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~ GASTROMANÍA (17): ‘Disparatario’, de Edward Lear

Edward Lear (1812-1889).

Las dietas extravagantes y los platos descabellados salpican toda la obra del escritor londinense y suburbano Edward Lear, maestro del nonsense. La mentalidad británica es especialmente proclive a esta variedad de humor sin sentido: el siempre saludable y transgresor disparate, palabra que procede del latín disparare, esto es, separar. ¿Separarse, tal vez, de la convención social para situarse fuera de los dominios de la Razón? Es la interpretación que me sugieren los personajes estrafalarios, enloquecidos y tragicómicos que pueblan los limericks de Lear, ilustrados por él mismo. El añorado Cristóbal Serra, traductor de su obra en colaboración con Eduardo Jordá, me espetó en 1993 que «la Razón es lo que pervierte al artista» (y así titulé aquella entrevista). Lear dispara disparates y un tiro desatinado te alcanza siempre en pleno entrecejo. En sus Book of Nonsense y More Nonsense desfilan viejetes que dilapidan sus bienes en cebolletas y mieles, que lucen un tocado de langostas al ajillo y ratoncetes con vinagrillo, que hierven huevos dentro de sus zapatos, que se atiborran de hojaldres para mantenerse en vela y esquivar las pesadillas, que subsisten a base de asado de arañas, té y mantequilla o de papillas con algún que otro roedor a modo de tropezón…

Portada de la edición de Tusquets.

Pero no sólo en los limericks abundan las viandas y los absurdos regímenes alimentarios. En sus Historietas tontilocas, por ejemplo, hay una isla «llena de chuletas de ternera y confites de chocolate y nada más», una mojama de rinoceronte que sirve de esterilla, unos ratoncillos adictos a las natillas, unos moscones que cifran su sustento en pastelillos de ostras, vinagre de frambuesa y jalea de cuero ruso curtido… En Bestiario y flora nos topamos con un Asno Absolutamente Abstemio que vive de agua de seltz y pepinos adobados, con un Buitre Visiblemente Vicioso que escribe versos en honor de una costilla de ternera y con un árbol que se desintegra en forma de galletas. Y en Rimas disparatadas, Lear formula a bulto una receta irrazonable de pasta de oblea hecha sólo con «Sabio venerable» y dos cebollas. También encontramos en sus páginas varias recetas insensatas del profesor Boberías, entre ellas la del pastelón de amiblongos, que debe ser arrojado por la ventana nada más servirse. Los chuletones con salsa migabóblica consisten en carne de buey picada, curada al sol (una semana en el tejado) y aderezada con lavanda, aceite de almendras y espinas de arenques. Como summum del absurdo, las empanadillas clarolúcidas, que se hacen golpeando duro con el mango de un escobón a un cerdo mientras se le ceba con grosellas, guisantes, castañas asadas y nabos. En su selfiepoema, el bueno de Lear -vigésimo de una familia de 21 hijos y aquejado de epilepsia, bronquitis crónica y asma- confiesa que su panza es orbicular, que come cangrejos y que «entre un montón de libracho / bebe mucho vino de Marsala, / pero nunca está borracho». Vagó por casi todo el Mediterráneo huyendo del clima inglés para acabar sus días en San Remo. Dicen que amó a su gato Foss y que fue un melancólico.

~ DESVIACIÓN GASTRONÓMICA

Estampa del puerto pesquero de Lekeitio, en Bizkaia.

