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~ ‘AURRESKU’ PARA UN ARTESANO*

Caricatura del cocinero Hilario Arbelaitz realizada por Xavi Sepúlveda.**

Ni fama, ni doblones, ni medallas u otras baratijas. ¿Qué es lo mejor que le ha dado a Hilario Arbelaitz su oficio de cocinero? La amistad, esto es, los amigos. Así lo ha expresado él mismo públicamente y así nos lo ha contado a quienes hemos tenido el placer de conversar con él en las tranquilas sobremesas del Zuberoa. Su tranquila y sincera cordialidad da sentido y credibilidad a esa declaración de principios. La mesa es, al fin y al cabo, un lugar donde despreocuparse, pasárselo bien y afianzar los afectos. Placeres gastronómicos y amigos suelen ir de la mano, pero el arte está más en el cultivo de la amistad que en cualquier pirueta (iba a poner piruleta) culinaria. La amistad es, para mí, la forma más refinada del amor: sus lazos son firmes, pero no aprietan. Y como decía Montaigne, la verdadera amistad no se mezcla ni enturbia con “causas, fines y frutos ajenos a ella misma”. Quien prefiere un amigo a todos los honores, ese demuestra un talento superior. Hablando de arte, diré que no soy partidario de la consideración de la cocina como tal. Ningún plato llegará a ser nunca ni la mera sombra de un retrato de Rembrandt, una suite de Bach o un cuento de Chéjov. El cocinero expresará más o menos su personalidad, pero sin llegar a alcanzar determinados niveles de emoción y universalidad. Por eso, me sorprendo al observar las ínfulas artísticas de tal o cual cocinero. La prensa, cada vez más ramplona, tiene buena parte de culpa en esa absurda entronización. ¡Como si le faltara algo a ser un excelente artesano! Concentrado en lo suyo, que es guisar, Hilario Arbelaitz nunca ha ido ni de estrella, ni de genio, ni de nada. Jóvenes cocineros que han trabajado a sus órdenes –y ahora despuntan– le definen como un profesional serio, humilde y riguroso.

Hilario Arbelaitz, en la cocina de Zuberoa. Foto: Ondojan.

Más que crear algo nuevo, él ha preferido ahondar en los sabores arraigados,  revisar y retocar (para bien) todo su pasado. Ese apego a la tradición le ha llevado a ser, de entre los grandes cocineros vascos, el que mejor ha reflejado la idiosincrasia local y el que mejor ha sabido congeniar raíces y vanguardia. Conectado siempre con el fuego, no falta ni un día a su puesto de trabajo y dice añorar los tiempos en que “se cocinaba con corazón”. A la hora de hablar de su trayectoria, siempre tiene un recuerdo para su madre, María Irastorza, con quien trabajó durante doce años. No se le olvida lo que ella le dijo cuando tenía veinte años (su padre acababa de morir y él había dejado los estudios): “Si quieres ser cocinero, ¡estate en la cocina!”. El primer plato que aprendió con ella fueron los morros en salsa con puré de patata, aún en carta. El chef Maurice Isabal, del hotel-restaurante Ithurria (en Ainhoa, Lapurdi), le reveló, a principios de los 80, una cocina más refinada. Consecuencia directa fue el foie-gras con caldo de garbanzos, berza y panes fritos, otro de los inmortales del Zuberoa. Los platos de Hilario Arbelaitz son siempre una celebración del sabor. La fidelidad a los sabores de la tierra y la devoción por el buen producto desembocan en una cocina sólida, concreta, noble y terrenal, en las antípodas del experimento trivial. Una cocina laboriosa, hecha a base de lentitud, de paciencia, de fuego dulce, y que concilia refinamiento con suculencia. De ahí su admirada mano de santo para cremas, compotas, purés, veloutés y demás salsas sedosas. Después de 43 años de dura faena, dos cosas siguen siendo importantes para el maestro de Oiartzun: las estaciones, cada una con sus alimentos fugaces, y mantener la ilusión y la fortaleza para seguir haciendo las cosas bien, cada día, al pie del fogón.

* Ante el cierre del restaurante Zuberoa, me sumo al homenaje unánime y coral a Hilario Arbelaitz y familia con este artículo. Escrito en 2015 para el catálogo de Madrid Fusión, finalmente restó inédito al no participar el cocinero vasco en aquella edición del congreso.

** Este dibujo de Xavi Sepúlveda fue publicado en la edición 2015 del anuario de cocina que Antonio Vergara realizaba para el diario Levante y que fue prologada por Hilario Arbelaitz.

~ GAMBA Y ‘ESTRELLA’ ROJA

Lourdes Plana y Maca de Castro, en rueda de prensa.

