco, en mayo de 2018.

Aun a sabiendas de que tengo todas las de perder por goleada («aquí no se salva ni dios», escribió Blas de Otero) y de que suelto una inmensa bobada, me declaro enemigo de la muerte. Sobre todo, días como el de hoy, en que te enteras de que ha vuelto a hacer de las suyas. Nunca descansa, de hecho, y ayer mismo la tomó con Antonio Vergara, periodista valenciano nacido en 1943 y con quien tuve la fortuna de colaborar en varios proyectos vinculados al diario Levante. Desde 2016 le seguía -esporádica y fielmente- a través de sus columnas y de su blog en Las Provincias, última morada profesional de este maestro de la ironía gastronómica. Hay personas de quienes puedes aprender sólo con verlas trabajar, sin que te anden con monsergas ni cartillas de ningún tipo. De Vergara aprendí (o eso imagino) tanto leyéndole como observándole sobre el terreno, ¡en acción!, y así se lo confesaba hace poco a Pau Arenós, otro de mis referentes como gastrónomo culto e imaginativo. La última vez que coincidí con Antonio fue el 15 de mayo de 2018 en Casa Carmina, con motivo de la celebración del 30 aniversario de esta querida fonda de El Saler. Fue una comida memorable -íntima y suculenta- y a la que también acudió otro gastrónomo que sabe contar las cosas con elegancia y moverse con humana discreción: el alicantino Lluís Ruiz Soler. Para quienes no hayan tenido la suerte de conocer a Antonio Vergara, relataré una anécdota que resume su actitud y su estilo como periodista gastronómico. Corría la primavera del año 2001 y nos tocaba comer en una aseada casa de comidas de Puçol, pueblo de l’Horta valenciana al que recuerdo haber llegado en un tren lento y silencioso (no se estilaban los móviles). Después de los entrantes, nos sacaron un arroz caldoso de bacalao fresco y coliflor que, en opinión de Vergara, acusaba un exceso de pimentón. Nada más probarlo, me lo comentó y soltó la cuchara al instante: «Pues no voy a comer más». Refiriéndose a la más que probable reacción adversa del cocinero (y dueño), agregó: «Y no le va a gustar…». Pasados unos segundos, llegó la coletilla y conclusión genial: «Nunca entenderán que no venimos a comer».

Guía de Antonio Vergara prologada por Vázquez Montalbán.

Espero que hayan aprovechado el punto y aparte para meditar sobre esa última frase, especialmente si son cocineros o colegas de oficio: «Nunca entenderán que no venimos a comer». La sentencia va especialmente dedicada a los tragaldabas que no saben lo que engullen, aunque acaben de cantárselo, y a los gorreros insaciables y egocéntricos (muchas veces coinciden los dos tipos). También a los chefs que sólo buscan lucirse con sus petulantes menús de nunca acabar y no admiten ni el más mínimo reproche (o comentario) inteligente. Algunos se defienden como gato (o corvina) panza arriba. Antonio ya había tenido sus más y sus menos con ese arrocero de Puçol a cuenta de un jamón de dudosa calidad, pero supieron limar diferencias y el asunto no llegó a mayores. Hubo casos peores, más enconados, y uno de ellos incluso derivó en querella penal: la judicialización de la gastronomía, como se hace ahora con la disidencia política. En efecto, Antonio hubo de sentarse en el banquillo, acusado de injurias por publicar en Cartelera Turia que un salchichón le había recordado, por su rigidez, a «los pergaminos del Mar Muerto» y que la ensaladilla tenía «el sabor del autárquico limpiametales Sidol». ¡Ya son ganas de ofenderse! Pues no debió hacerle ni pizca de gracia al dueño del restaurante Río Miño, que le reclamaba una indemnización de cinco millones de pesetas (de las de finales de los 70) y seis años de destierro (no sabemos si de la ciudad o de los confines patrios) como ejemplar castigo. Sea como fuere, acudieron a Valencia como testigos de descargo sus amigos Xavier Domingo y Manuel Vázquez Montalbán. «Imagínese que va a un restaurante y ve que en su carta hay pergaminos del Mar Muerto y limpiametales Sidol, ¿los hubiera pedido para comer?», le preguntó a éste el abogado del denunciante. Manolo no se lo pensó dos veces: «Si estaban en la carta, sí».

