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~ EN EL ‘CELLER’ DE BERNARDÍ ROIG

El 'celler' de Can Ximarro, de Binissalem, donde tiene su estudio Bernardí Roig.

El ‘celler’ de Can Ximarro, de Binissalem, donde tiene su estudio Bernardí Roig.

Bernardí Roig, creador de imágenes que dan la vuelta al pequeño mundo, trabaja durante el mes de agosto en una antigua bodega de Binissalem: el celler de Can Ximarro, cuya construcción data del siglo XVII. Le visito para preparar un reportaje que se publicará próximamente (o no) en una revista gastronómica (es un decir). Me recibe con sonrisa, pan moreno, buen aceite –de Ses Rotes Noves de Montblanc–, cuatro olivas trencades y sal de cocó (hoyo entre rocas donde se deposita la sal marina). Es un excelente anfitrión. Y un entusiasta, un obseso, más bien, de su trabajo. Bebe vino blanco, a pequeños sorbos, durante todo el día. Siempre blanco para saciar la sed, ya que no prueba el agua. La botella de vino blanco engrasa sus neurotransmisores e hidrata su entusiasmo cada equis minutos. El recinto, hoy una especie de capilla diáfana, de un blanco inmaculado, albergaba varias botas congrenyades (reforzadas por congrenys o aros de madera) de tres metros de diámetro. Al rehabilitar el lugar como taller, hubo que abrir un gran boquete en la fachada para retirarlas. El artista las donó al pueblo cuando aún se hablaba de fundar un museo dedicado al vino. Cuando aún se hablaba de fundar algo y no de cerrarlo todo, incluyendo hospitales. Hasta la puerta del celler llega el aroma de las ensaimadas y empanadas del forn del carrer Nou. Bernardí Roig está ultimando el retrato de un borracho. En la historia del arte, hay más de un beodo memorable: desde los modelos anónimos de Manet y Degas hasta Henry Chinaski, alter ego de Bukowski, pasando por el cónsul británico de Bajo el volcán; por Andreas Kartak, el vagabundo que protagoniza La leyenda del Santo Bebedor, de Joseph Roth, o por la cuadrilla de siete borrachines de Velázquez. El borrachín siempre será mi amigo. No engaña. No es como esos dirigentes de sobresueldo, lacayos de la banca, fantoches del Capital que escupen mentiras sin inmutarse y cumplen dócilmente su estúpido papel de peleles. Hoy vomito pan y vino sobre sus embustes y sus glamurosas camisas blancas.

~ EL VINO Y LAS BRAGAS

Un detalle de la bodega José L. Ferrer.

Un detalle de la bodega José L. Ferrer.

¿A qué huele el vino? A mí, el vino siempre me ha olido a vino y nunca me ha hecho falta que huela a ninguna otra cosa. De hecho, me da igual que recuerde al plátano, al cuero o a la vainilla. No me gustan los recuerdos. Pero los expertos (¡ay, los expertos!) encuentran de todo y más. Una nariz entrenada puede retener y captar 1.800 aromas. Una nariz ordinaria, como la mía, se queda en los treinta. El otro día estuve comiendo con Marga Lozano, directora de las revistas Sumilleres y La Etiqueta, en la bodega José L. Ferrer, de Binissalem, y como de costumbre, me puse a preguntar y preguntar, que es lo mejor que puede hacer un periodista. Quería saber cuáles eran los aromas más raros que había encontrado a lo largo y ancho de su brillante carrera como catadora profesional. Como raro bonito, me citó un vino libanés que le remitió súbitamente a su perfume favorito, de la casa Guerlain. Como raro feo, un vino argentino que por lo visto olía, literalmente, «a bragas sucias». Supongo que hay que ser una chica para saber cómo huelen las bragas sucias. No me atreví a preguntarle qué encontró en boca. Después de los fideos con conejo, vino la lechona al horno y, con ella, el José Luis Ferrer Crianza 2009, tinto excelente y cuyo aroma, según pude captar gracias a Marga Lozano, recuerda al de “una chimenea que se apaga”. Volví a casa pensando que es una suerte que el vino no se beba por la nariz.

~ EN LA PAZ DE BINIAGUAL

Detalle de una celosía de la bodega Biniagual.

Arranca con trajín del bueno -sin pizca de estrés- esta semana navideña. Para empezar, visita a la bodega Biniagual gracias a la invitación de su director comercial, Alejandro Velázquez, a quien conozco de su etapa como sumiller del Tristán. Mañana fría, soleada, de aire transparente. Las montañas, en relieve, y las viñas, todavía con hojas de tonos rojizos. Ambiente apacible en este despoblado llogaret del término de Binissalem, dominio privado del magnate alemán Klaus Graf, dueño de Teka, además de fundador y concesionario de Puerto Portals. Probamos sus cuatro vinos, en diferentes fases y añadas. No me gustan las catas, ya que no sé beber sin comer y además soy incapaz de escupir vino. Me interesa, sobre todo, la historia de nuestro anfitrión, autodidacta de tomo y lomo. Estando de repartidor de pizzas en Madrid, jugándose el tipo con el motorino como tantos chavales, Velázquez vio una oferta de empleo en un periódico nacional. Destino: el Flanigan, de Puerto Portals. Desembarcó la noche mágica de Sant Joan y, por casualidad, se encontró al equipo de este restaurante en la playa de Palmanova, iluminada por las hogueras. Tuvo un flechazo con la isla, pero no llegó a tiempo de cubrir el puesto de trabajo. La suerte hizo que enseguida entrara en el Tristán como camarero raso: su labor se limitaba a transportar las bandejas con los platos, de la cocina al comedor y media vuelta. Demasiado fácil. Con el tiempo, se formó como sumiller, aprendió idiomas y acabó ocupando el puesto de maître. En total, doce años trabajando en el único restaurante de Baleares que ha ostentado dos estrellas Michelin. Le he visto en acción varias veces y puedo dar fe de su cordialidad y entusiasmo. Recuerdo especialmente la selección de vinos canarios -una de sus debilidades- con que arropó el gran menú de tapas de Gerhard Schwaiger una noche de verano de 2010. Ahora se dedica, mediante su flamante empresa El Sumiller, a la distribución de vinos de Sudáfrica o Nueva Zelanda, entre otros orígenes remotos.