La gamba vermella desfilará sobre alfombra roja y entre estrellas rutilantes el mes que viene en el puerto de Sóller. Pocos ingredientes como este crustáceo provocan tantas adhesiones culinarias y han sido objeto, en los últimos años, de tal dedicación por parte de inspirados cocineros, desde Bittor Arginzoniz a Kiko Moya, por citar dos estilos y latitudes distantes. Hoy se ha dado a conocer la composición del jurado del I Concurs Internacional de Cuina amb Gamba de Sóller, que suma cinco estrellas Michelin y siete soles Repsol. Además de la presidenta de la Real Academia de Gastronomía, Lourdes Plana, formarán parte del tribunal los cocineros Maca de Castro, Ricard Camarena, Kristian Lutaud y Josef Sauerschell. Las dos primeras estuvieron en la rueda de prensa celebrada ayer en Palma para promocionar el certamen, que tendrá lugar el lunes 20 de septiembre en el puerto deportivo Marina Tramontana y, por enfocar con más precisión, en la azotea del restaurante Suculenta, con vistas panorámicas a la bahía sollerica. Una cita auspiciada por la concejalía de promoción económica del Ajuntament de Sóller y que vincula territorio, sector primario, cultura local y placer gastronómico. La inscripción, de carácter gratuito, permanece abierta hasta el 20 de agosto a través de la web del concurso, cuya organización corre a cargo de Aina Pons (Tres Cultura), que lleva la coordinación técnica; Kiko Martorell (Can Boqueta), responsable de la logística culinaria, y quien esto firma, Andoni ‘Ajonegro’, como director gastronómico.

El valenciano Ricard Camarena estará en el jurado.

Con dos estrellas Michelin -a las que este año suma la Estrella Verde- y tres soles Repsol, Ricard Camarena acaba de recibir el premio como Cocinero del Año en la última edición de Madrid Fusión, congreso que ya le distinguió en 2006 como Cocinero Revelación. El chef valenciano empezó alquilando el bar de la piscina de su pequeño pueblo natal, Barx, y muy pronto se convirtió en el mejor intérprete (iba para músico) de la síntesis entre vanguardia y raíces. Un binomio que también ha marcado la evolución de Maca de Castro, representante de lo que ella define acertadamente como «cocina mallorquina libre» y cuyo restaurante del Port d’Alcúdia es el único de Balears con tres soles en la guía Repsol. En el otro extremo de la isla (y del estilo culinario), Josef Sauerschell ostenta la estrella hoy más antigua del archipiélago: la viene defendiendo desde 2003. Maestro-artesano reconocido por todo el sector, este chef alemán inauguró en 1985 los fogones de La Residencia, hotel de Deià donde gobernó 15 años. Y a sus 66 sigue acudiendo todos los días a su taller de Es Racó des Teix para ofrecer una cocina académica y sólida, esto es, armada con profundo conocimiento del oficio y producto siempre a la vista. Tampoco podía faltar en el jurado un representante francés por la vinculación histórica de Sóller con el país vecino a través de la emigración y el comercio marítimo. Un dato: a finales del siglo XIX había 43 restaurantes regentados por sollerics sólo en la ciudad portuaria de Marsella. Será un referente internacional: Kristian Lutaud, natural de Lyon y cocinero de El Bulli durante cinco años, primero como segundo de Jean Paul Vinay y después compartiendo jefatura con Ferran Adrià. Un jurado de altos vuelos y altos gorros, tal como se merece la pequeña reina de los mares… y de los manjares.

~ EL VALOR DE DECRECER

Maria Solivellas, en su fonda Ca na Toneta.

Han pasado ya cuatrocientos días –como cuatrocientos golpes– desde aquel brusco cerrojazo del confinamiento, un año largo de incertidumbre y ansiedad, de desconcierto y disonancia psíquica. También un año para la reflexión y, en los mejores casos, para la metamorfosis. Ya es imposible escribir nada sin tomar como marco de referencia esta pandemia imprevista y pertinaz; fosca y hostil, pero también con sus luces. Aunque lleva veinte años siendo una cocinera que cocina, la mallorquina Maria Solivellas se ha ayudado del largo trance para reconectar con su oficio. Durante el pasado verano, la reducción de personal le obligó a estar sola en la intimidad de los fogones y ahí recuperó la esencia de su trabajo: restaurar. Restaurar como acoger: dar cobijo y calor, cuidar a través del alimento. En otras palabras, suspender las demandas voraces del propio ego y activar el altruismo para primar las necesidades inmediatas del comensal en un momento tan vulnerable.