En este número de julio del 77 apareció la divertida reseña.

El bueno de Antonio -que firmaba con el pseudónimo de Ibn Razin en homenaje a este poeta y gastrónomo andalusí- fue absuelto por la Audiencia Provincial de Valencia, de lo que se deduce que en el Estado español debía haber, hace 40 años, más libertad de expresión y más sentido del humor que en la actualidad. El Tribunal Supremo ratificaría luego, al dar por bueno el fallo, que no hubo animus injuriandi, sino mero y legítimo animus criticandi. ¡Hasta el diario Le Monde se hizo eco de tan ridículo pleito! En su prólogo a la guía Comer en el País Valencià, el hacedor de Pepe Carvalho ya había defendido a Vergara al describirlo como «un hombre que habla poco, come lo justo y siempre opina con conocimiento de causa». Él se autodefinía como un «pesimista antropológico». El jazz y el cine, especialmente el western, eran dos de sus queridos refugios. Para mí, fue un maestro involuntario, que son los que más me gustan, y un hombre que hablaba con los ojos. ¡Ay, amigo, muera la muerte!

Anuncio de Sidol.

 

 

 

 

 

 

 

~ ¿CRITICAR O BENDECIR?

Viñeta publicada por 'el Roto' en El País.

Viñeta publicada por ‘el Roto’ en El País.

Varios artículos de Ignacio Medina y Jorge Guitián han abierto un debate necesario sobre el papel del crítico en el gran teatro gastronómico. Este último da en la clave cuando dice que la crítica «no consiste en decir sólo lo que se quiere escuchar», pues eso «se llama publicidad y lo llevan en otro departamento». Por desgracia, muchas veces ésta se entremezcla y confunde interesadamente con la información sin que se advierta de ello al lector, lo que supone una estafa de primer orden. Se trata de colar lo publicitario (lo pagado) disimuladamente, esto es, bajo una apariencia periodística, para luego poner el cazo. La crítica es un género periodístico de opinión -como el editorial o la columna firmada- y, por ende, lo lógico es que genere polémica y controversia. Para eso está, de hecho, la palabra, y no sólo para repartir bendiciones, lanzar elogios paniaguados y adorar a los mitos cocineriles del momento. Víctor de la Serna ha escrito que «entre las responsabilidades de la prensa está la de no crear la impresión de que todo es de color de rosa bajo el sol». Y el también periodista gastronómico Antonio Vergara se ha lamentado de que los bloggers advenedizos acudan al restaurante como quien va -entregado y boquiabierto- a entretenerse a Disneyland. Por cierto, a este crítico valenciano le pusieron una querella en 1980 por escribir que un salchichón “se aproximaba, por su rigidez, a los famosos pergaminos del Mar Rojo”. Vázquez Montalbán y Xavier Domingo testificaron en su defensa y finalmente se hizo justicia: fue absuelto.

Más humor gráfico, ahora del maestro Quino.

Más humor gráfico, ahora por el maestro Quino.

De todas formas, un periodista gastronómico no está obligado a ejercer la crítica gastronómica, a no ser que así se lo exija la empresa editora. Yo lo he hecho eventualmente, en varias etapas y publicaciones, pero soy más dado a informar (y describir) que a emitir juicios de valor. La gente suele dar por hecho que periodista gastronómico equivale a crítico de restaurantes, visión terriblemente simplista. Ni el periodismo es sólo crítica, ni la gastronomía son sólo los restaurantes. Otra cuestión importante es cómo puedan tomarse las críticas algunos cocineros: los más tontos suelen defenderse como gatos panza arriba, reaccionan airadamente e incluso vetan al periodista díscolo; los inteligentes son más dados a escuchar y a reflexionar ante las opiniones desfavorables, siempre que éstas no sean mera sátira envenenada. En el artículo publicado en Gastronostrum, Jorge Guitián hace una reflexión interesante: si el chef concedió credibilidad al crítico cuando hablaba en positivo sobre su restaurante, no puede quitársela luego, al recibir comentarios adversos. «Si nos empeñamos en que esa persona no sabe de qué habla, estaremos asumiendo que tampoco sabía cuando decía lo bien que lo estábamos haciendo», anota acertadamente el gastrónomo gallego.

