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~ PANACHÉ Y CONSOMÉ

El consomé del Lhardy, un clásico de Madrid.

Iñaki Camba, chef-propietario del Arce (Chueca, Madrid), mariposea de mesa en mesa y se sienta con los comensales para acordar amistosamente la comanda. En eso, y en la hechura, me recuerda al añorado Joan Olives, del restaurante Malvasia, que fue y ha sido de lo mejor que ha dado Mallorca en el terreno de la restauración. Lo primero que hace Camba es preguntar si lo que hay es «hambre, apetito o gana». Lo segundo, inquirir sobre la preferencia por uno de estos cuatro tipos de cocina: vanguardista, clásica-internacional, tradicional o natural. El panaché de verduras, plato austero y en vías de extinción, sería una receta entre clásica y natural. Su nombre procede del francés panacher, que significa mezclar, más en el sentido de reunir que de revolver. Si en la menestra las verduras van entremezcladas al buen tuntún, en el panache ortodoxo van ordenadas primorosamente, formando un mosaico o abanico de colores. Camba no las mezcla pero sí las amontona, aunque eso es lo de menos. Lo crucial es que llegan a la mesa con ese punto crujiente y musical que tanto gusta al diente roedor. Ya habrá tiempo de volver a las papillas. No falta el suave toque de mantequilla inherente a esta receta de verduras cocidas. José Juan Castillo la bordaba en Casa Nicolasa, el querido restaurante donostiarra que echó la cancela hace justo un año. También en clave natural, probé el congrio, acompañado de una simple vinagreta caliente de tomate. Casi todo el pescado le llega de San Sebastián y más concretamente de la pescadería Oianeder, que fundó mi abuela en 1920 y ahora regenta mi primo, Ion Sarriegi, en el mercado de La Bretxa. Otro plato de raíz presuntamente francesa es el consomé, nombre que viene de consommer, consumir o reducir. Se trata, por tanto, de un caldo concentrado. Fue un placer de invierno tomarlo un gélido mediodía de enero en el Lhardy, donde uno mismo se lo sirve directamente del samovar de plata. Sale ardiendo, como ha de ser, y la espera se presta a entablar conversación con los compañeros de aperitivo. Si se va de Sol al Prado, lo mejor es coger la Carrera de San Jerónimo y hacer parada y fonda en este templo de la burguesía fundado en 1839. Posadas y tabernas aparte, fue el primer restaurante moderno de Madrid, con precios fijos, mesas separadas, minutas por escrito y reservas telefónicas (cuando no había ni 50 abonados). También fue pionero en permitir la entrada de damas solas.

~ MADRID ME ENGORDA (y III)

Los tuétanos de Abraham.

Hubo más platos memorables en el festín del madrileño Viridiana, además de Los huevos de Abraham. De Abraham García, chef manchego que tuvo los huevos de calificar la guía del crítico Rafael García Santos de «tendenciosa, analfabeta y grotesca». Lo hizo en un encuentro digital convocado por elmundo.es y culminó su respuesta con esta frase: «No le sugiero que la queme porque deshonra al fuego». Desde luego, yo nunca escribiría cosas tan tontas como pureza sápida,  manjarosidad, excelsitud o inmaculabilidad sin intención humorística o directamente burlesca. El problema es que toda esa cursilería huera, rimbombante y hortera haya creado escuela. La cocina es algo mucho más inmediato, simple, popular, primitivo y salvaje. Un ejemplo: los huesos de caña de vaca o tuétanos al horno del Viridiana, plato de apariencia troglodítica y sin más aditamentos que unas tostadas de pan, un cuenco de sal gorda y una ensalada de granada y escarola. Hartarse de médula, así a pelo, es una experiencia que roza lo cavernícola. A la hora de la siesta, soñaré que me atacan cabezas de vaca retinta mientras navego en el estanque del Retiro. Me defiendo con los remos y cuando una de las cabezas cae abatida al agua, se convierte al punto en un cerebro espongiforme. Los atracones tienen sus riesgos. Antes de los canapés de tuétano, cayó un plato más sofisticado, sorprendente y mestizo: lentejas estofadas con curry de Madrás, centolla báltica y sobrasada de Mallorca. Otro de los grandes mil leches del festín de Viridiana fue el tamal relleno de rabo de toro con mole poblano cocido al vapor en una hoja de plátano de Tailandia. También destacó un delicioso pulpo gallego con cebolla roja y salsa de ají. Como demuestra en su libro De tripas corazón, la biblia de la casquería, Abraham García es un devoto de los despojos. Sus lenguas de cordero, fuera de carta, me dejaron claro que este chef arrollador guisa con las entrañas.

~ MADRID ME ENGORDA (II)

Los huevos de Abraham.