Para casi todos habrá sido, en cierto modo, como volver a empezar. Y precisamente ese religarse con el oficio en lo que tiene de ofrenda y trabajo artesano ha llevado a Maria Solivellas a reconectar también con sus inicios en la fonda familiar de Ca na Toneta. Hace veinte años empezó todo para esta cocinera autodidacta pero… ¿cómo empezó todo? Tras vivir una crisis profesional como productora de música y teatro, ocupación que le obligaba a vivir en una vorágine viajera y social, resolvió que debía emprender una nueva etapa a través de un oficio con más sentido. El 11 de septiembre de 2001, que no fue un día cualquiera, decidió ponerse a cocinar en el apacible pueblo de Caimari tras rehusar una oferta laboral del jazzista Paquito D’Rivera. Tal como en estos meses pandémicos, empezó enseguida a cuestionárselo todo, justamente porque con ese cambio buscaba una vida más consecuente.

Primeras medidas: suprimir el entrecot a la pimienta y demás platos internacionales a fin de reemplazarlos por recetas insulares. Maria Solivellas no se desanima ante la espantada de clientes. Empieza a cultivar un huerto propio para autoabastecerse de frutas y vegetales, peina la isla en busca de semillas de variedades autóctonas y, por el camino, se entretiene en trabar estrechas relaciones con los productores locales. Persiste en observar la relación de sus mayores con el medio natural y adopta como guías profesionales la memoria gustativa y el vínculo con el territorio. Al cabo de los años, ya como cabecilla de Slow Food, lidera campañas de recuperación de frutales antiguos, así como del pimentón utilizado tradicionalmente para elaborar la sobrasada.

Mediante la práctica cotidiana de su oficio en un rincón secreto de Mallorca, Maria demuestra que un cocinero puede hacer algo más que cocinar, pero sin que ese ‘algo’ haya de limitarse a una banal campaña publicitaria (más de lo mismo). Puede que este sea el momento más propicio para esgrimir sentido común frente al absurdo de la industria globalimentaria… ¿Seguimos engordando el absurdo y la dependencia o apostamos sin miedo por el decrecimiento y la autogestión local?

(Artículo publicado en el catálogo de la XIX edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ BALEARES POR ESOS MUNDOS

Goya según Mariano Benlliure, en el Prado.

La rueda empieza a girar, pero las sendas se ven oscuras todavía, cenicientas y pedregosas. Parece que el mundo y su gran teatro alzan de nuevo el telón, sobre todo en Madrid, donde las terrazas primaverales están de bote en bote y el Prado, prácticamente vacío. Este viernes tuve el privilegio de estar más solo que la una ante el Cristo de Velázquez (¡eso es un cuerpo!), o ante El jardín de las delicias, de El Bosco, donde pude recrearme a mis anchas por los angostos vericuetos del infierno, o ante El triunfo de la Muerte, de Brueghel el Viejo, que anticipó el crimen en serie urdido por las bestias nazis en las cámaras letales, o ante el aterrorizado perro de Goya. También estuve tranquilo en otro museo, el Reina Sofía, donde me sumergí solitariamente en la perturbadora instalación sonora creada por Niño de Elche a partir del guión-partitura Auto sacramental invisible, del cineasta Val del Omar. No tuve que estar pendiente del distanciamiento social (o distancia interpersonal), que además ya ha dejado de preocuparme tras sobrevivir a los avioncitos de Air Europa. La compañía aérea no para de advertirnos por megafonía sobre la inconveniencia de agruparse en las filas o ante la puerta del baño, pero luego llena sus vuelos y nos embute -sin escrúpulos sanitarios- a la antigua usanza sardinera. Según explican, el aire se renueva en cabina cada tres minutos en un 99,1 por ciento, eliminando todo rastro de bacterias y virus malitos. Muy bien, pero ¿qué hacemos los devotos del Azar con ese 0,9 restante? No sé si el filtraje resultará efectivo ante el incontenible (y entusiasta) ataque de estornudos del vecino, con ráfagas explosivas a dos palmos de mi jeta paranoica… Confiemos ciega y alegremente en las bondades de la alta tecnología (¿alemana?) mientras la rueda se vuelve cuadrada y vamos desfilando, todos a una, hacia el colapso planetario, amén.

David Reartes, chef-propietario de Re.art, en Ibiza.

David Reartes, chef de Re.art (Ibiza).