Ilustración de Indiscreto, portal de información deportiva y cultura pop.

Fuente: Indiscreto, portal sobre música, libros y deportes.

En ocasiones, un periodista gastronómico (y más de uno me lo ha confesado) se ve obligado a abstenerse de emitir la más leve crítica acerca de un chef a causa de los intereses creados. Es la «trama de servidumbres» y el «amiguismo» a los que se refiere Ignacio Medina en su interesante artículo Crítica gastronómica: criterios en el análisis y materias de valoración, publicado en 1993. Por entonces, este periodista ya afirmaba que el crítico gastronómico (de restaurantes) es, debido a ese «mercado plagado de intereses», una especie en vías de extinción, e incluso lanzaba un SOS a Greenpeace. Y si estamos y seguimos así, «es porque las empresas lo quieren». Hoy en día, en Baleares nadie escribe crítica de restaurantes: todo se reduce a microreseñas complacientes. Además, la mayoría de suplementos y secciones gastronómicas está a merced de los comerciales (y sus clientes) con la consiguiente deriva antiperiodística: un fraude en toda regla. Medina recuerda que una crítica de cine o sobre un libro puede ser demoledora y no pasa absolutamente nada. ¿Por qué no se permite aplicar la misma sinceridad a la hora de enjuiciar el trabajo de los cocineros, intocables que se arrogan -para más inri- el protagonismo exclusivo de lo gastronómico? El panorama es patético. Para ejercer la crítica son imprescindibles muchos años de experiencia y suficiente humildad como para cuestionarse a tiempo las propias opiniones. Y ese bagaje sólo se forja a base de gastar suela, de visitas a grandes casas, de innumerables chascos y de inesperadas decepciones.

~ OPINIONES SOBRE EL CARACOL

Caracoles en venta, ayer en Pere Garau.

Caracoles en venta, ayer en el mercado de Pere Garau.

Admito que no soy muy fan de los caracoles de tierra -me gustan más los bígaros-, pero no quería dejar pasar la foto tomada ayer en el mercado más popular de Palma, Pere Garau, sin dedicarles un breve homenaje. Mi infancia son recuerdos de las batidas que hacía con mis abuelos, tras las lluvias primaverales, en busca de estos entrañables gasterópodos, nombre indicador de que tienen los pies en el vientre (o la panza en el suelo). Además, los caracoles tienen en la lengua una lámina áspera, la rádula, que daña las partes tiernas de las plantas a base de raspaduras. Y tal vez por eso nos los comamos, para no quedarnos sin vides ni hierbabuena. Según la tesis del antropólogo Marvin Harris, la comida no escapa a la norma según la cual «las gentes hacen lo que hacen por buenas y suficientes razones prácticas». Es decir, que comemos lo que más nos conviene comer. Y uno de los alimentos más prehistóricos del hombre mediterráneo es el caracol, tal vez el animal más fácil de capturar y uno de los que más estragos causa en nuestros huertos debido a su estricta dieta vegana. La prueba de nuestra afición está en los restos de conchas hallados en cavernas y poblados megalíticos. Avanzando hasta principios de nuestra era, el gastrónomo Apicio recoge en De re coquinaria varias recetas que apenas difieren de las actuales, como los caracoles torrados, parientes de los cargols a la llauna catalanes; los caracoles con leche, que los romanos servían con un poco de vino dulce mezclado con garum (mítico condimento a base de vísceras de pescado), y los caracoles cocidos, que aconseja servir con salsas dulces y picantes. 

Ammonite fósil en la iglesia de Selva (Mallorca).