Más de una vez me han preguntado y me he preguntado cómo llegue a adentrarme (o a perderme) en el mundo del periodismo gastronómico, algo que no tuve previsto -y ni siquiera pude imaginarme- antes de los 30 años. Justo antes de cumplirlos, me sumí en una crisis profesional (una más) tras un año largo en Diario 16 como redactor raso. Me pusieron de cronista de tribunales y me tocó cubrir el Calviàgate, proceso contra dirigentes del PP que acabó en una condena irrisoria. En esta cabecera publiqué informaciones muy ajenas al mundo de la gastronomía y, como prueba, algunos titulares: «48 horas de dignidad» (sobre una huelga de peones magrebíes), «El insomnio de los refugiados» (sobre el atentado contra el albergue social Es Refugi), «El Supremo ratifica la condena contra un confidente [policial] por tráfico de cocaína», «Ideal para ataúdes» (sobre la secta Nueva Acrópolis) o «Un año de prisión para el primer insumiso juzgado en Baleares». También entrevisté al escritor Cristóbal Serra, al fiscal Adrián Salazar y a los periodistas Pepe Rodríguez y Joaquim Maria Puyal. Solía comer de menú, con el tiempo justo, y siempre era lo mismo: del bar a la redacción -deglutiendo el café- y a vaciar la mochila. El cambio -la revelación o desviación- se produjo en la villa marinera de Lekeitito en agosto de 1994. Para ser más precisos, en El Gallo, taberna gobernada por varias generaciones de mujeres, responsables de las cazuelas de cocina tradicional que siempre lucían, tan apetitosamente, sobre la barra. Una de esas tascas umbrías en que las cuadrillas de bebedores (de vino) aún se arrancaban a cappella. Ahí me di cuenta o al menos fui plenamente consciente, con Marina Ruiz, de cuánto me gustaba comer y beber bien, sobre todo unos chipirones en su tinta y otros guisos salseros (como me diría más tarde en una entrevista el cocinero Jacinto del Valle, «la cocina es mojar pan»). La cuestión es que -conocedora tanto de mi crisis como de mi buen diente- mi compañera de placeres dejó caer, entre bocado y bocado, que en Palma se impartían clases de Cocina en el instituto Juníper Serra. No le di mayor importancia, pero fue volver a la isla y matricularme. El finiquito y algo de paro, más un par de colaboraciones mal pagadas, me daban margen para estudiar con cierta despreocupación. El objetivo no era profesional: lo que quería era aprender a cocinar, ya que asociaba esa habilidad a un tipo de vida más autosuficiente y hedonista: ¡al fin se iban a acabar los menús de bar!

En mayo de

En 2005 me estrené en Club de Gourmets, revista decana en gastronomía.

Así di el golpe de timón, a los 30 años cumplidos y sin saber qué rumbo estaba tomando ni, por tanto, cuál había de ser el destino. Como de costumbre, todo se fue desenvolviendo sobre la marcha y -¿para qué preocuparse?- nada fue como uno podría haber esperado. Acabé el ciclo formativo e hice las prácticas de empresa en el restaurante Xoriguer, bajo el magisterio de Juan Romero, cocinero al que debo el buen consejo que entonces me brindara: centrarme en el periodismo gastronómico. Según me dijo convencido -corriendo el año 1997-, no había nadie que, al menos en Baleares, escribiera de las cosas del comer con suficiente conocimiento de causa. Otro consejero fue, en idéntico sentido, mi tío Iñaki Sarriegi, peskatero y gourmand a quien dediqué en este blog un indeseado obituario. Y así, casi sin darme cuenta y al principio sin excesiva convicción, empecé a publicar, sobre todo a partir de 1998, textos sobre gastronomía en pequeñas guías y revistas efímeras. Toni Pinya, Benet Vicens, Marc Fosh y Juan Carlos Azanza figuran entre los primeros cocineros a quienes tuve la suerte de entrevistar durante esos años de iniciación. Desde entonces, no he perdido el contacto con ellos. De hecho, el primero participó este mes como contertulio en la presentación de Mallorca Gastronomical Tour, nueva guía a la que he aportado ochenta y tantas reseñas. Más de treinta años separan este último encargo del primer reportaje de cierto empaque que -con fecha 24 de octubre de 1988- publiqué en la prensa balear. Fue portadilla de la sección de sucesos del diario Última Hora y trataba sobre el intrusismo denunciado por el colectivo profesional de detectives privados. Más tarde, entre 2003 y 2009, me tocaría a mí ejercer el anonimato laboral propio del investigador al trabajar como inspector gastronómico para la guía Gourmetour, primero en las islas y luego en la provincia de Gipuzkoa. La clave fue -una vez titulado como Técnico de Cocina- decidirme a unir mi experiencia periodística con los conocimientos de hostelería recién adquiridos. Sólo esa especialización y el ineludible reciclaje tecnológico podrían haber hecho posible mi supervivencia como plumilla. Otro punto de inflexión fue, en 2011, la creación de este blog, lo que me permitía convertirme -siempre que quisiera- en mi propio editor. Nunca he soportado por mucho tiempo la atmósfera oficinesca de las redacciones, donde también han acabado imponiéndose la hipereficiencia, la adustez y el individualismo más rampante. Y así fue como dije adiós al indigesto menú de bar.