Especulaciones y deseos aparte, el motivo de mi viaje relámpago a la Corte de la Pseudolibertad fue asistir a la cena elaborada en The Kitchen Club por cuatro cocineros ibicencos con motivo de la Feria Internacional de Turismo. Un póker formado por los chefs de Es Tragón, Es Ventall, Re.art y Es Terral. Desfiló producto de la isla en abundancia: calamar, langosta, sobrasada, cerdo negro, salmonete, queso de cabra, aceite de oliva, verduras variadas… Y el menú supo a Eivissa, que de eso se trataba. Entre los platos, suculento bocado de tartar de langosta con su torrija crocante (o crosta), que Álvaro Sanz acompañó de vino de higos en porrón individual; jugoso bocata negro de calamares con sobrasada y allioli, de José Miguel Bonet; exquisito pastrami de cerdo negro con matices de encurtidos y hojaldre de puerros confitados, del hiperactivo David Reartes, y delicado juego de verduras a cargo de Matthieu Savariaud: juliana de tirabeque y calabacín con dados de polenta crujiente, queso de cabra y puré de brócoli-perejil. Sólo faltó presencia femenina y formenterense para redondear tan espléndido cartel. Y sin salir de los cerveceros Madriles, aquí va un aperitivo de la ponencia que impartirá Maria Solivellas en el congreso Madrid Fusión. La cocinera de Ca na Toneta hablará sobre las ventajas de la condición insular, que se define por sus límites naturales y su fragilidad, pero también por su potencial de autosuficiencia. Como muestra de la estacionalidad que siempre ha marcado su cocina, presentará varios platos con uno de los ingredientes más efímeros de la despensa mallorquina y más infrecuentes en restauración: el garbanzo verde. Una legumbre cuya vida se reduce a tres semanas cortas y que ella combinará con sepia y con manitas de cerdo. Las islas se mueven y seguirán moviéndose, pero espero que no sea a velocidad de crucero, sino de rústica tartana.

 

 

 

~ PLATOS PARA NO PENSAR

Yema crocante con gelatina caliente de setas, de Disfrutar (Barcelona).

Como comensal solitario, prefiero un comedor lleno a un local sin alma. Siempre me ha gustado observar cómo se va transfigurando el ambiente a medida que avanza el servicio. Para quienes nos vemos a menudo en la obligación de comer solos, resulta de lo más entretenido. Por carácter, además, me contagio del clima circundante, de tal modo que si es mustio, puedo sumirme en la pesadumbre más funesta, y si es alegre, acabo marcándome un solo de castañuelas. Comiendo y bebiendo en Disfrutar sin más compañía que la mía (como Lúculo), pude comprobar hasta qué punto el nombre del restaurante le hacía justicia: los allí reunidos no tardaban en cambiar de expresión para convertirse en viva imagen del placer. Esa metamorfosis alcanzaba por igual a todas las mesas y la distensión y el buen humor se adueñaban del lugar hasta desembocar en un recital colectivo de exclamaciones, risas, brindis, sonoros pasmos… El objetivo, en definitiva, se había alcanzado porque ¿qué podían importarle al huésped los reiterados ensayos, los entresijos tecnológicos, la investigación previa? Todo el aspecto técnico desaparecía, se esfumaba en aras de las sensaciones y de la fruición inmediata. ¿O acaso no carece totalmente de interés la temperatura a la que puedan haberte cocido el huevo? En el caso de Disfrutar, la memorable y delicada yema crocante con gelatina caliente de setas es un bocado que te deja sin palabras y, por suerte, incluso sin pensamiento. Y así es cómo el instante se convierte en sabor. Lo mismo pasa con la escritura periodística: uno ha de escribir despacio, tejiendo y destejiendo el texto pacientemente, a fin de que el lector pueda deslizarse por él sin preocuparse de nada. Sólo si la sintaxis desaparece, la columna se transforma en tobogán.

Pichón con mole y abrigo de maíz.

La rampa a la que nos lanzan Eduard Xatruch, Oriol Castro y Mateu Casañas carece de curvas, bordes o badenes: el armazón es invisible. Hay mucho trabajo entre bastidores, pero nunca es motivo de ostentación. Y pese a la complejidad que pueda haber en términos de indagación culinaria, no hace falta entender nada: aquí es posible (y mejor) entregarse y disfrutar. En caso contrario, estaríamos hablando de algo muy distinto y muy tonto: de lucimiento técnico, de efectismo sin sustancia, de retórica narcisista. Y eso tiene un riesgo: que el comensal se deje embelesar por el virtuosismo desplegado ante sus narices y se olvide de probar bocado o, en caso de hacerlo, no encuentre aroma ni sabor por ningún lado. ¿Puede haber algo más patético? Importa y no importa que te planten un gazpacho sólido en forma de sándwich, que el pescado del ceviche sea una crema, que la gilda se monte horizontalmente en plato… Pero lo más importante es que, tal vez, sean las mejores versiones que has probado nunca. Rompan los prospectos. Porque es sencillamente imposible no disfrutar –y no ver disfrutar– del ‘panchino’ relleno de caviar, de los sesos de gamba a la romana, del meloso apionabo negro, del jugo de chuletón, del mango en carbón de azúcar… Y de tantas otras genialidades que alborotan cada día el comedor de Disfrutar.