El huevo es, con mucha diferencia, mi alimento fetiche. Si no tengo huevos en la nevera, me siento a la intemperie. Es el ingrediente más versátil, adjetivo en auge y que tanto vale para un vino como para un futbolista. El huevo es espumante, emulsionante, colorante, aglutinante, espesante, coagulante, clarificante… El huevo es mágico: se transfigura en merengue y desafía la ley de la gravedad o muda en tortilla de Betanzos con chorizo y cura la anorexia. Como toda persona cuerda, soy un adicto a la tortilla de patata y prometo dedicar una entrada de este diario a las mejores que he probado. El sábado comí en Madrid uno de esos platos con huevo que difícilmente se olvidan, conocido en el mundillo gastronómico como Los huevos de Abraham. Su autor es Abraham García, chef del restaurante Viridiana. Es un plato simple y golosón: un huevo de corral hecho en sartén con una crema de hongos (ceps o Boletus edulis) y trufa negra generosamente rallada a la vista del comensal. Según el escritor, amigo y buen vividor Miguel Dalmau, se trata de «un plato iniciático». La crema, casi una mousse, es liviana y de sabor intenso. Al mezclarla con la yema y la trufa, se transforma en un manjar memorable. Tres titanes en feliz armonía. No sé puede escribir de todo esto sin que te entre un hambre inexcusable, así que me voy a preparar un plato con el que gozaré tanto o más que con los huevos de Abraham: un baboso revoltillo de champis y sobrasada. Y mañana (o pasado) seguiré contando el festín de Viridiana.

~ MADRID ME ENGORDA (I)

Una de las buenas tascas de Madrid.

Acabo de volver de Madrid, donde me he tirado tres días con el móvil apagado y la cabeza fuera de cobertura. Madrid me mata, me engorda y me gusta cada vez más. Tiene un aire alegre, canalla, de pueblo llano, que me hace sentir bien y encima es más barato que Palma, cosa que me fastidia bastante. En ciudades como Madrid, donde la gente no sabe estar sin relacionarse, la crisis se nota menos. En Palma, donde antes había cuatro gatos, ahora hay uno, que a veces soy yo. En Madrid, siempre hubo más de cuatro y más de cuarenta gatos en cualquier garito de cualquier barrio. ¡Y qué decir de esos camareros atentos, con nervio, que te saludan antes de que la puerta se cierre a tu paso…! La visita no era por motivos gastronómicos, sino teatrales: Rosana Pastor, actriz amiga, ha estrenado un conmovedor Tío Vania (el clásico de Antón Chéjov) en los Teatros del Canal, espacio cuya dirección artística corre a cargo de Albert Boadella. De todas formas, hubo que comer algo y, como casi no hay duros, escogí dos sitios caros: el Viridiana, de Abraham García, y el Arce, de Iñaki Camba. Cuando se me agota el dinero, tiendo a tirar la casa por la ventana y a gastarlo lo más rápidamente posible a fin de no ir sufriendo y de olvidar por un momento las penurias. Mañana contaré cómo fueron las cosas en esas dos casas del buen comer. Ahora prefiero empezar a leer El huerto de los cerezos, testamento teatral de Chéjov. La obra fue estrenada tal día como hoy, el 17 de enero, de 1904. El maestro ruso murió el 2 de junio de ese mismo año en un balneario de Badenweiler, en la Selva Negra, y su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón de tren refrigerado que se usaba para el transporte de ostras. Veinte años antes había escrito un cuento sobre un niño mendigo titulado Las ostras.

~ PASEO POR MADRID

Con un infatigable trotacalles, Alejandro Caja, como guía insuperable, recorro el Madrid castizo en busca de manjares populares. Primera estación: bar La Revuelta (pl de la Puerta Cerrada, junto a la pl Mayor), merecidamente célebre por sus generosos pinchos de bacalao rebozado o soldaditos de Pavía. Saltamos al bar Los Caracoles (pl Cascorro), donde Amadeo, tabernero de la vieja guardia, nos riñe por dejarnos una rodaja de chorizo en la cazuela de caracoles. A sus 82 años, Amadeo anima el cotarro con excelente humor, energía de jovenzano y entusiasmo intacto. Lleva currando desde 1941: 70 años, a razón de 14 horas por día. Según mis cálculos, unos tres millones y medio de horas plantado detrás de la barra. Tercer asalto en La Paloma (c/ Toledo), marisquería de barrio con ostras a 1 euro, y fin de trayecto en el restaurante Viuda de Vacas (c/ del Águila), donde pasamos del picoteo al plato con enjundia: bacalao dorado (con cebolla confitada y patata paja, según la receta portuguesa) y espléndidos callos a la madrileña (en la foto), todo regado con el crianza Biga de Luberri. Para cenar, cicerone Jandro prepara unas sopas de ajo con huevo en su guarida de Piedralaves. Este pueblo está en Ávila, pero la noche es toledana.