Ammonite fósil de la iglesia de Selva (Mallorca).

Josep Pla también era partidario de alegrar el escaso sabor de los caracoles terrestres con vinagretas, aliolis y todo tipo de especias y salsas picantes. A juicio de Pla, en las recetas con caracoles, estos nunca influyen sobre el resto de ingredientes debido a su insipidez, opinión no compartida por Vázquez Montalbán, quien afirma que sí modifican el sabor de sus acompañantes «con una humildad superterrícola». En Cataluña, los caracoles se guisan con manitas de cerdo, conejo, langosta y, tal como hacen los menorquines, también con centollo (cranca). En un ensayo histórico sobre cocina mallorquina, Miquel Ferrà i Martorell anota una receta de caracoles con pollo dentro del capítulo sobre gastronomía barroca. En cuanto al proceso de encierro, ayuno y purga que precede a la cocción de los caracoles, Josep Pla recuerda que los franceses prefieren que lleguen al plato «tiernos, redondos y llenos -llenos de mierda, se entiende». Los gringos se refieren a nuestros vecinos como «esa gente que come caracoles» y el gallego Julio Camba dice que el primer francés que se comió un caracol «no era un epicúreo, sino un hambriento», pues sólo el hambre puedo animarle a llevárselo a la boca. Al igual que Pla, la gastrónoma mallorquina Caty Juan de Corral recomienda al cocinero echar mano de abundantes hierbas aromáticas y especias, sin las cuales «ni la salsa ni los caracoles satisfarán los paladares». Como excepción, cita los caragolins de almendral, «pequeños como avellanas, blancos como la cal» y con sabor propio. Recomienda los caracoles fritos o torrados y recuerda que hay una gran variedad de recetas para comer caracoles «sin necesidad de meterlos en la olla».

~ ¡CROQUETAS DE GIN-TONIC!

Pizarra a pie de calle en el centro de Palma.

Pizarra a pie de calle en el centro de Palma.

A veces, no sé para qué escribo. Supongo que será vicio, uno de tantos. Lo digo porque no haría falta añadir nada a la imagen que ha provocado este artículo. No está trucada. Es de un bar del centro de Palma que ofrece croquetas de gin-tonic. No diré el nombre para no hacerle propaganda. Confieso que no las he probado ni pienso hacerlo porque ya me imagino el disparate (mi paladar mental se rebela) y además sirven un jamón ibérico de pacotilla, más pálido y desaborío que un cirio. A mi maestro Antonio Vergara, lúcido gastrónomo y eterno abonado al gin-tonic, le pusieron una querella tras escribir que un salchichón «se aproximaba, por su rigidez, a los famosos pergaminos del Mar Rojo». Testificaron en su defensa Manuel Vázquez Montalbán y Xavier Domingo, y finalmente fue absuelto. La ironía no es delito o no lo era, al menos, en 1980. Pero volvamos a la pizarra y leamos de abajo a arriba. Es de celebrar que recuperen un aperitivo tan popular como el palo con sifón, en las antípodas de los gin-tonics hortofrutícolas y especiados que ahora te ponen en cualquier cantina de tres al cuarto. En cuanto a la croqueta, tenía que llegar. La moda acaba siempre en desvarío y las ocurrencias a costa del gin-tonic llevaban un tiempo bordeando el ridículo. Hay gin-tonic del día, gin-tonic con coupage de ginebras, gin-tonic con plancton (un invento del chef gaditano Ángel León), menús-maridaje a base de gin-tonics (un absurdo) y una tonta competición por ver quién acumula más marcas de ginebra. En un bar-restaurante de Gavilanes, villorio abulense de la Sierra de Gredos, descubrí una colección con más de setenta botellas, todo un mérito. He probado muchas cosas raras y hasta muy raras en estos últimos años, desde un risotto de pacharán y pasas de Corinto hasta el brillante gin-tonic en plato que Pedro Subijana creó a finales de los noventa, pero no probaré la croqueta de gin-tonic. Todo tiene un límite.