Tatin multiesférica de maíz y foie.

(Artículo publicado en el catálogo de la XVIII edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ DOS BARRAS, UN MERCADO Y UN GARAJE

Edu Martínez y Bruno Balbi (dcha), en la pelea.

Un viejo garaje de camiones y almacén de madera transformado en brewery y taller culinario, Brut, y un humilde bar de mercado, La Barra de Miceli. Estos serán los dos protagonistas mallorquines de Madrid Fusión, congreso que se celebrará del 13 al 15 de enero. Edu Martínez y Bruno Balbi contarán la metamorfosis vital que les llevó a ambos desde el trepidante mundo de la creatividad publicitaria al de la indagación gastronómica, desde Madrid y Panamá hasta la carretera de Llubí, previa parada y fonda en elBullitaller (Edu trabajó allí junto a Oriol Castro y Albert Raurich). Tal como en una cochera y como en la vida misma, su cocina tiene siempre algo o mucho de desorden, de intriga, de constante mutación. Sus mentes suenan a vinho frisante, a sonajero de burbujas, debido a la constante fermentación de ideas que allí acontece sin tregua. En su ponencia nos contarán la experiencia de su nueva vida en Brut. Todo empezó con seis meses de obras, lo que dio tiempo a explorar y observar el entorno campestre. Y como del aburrimiento y de la distracción surgen siempre las mejores ideas, esos paseos dieron buen tema de reflexión e incluso línea de trabajo: cómo transformar los productos más cercanos para su consumo fuera de estación: una forma más de ir a contrapelo. Todo el proceso desemboca ahora en el inminente lanzamiento de Brilla, una bebida fermentada de hojas de higuera. Del desecho seco a lo probiótico, de lo quebradizo a lo refrescante. Y de la regeneración al suicidio, a la autodestrucción, porque ya están trabajando en un garum de caracoles terrestres donde la autólisis se va a generar de forma espontánea por acción de los enzimas digestivos de los gasterópodos. Será un lujazo hacer de Cavia porcellus o cobaya.

Marga Coll, en La Barra de Miceli.

En el otro extremo, el de la temporalidad más estricta, Marga Coll hablará en Madrid Fusión (por segundo año en el auditorio principal) sobre su larga experiencia en cocina de mercado. Y no hablará de boquilla, sino de suela de zapato, porque desde marzo de 2012, cuando abrió el restaurante Miceli, la cocinera de Selva recorre diariamente el Mercat d’Inca. Hace justo un año dio otra vuelta de tuerca y abrió un bar -mostrador y fogones- en el propio recinto de este mercado municipal, justo delante de la pescadería. En La Barra de Miceli el contacto entre Marga Coll y sus proveedores no puede ser más cercano: aquí hablar de cocina de proximidad es quedarse muy corto. Los boquerones le llegan en volandas y amerizan en la parisién. La materia prima con que trabaja no conoce ni nevera ni transporte. ¿Acaso puede haber mejor suerte para un chef? Como homenaje a todos los placeros que le rodean, aprovechará su ponencia -titulada Comer en un mercado– para ofrecer a los congresistas un guiso tradicional de sepia y albóndigas, cazuela de mar, montaña y huerta. Tanto el tándem hipercreativo de Brut como la aplicada cocinera de Miceli encajan a la perfección en el lema escogido por Madrid Fusión para esta edición: Cocina esencial, la sencillez meditada. Porque esa esencialidad está en el arroz de pulpo que ha sido plato del día en La Barra del Miceli, así como en la hoja de chumbera en almíbar con que podrían sorprenderte cualquier noche en la barra del Brut.

~ TOMEU CALDENTEY, PARADIGMA DEL COCINERO

Tomeu Caldentey, chef del restaurante Bou.

Tomeu Caldentey, chef del restaurante Bou.

Conforme al origen etimológico de la palabra, el alumno se alimenta de las enseñanzas de su maestro, encargado de criarlo y de hacer que crezca. Tomeu Caldentey (1972) tuvo como maestro de cocina a Toni Pinya (1951), docente e investigador imprescindible. Y Toni Pinya fue discípulo de Tomeu Esteva (1920-2010), cocinero tan relevante en Mallorca como lo ha sido Luis Irizar para el País Vasco. Nada surge de la nada: el oficio se va traspasando de generación en generación mediante la relación directa de esos fugaces e intensos magisterios. A Tomeu Caldentey le gusta recordar una frase de Toni Pinya, que éste heredó, a su vez, de Tomeu Esteva: “Al final, no hemos de olvidar que sólo somos cocineros”. Ni más ni menos. Lo decía un maestro que se refería al comensal como “su Majestad el cliente”. Majestad: tratamiento que, según la Real Academia Española, sólo ha de darse “a Dios, emperadores y reyes”. El diccionario del Institut d’Estudis Catalans prescinde de la referencia monoteísta.

