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~ DEFENDERSE COMO ISLA (I)

Ciutadella no se ha vaciado hasta octubre.

Este año los menorquines le han visto las orejas al lobo. Al mismo lobo que ya rondó Mallorca en los cuatro o cinco veranos previos a 2020, cuando la pandemia hizo menguar la temporada a seis semanas la mar de tranquilas. Un cambio imprevisto en la tipología de los turistas ha provocado por vez primera en Menorca una clara sensación de agobio tanto entre residentes como entre visitantes. Han sido como tres agostos seguidos de sobresaturación, un verano tupido y que ha dejado muchas escenas inéditas: de una vieja furgo habitada bajan dos amigos, se remojan un poco los alerones, cambian camiseta por camisa y cumplen con su reserva (obligada) en el restaurante de un lujoso agroturismo. No muy lejos, cuatro miembros de una familia hacen hora y media de cola ante una hamburguesería para que, al llegar su turno, ya esté toda la carne vendida. Mientras el sector restauración no puede quejarse, las tiendas de souvenirs se han comido los mocos. Los nativos, por su parte, acostumbrados a encontrar siempre sitio en sus locales predilectos, han tenido que contentarse con cenar en casa (y eso que se han ahorrado). Habituados al turismo de pulserita, o todo incluido, ese que transita sin apenas molestar entre el hotel y la playa de enfrente, este año los menorquines se han visto obligados a lidiar con otro perfil de cliente: más independiente, más inquieto, más heterogéneo y con mayor promedio de gasto. Ya decía la santa Teresa que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

¿No convendría cerrar a tiempo la tanca y evitar la sobreexplotación turística?

¿Qué ha pasado? Pues que las plazas que, a causa de las restricciones, no han podido venderse al turista tradicional, mayormente british, han sido ocupadas gustosamente por españoles con más posibles (muchos llegados en su propio auto), con aficiones foodies y adicción a las redes digitales, diabólicas y delatoras. A este desplazamiento en el target convencional para el cliente de gran hotel, hay que añadir las camas y sofás de los pequeños alojamientos urbanos y, sobre todo, de las viviendas destinadas a alquiler turístico, que copan un 34,4% de la capacidad total en términos oficiales, esto es, sin contar con la voluminosa oferta ilegal. Resultado (patético): saturación vespertina con atasco incluido para fotografiar o filmar la puesta de sol en Punta Nati, un lugar que yo recuerdo totalmente despoblado. El riesgo está en que, si la situación sanitaria se estabiliza, el verano que viene podría confluir todo el turismo convencional de antes (británico y alemán) más el peninsular y el francés, de importancia muy creciente. La estrecha carretera que conduce a Punta Nati, bordeada por paredes de piedra seca, y el austero paisaje circundante aparecen en el documental Pedra pàtria, una lírica reflexión del menorquín Macià Florit sobre los orígenes y la identidad. Dejándose inspirar por la historia geológica de la isla, legible en los colores y texturas de sus rocas, el film transita desde las oscuras pizarras del Carbonífero, características del Cap de Favàritx, hasta la piedra blanca, el blando marés, metáfora de la fragilidad de la memoria. Menorca ha estado de moda este verano y puede que en un par de años -tan boyantes- tengamos que enterrarla tras morir de éxito. Porque la erosión siempre va más deprisa de lo que nos parece.

 

~ MENORQUINAMENTE (y II)

Felip Llufriu, en su nuevo Mon.

Felip Llufriu, en su nuevo Mon, de Ciutadella.

La novedad de este verano en Menorca se llama Mon, palabra polisémica catalana que, sin acento, es adjetivo posesivo: mi. Y con acento, significa mundo. El cocinero Felip Llufriu ha vuelto adonde nació en 1977, Ciutadella, para crear su propio mundo tras una larga carrera en Barcelona. Humilde, risueño y cordial, desde junio regenta el restaurante Mon en Can Faustino, selecto hotel de 24 habitaciones ubicado en una de las coquetas callejuelas del casco antiguo. Durante los últimos diez años estuvo como chef del Roca Moo, restaurante del hotel Omm asesorado por los hermanos Roca y con estrella Michelin desde 2006. En su nuevo mundo, ha demostrado oficio y sensibilidad desde el primer día, sin necesidad de alarmar al personal con platos alambicados o mezclas estrafalarias. El reto es trabajar todo el año y para eso hay que ganarse al público local, poco dado a derrochar fuera de casa y mucho menos en experimentalismos. A Felip Llufriu no se le caen los anillos: tiene un menú del día a 20 euros, que puede consistir en unos fideos de conejo y sepia (rossejats), un rabo de vacuno relleno de foie-gras y una selección de quesos menorquines, más pan, agua y café.

Arroz seco de conejo y 'espardenyes'.

Arroz seco de conejo y ‘espardenyes’.