También Tomeu Caldentey ejerció como docente durante seis cursos académicos, justo antes de abrir restaurante propio, Es Molí d’en Bou (hoy simplemente Bou), en abril del 2000. A sus 28 años, se convirtió en un espejo para muchos aspirantes a chef. No olvidemos que fue el primer cocinero mallorquín en conseguir una estrella de la tediosa Michelin, ni que lleva luciéndola desde hace quince ediciones (2004-2018). Es sólo un dato (me carga toda esa mandanga competitiva). Lo cuento porque Caldentey está en una tierra de nadie o generación intermedia entre los pioneros de la nueva cocina mallorquina, como Benet Vicens (Béns d’Avall), y esos profesionales más jóvenes que la han llevado al terreno de la vanguardia, caso de Maca de Castro (Jardín). Durante un tiempo, le tocó a él tirar del carro, prácticamente en solitario. La perseverancia y el rigor han hecho de él un líder humilde, escéptico y tranquilo.

La cocina de Tomeu Caldentey es –como suele ocurrir en los mejores casos– un reflejo de su particular personalidad: laboriosa, delicada, sensata y reflexiva. Su evolución le ha llevado de cocinar en el comedor (a la vista del comensal) a servir en la cocina, donde ahora se desarrolla casi todo el servicio, como si de una función se tratara. Además, ha creado una serie de pólvores inspiradas en la pólvora de duch (polvo de duque) descrita en el Llibre de Sent Soví, tratado medieval de cocina catalana. Son mezclas de hierbas, especias y otros ingredientes, que pueden servir como condimento, agente aromatizante o rebozado. Por ejemplo, la pólvora groga (amarilla), a base de azafrán, ajo y pimentón,  condimenta el yogur que va con la morena ibérica: dados de papada cubiertos de piel de morena más hinojo marino y toques cítricos. Por acabar con un plato más reciente, citaré el denominado ‘tuétano vegetal’, reunión otoñal de tubérculos (boniato, chirivía, salsifí) cocidos y salteados en mantequilla noisette, presentados sobre una rodaja de apionabo y acompañados de un puré de este ingrediente (a la vainilla), trufa, shiitakes y espuma de tuétano.

(Artículo publicado en el catálogo de la XVI edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ LOS ROCA: CON LOS PIES EN EL BARRIO

Joan Roca, en la fonda familiar.

Joan Roca, sirviendo en la fonda familiar.

En la escalinata del Palau Robert que conduce a la exposición De la Terra a la Lluna, sobre el proceso creativo de los hermanos Roca, hay un poema de Joan Maragall del que me permito traducir cuatro versos: “Si olvidándote de ti mismo / das el máximo en tu trabajo, / haces más que el emperador que rige / automáticamente sus estados”. El texto, inscrito en las contrahuellas de los peldaños y titulado Elogi del viure, es una loa al compromiso y al amor por el propio oficio. De los cuatro, tal vez el primer verso sea el más esclarecedor, pues ese olvido de uno mismo funciona como defensa natural contra la vanidad, la arrogancia y la búsqueda de halagos externos. Para trabajar concentrado, con el esmero de un buen artesano, es preciso abstraerse de los fastos mundanos y de las añagazas del egocentrismo. ¿En quién ha de pensar el cocinero cuando trabaja? No es una pregunta banal, ya que nos habla del objetivo de su quehacer. Mi respuesta sería: en el comensal y no en sí mismo.

El viaje que lleva a la luna no puede ser meteórico. No sirven de nada las botas de siete leguas y, además, nunca acabas de alcanzarla. Los hermanos Roca tuvieron como línea de salida unos orígenes muy humildes, un bar de barrio obrero que quedaba extramuros de Girona, aislado por un cinto de chabolas: el suburbio como plataforma de lanzamiento. ¿Cuál ha sido el combustible? Una aleación de magia, memoria, academicismo, libertad y sentido del humor, entre otros metales nobles. Pertrechos o ingredientes para un proceso tranquilo, sin prisas ni bandazos, y que se sustenta en el esfuerzo y el entusiasmo de toda una familia. El barrio, también, como brújula de una larga travesía espacial, una levitación a la distancia justa de la tierra. Sin dedicación y humildad, no hay forma de avanzar (tal vez, la profesionalidad consista en eso). Raíces que nacen de la cabeza y alas en los pies.

Cartel de la exposición sobre Can Roca.

Cartel de la exposición sobre Can Roca.

De ahí, de la casi nada, al reconocimiento internacional que les ha permitido dar la vuelta al mundo y rozar la luna… Viajar es, según Joan Roca, la mejor forma de comprobar que uno es ignorante. Aunque el campesino hable español, en un mercado de Lima te sientes analfabeto, pues eres incapaz de reconocer la mayoría de alimentos que se te ofrecen. Magnífica ocasión para escuchar y para aprender, que es lo que más aviva la pasión por cualquier oficio. En el último menú de El Celler de Can Roca, la multiculturalidad y la globalización (del conocimiento, no la mercantilista) reciben su homenaje, como forma de transgredir lo establecido: hoy, si no vendes kilómetro cero, no eres nadie. La libertad les lleva a marinar con alga kombu un salmonete local, a acompañarlo de higos (de higuera y de nopal), anémona y salicornia, y a aliñarlo con vinagre de katsuobushi. Vitalidad creativa que no está reñida, sino al contrario, con un profundo y exhaustivo conocimiento del propio entorno.

Para Joan Roca, el paisaje viene a ser “el producto visto de lejos”, lo que le lleva a definir el producto, inversamente, como “el paisaje visto de cerca”. Reflexión brillante y coherente, como su cocina, siempre meditada, sabrosa y de resultados comprensibles, nunca herméticos. El objetivo sigue siendo –como en la casa de comidas que le vio nacer– el comensal y su placer inmediato. Dejémonos ya de ‘experiencias’ (místicas o lisérgicas): a un restaurante se va a comer. Y a El Celler de Can Roca, a comer y beber espléndidamente bien.

(Artículo publicado en el catálogo de la XV edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ MICELI O LA RENUNCIA AL PRIMOR

Marga Coll, en la terraza de Miceili.

Marga Coll, en la terraza de Miceli (Selva).

Cuando la cocina se reduce a cabeza y técnica, mal vamos: lo más probable es que caduque el sentido del sabor, brújula y norte que nunca conviene perder. El fervor místico por lo conceptual y el afán de perfeccionismo –binomio letal– suelen desembocar en una suerte de virtuosismo técnico tedioso e insustancial. La renuncia a ese camino de perfección es ya un paso (hacia el placer) y una declaración de principios. Abro con esta reflexión el perfil sobre la cocinera mallorquina Marga Coll porque desde el 31 de marzo de 2012 –fecha de apertura del Miceli– renueva a diario los platos de su carta. Y así, afortunadamente, no puede llegarse ni a la excelencia –gran tontería– ni a la excelsitud. Ni falta que hace. Ella es consciente de que algunas cosas no salen como saldrían si las trabajase a lo largo de equis meses o, como hacen algunos cocineros, de un año para otro, pero antepone la emoción al primor y se queda con el riesgo, en menoscabo de la seguridad. Prefiere no repetirse a ser perfecta. Y el efecto es sabroso. Para dar forma a esa filosofía de la imperfección (todo un estilo), no queda otra que ceñirse a la estacionalidad, que es como decir el presente inmediato. Marga Coll visita cada mañana el mercado de Inca, pueblo grande a tres kilómetros del Miceli, ubicado en Selva, ya en las faldas de la Serra de Tramuntana. Así y sólo así se puede presumir de practicar cocina ‘de mercado’, una de las manidas etiquetas que alegremente se han colgado tantos chefs. Y si para alardear de hacer cocina ‘de autor’, hay que ser original –en el sentido de personal o único–, para hacer cocina ‘de mercado’, es condición trillar sin tregua lo que hasta hace poco fue el ágora cotidiana de los cocineros. Sin cita previa, se encontraban en el mercado, echaban un café y comentaban la jugada. Misteriosamente, esa buena costumbre se fue extinguiendo.

Fideos de pulpo mallorquín con 'allioli' de azafrán, del restaurante Miceli.

Fideos de pulpo mallorquín con ‘allioli’ de azafrán, del restaurante Miceli.