Su cocina es sólida y comprensible: con buen bocado a la vista. Además, esa materia prima procede casi en su totalidad de la isla: se abastece de Sa Cooperativa del Camp y de pescadores locales. Los paladares plebeyos gozarán de su trabajo con los manjares de casquería, tanto terrestres como marinos. Hígado de rape, por ejemplo, que escabecha y acompaña de champiñones, confitura de limón e hinojo marino (crudo y encurtido). O mollejas de ternera, que primero blanquea (cocción partiendo de agua fría) y luego termina en plancha. Las guarnece con cebolletas crujientes y salsa de alcaparras. En esa misma línea asequible y popular, el goloso canelón de pollo de payés con velo de leche, avellana y bechamel de carne (demi-glace), y el suculento arroz seco de conejo y espardenyes. Se puede comer a la carta por 35 euros. El chef estudió cocina en Menorca y a los 21 años empezó su peregrinaje por grandes restaurantes: seis meses en Neichel, seis en Mugaritz y ocho en Jean-Luc Figueras. Cuando llevaba veinte días en Las Rejas, le fichó El Celler de Can Roca y enseguida se ganó la confianza de la casa. Con sólo 25 años le destinan como jefe al Roca Moo, cuya oferta está hecha de binomios: todos los platos se ensamblan con su correspondiente vino… O cerveza, caso de la cigala con curry, regaliz y rosas. Junto a la consolidación de Paco Morales como asesor de Torralbenc, la reciente apertura de Mon sitúa un poco más a Menorca en el mapamundi gourmet. Esperemos que la travesía sea larga.

~ MESAS MEGALÍTICAS (II)

Terraza del Café Balear, en el Pla de Sant Joan (Port de Ciutadella).

Sigo en Ciutadella esta ruta por las mejores taules de una isla hecha de piedra y viento, Menorca. En el Pla de Sant Joan, donde en fiestas se celebran  los juegos medievales, abre sus puertas el Café Balear, uno de esos establecimientos sin los cuales la vida cotidiana de un pueblo o de una ciudad no sería lo que es.  Fundado en 1970, el Café Balear es una de las instituciones (la torpe metáfora al uso) de Ciutadella y uno de los grandes alicientes de la visita a Menorca. Sin duda, una de sus mejores taules marineras gracias al género que descarga a diario la César Pijuan -embarcación de la casa- y al buen oficio de Juan Aguilera. Aunque suene a sacrilegio, hay que decir que no hace falta irse a Fornells a gozar de la célebre caldereta de langosta. De hecho, ni siquiera hace falta tomar langosta: en el Café Balear puede disfrutarse tanto, o más, con un arroz caldoso de rape, cigala y gambas, o con un pescado a la menorquina, horneado con patata, tomate, pimiento verde, ajo, perejil y pan rallado. Como entrantes, nunca defraudan ni las escopinyes al natural, ni las gambas rojas a la plancha, ni el carpaccio de rape, receta que tienen en carta desde hace al menos doce años. No se complican la vida en cocina y así siempre dan bien de comer. Como dice mi tío, pescatero en el mercado donostiarra de La Bretxa, el mejor pescado es «el que menos tiempo lleva fuera del agua». Y lo único que hay que hacer con ese pescado es «quitarle el crudo». Si, como es preceptivo, se prefiere comer langosta en el puerto de Fornells, una de las plazas más seguras sigue siendo Es Cranc, un clásico al que no le van a la zaga Es Port, Sa Llagosta y Es Cranc Pelut. Y cierro con una última pista para comerse el mar: el popular Cap-Roig, en cala Sa Mesquida, a cinco kilómetros de Maó.

~ MESAS MEGALÍTICAS (I)

Detalle del comedor de Sa Vinya.

Procuro revisitar Menorca cada año, a ser posible a finales de mayo o de septiembre, cuando en las calas casi no hay nadie -si es que hay alguien- y tampoco en los misteriosos poblados megalíticos. Más que el mar y que la caldereta de langosta, mi gran debilidad menorquina son esas nueve taules de piedra que aún se conservan íntegras.  Estuve la semana pasada y visité las de Binissafullet, Torretrencada y  Torrellafuda. Pocas cosas me sobrecogen y perturban más que el hecho de acercarme a una taula. De hecho, he de confesar que no me atrevo a hacerlo en noches de luna brava y mucho viento. En cuanto a las otras mesas, tengo varias que tampoco me pierdo, caso de Sa Vinya, un lugar con alma y en el que siempre puedes sentir que estás en Menorca. La carismática Pilar Riera, dedicada a la restauración desde 1980, trabaja con producto de la isla escogido personalmente por ella. Y su cocina es franca, directa, de sabores inmediatos: calabacines rellenos de verdura, sardinas en ligero escabeche, gambas rojas a la plancha, sepia guisada con alcachofas, salmonetes fritos,  albóndigas en salsa con arroz… En el comedor, muy cálido, hay una biblioteca literaria de muchos quilates y pueden sonar las voces de Nick Drake, Tom Waits o Leonard Cohen. En una onda muy diferente, urbana y funcional, Ses Forquilles es un bullicioso gastrobar del centro de Maó. Oriol Castell y Marco Antonio Collado destacan en la capital desde hace seis años con sus pinchos y tapas de cocina caliente. Les sigo desde 2007, cuando ganaron de calle el certamen Cuinart Menorca (me toco estar de jurado) con un plato que mantienen en carta: lechona menorquina de Can Triay (cocinada a baja temperatura y deshuesada) con compota de manzana y jengibre. En la pizarra se anotan las sugerencias de temporada:  latita de mejillones de roca en escabeche de cítricos; coca de pulpo con berenjena a la brasa y cebolla crujiente; tomate de huerto con bacalao, cebolla tierna y olivada… Casi todos los platos se sirven en media ración, incluyendo el sabroso arroz negro con tallarines de sepia y allioli. En la otra punta, Ciutadella, procuro no perderme otro gran bar, el Imperi, donde están -probablemente- los mejores bocadillos de la isla: de queso curado de payés, de carn i xua, de cuixot, de sobrasada y miel… Servicio amable, buena terraza en una esquina de la plaza del Born y litros de gin con limonada a precios clementes.