Deambular por el mercado es, para Marga Coll, la principal fuente de inspiración. No podría ser de otra forma, dado su instinto improvisador y su osadía como cocinera. Osadía, que no temeridad, pues conoce a fondo su oficio y lo disfruta a diario. De ese paseo tempranero –y de su cordura– surgen los platos de cada jornada. Hoy, 27 de octubre de 2016, a las 10:20 horas, me canta la oferta del día desde el mercado cubierto de Inca: crema de espinacas con espuma de sobrasada; rollitos crujientes de verderol (pez limón) con albahaca y mahonesa de limón; frito de zanahoria morada y porc negre con huevo escalfado; dentón gratinado con rebozuelos y verduras (versión del pescado a la mallorquina), y paletilla de cordero (eco) con judías verdes, puré de patata y salsa de romero. De postre: caqui en texturas (más otoño) o pastel de queso. Como puede apreciarse, Marga Coll no escatima ni en producto ni en faena. Tampoco en raíces. Hablando de arraigo, la cocinera del Miceli viene a presentar este año a Madrid Fusión el desayuno cien por cien balear que ofrece en Arrels, su segundo restaurante, ubicado en el hotel Gran Meliá de Mar (Illetes, Calvià). Frutas de temporada, lácteos, panes, embutidos, quesos, trufa mallorquina, repostería dulce y salada de elaboración propia, vinos, salazones… Una inmersión en los sabores y la artesanía alimentaria de la isla. Antón Chéjov dijo que “es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera”. Discrepo, por una vez, con el maestro ruso, al menos en lo que a Marga Coll se refiere.

(Artículo publicado en el catálogo de la XV edición del congreso gastronómico Madrid Fusión)

~ PONGAMOS QUE HABLO (y II)

Joan Roca, de nuevo uno de los mejores ponentes.

Joan Roca, de nuevo uno de los mejores ponentes.

Concentrarme en las ponencias que me interesan, en la oscuridad del auditorio principal, e irme de bares -no sé dónde- con alguna cuadrilla improvisada. Esas son las dos cosas que más disfruto de un congreso gastronómico como Madrid Fusión. La que menos, el revoltillo mundano de la zona de exposición, ese agotador e insufrible stop and chat con este y con aquel. Uno, que tiende a los extremos y no tolera bien la sobreexposición social. O dentro o fuera, pero no en ese ruedo intermedio de relumbrón, algarabía y constante interferencia (con el cansino whatsapp tengo más que suficiente). De adentro, me quedo -un año más- con la charla magistral de Joan Roca, siempre uno de los más sensatos. En esta ocasión dedicó su ponencia al factor humano, a la importancia de consolidar un equipo en que cada quien encuentre su sitio, disfrute de su misión y pueda dar lo mejor de sí mismo. Para ello, los hermanos Roca han sacrificado el servicio de los martes al mediodía (unos 15.000 euros de caja) a fin de que la plantilla, compuesta por 65 personas, mantenga una reunión semanal con una psicóloga contratada ad hoc. El chef catalán afirmó que «lo más importante de un restaurante son las personas», esto es, los clientes y el equipo. Recalcó que, en una tarea colectiva, es indispensable dedicar tiempo de aprendizaje a «la tarea de escuchar» y dio una definición inapelable: «Cocinar es cuidar». Un enfoque relacional que englobó en una nueva «vanguardia postmaterialista» e intangible.

Cabeza de cochinillo, de La Tasquería.

Cabeza de cochinillo, de La Tasquería.

Y de fuera, de las calles siempre en danza de Madrid, pasé grandes momentos -por divertidos y sabrosos- en dos antros de culto: la taquería Mi Ciudad (¡con ricos tacos a 1,50!) y el Chuka Ramen Bar. Compartí antojitos, fideos y mezcales junto a los cocineros Álvaro Garrido (Mina, estrella Michelin de Bilbao la Vieja), Manu Jugo y Erlantz Ugarte (tándem del genial Topa, en Galdakao) e Ignacio Echapresto (Venta Moncalvillo, con estrella en Daroca de Rioja, ¡aldea de 44 almas!). También tuve la suerte de compartir mesa (y no mantel) junto a la periodista Lydia Corral y el cocinero Joseba Salamanca en La Tasquería, nombre en que se funden tasca y casquería. Fue un par de horas después de que su chef, Javi Estévez, fuera nombrado Cocinero Revelación 2016 en Madrid Fusión. Comimos lengua de cerdo ibérico (modo fiambre), lengua de ternera con atún y alcaparras (versión del vitello tonnato), riñones de conejo a la meunière, crestas de gallo con langostinos al ajillo y, como gran remate, compartimos una curruscante cabeza de cochinillo (la de la foto), tal vez el mejor bocado de estos tres días en el Foro. La confitan a baja temperatura durante toda la noche y la acaban con un golpe de fritura, sumergiéndola entera en una olla, para que el exterior quede crujiente como un torrezno. Se empieza estirando de las orejas y se culmina con el bocado más delicado y fundente: los sesitos. Bastante más seso (y menos imagen) haría falta en el circo de la gastronomía española.