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~ ‘AURRESKU’ PARA UN ARTESANO*

Caricatura del cocinero Hilario Arbelaitz realizada por Xavi Sepúlveda.**

Ni fama, ni doblones, ni medallas u otras baratijas. ¿Qué es lo mejor que le ha dado a Hilario Arbelaitz su oficio de cocinero? La amistad, esto es, los amigos. Así lo ha expresado él mismo públicamente y así nos lo ha contado a quienes hemos tenido el placer de conversar con él en las tranquilas sobremesas del Zuberoa. Su tranquila y sincera cordialidad da sentido y credibilidad a esa declaración de principios. La mesa es, al fin y al cabo, un lugar donde despreocuparse, pasárselo bien y afianzar los afectos. Placeres gastronómicos y amigos suelen ir de la mano, pero el arte está más en el cultivo de la amistad que en cualquier pirueta (iba a poner piruleta) culinaria. La amistad es, para mí, la forma más refinada del amor: sus lazos son firmes, pero no aprietan. Y como decía Montaigne, la verdadera amistad no se mezcla ni enturbia con “causas, fines y frutos ajenos a ella misma”. Quien prefiere un amigo a todos los honores, ese demuestra un talento superior. Hablando de arte, diré que no soy partidario de la consideración de la cocina como tal. Ningún plato llegará a ser nunca ni la mera sombra de un retrato de Rembrandt, una suite de Bach o un cuento de Chéjov. El cocinero expresará más o menos su personalidad, pero sin llegar a alcanzar determinados niveles de emoción y universalidad. Por eso, me sorprendo al observar las ínfulas artísticas de tal o cual cocinero. La prensa, cada vez más ramplona, tiene buena parte de culpa en esa absurda entronización. ¡Como si le faltara algo a ser un excelente artesano! Concentrado en lo suyo, que es guisar, Hilario Arbelaitz nunca ha ido ni de estrella, ni de genio, ni de nada. Jóvenes cocineros que han trabajado a sus órdenes –y ahora despuntan– le definen como un profesional serio, humilde y riguroso.

Hilario Arbelaitz, en la cocina de Zuberoa. Foto: Ondojan.

Más que crear algo nuevo, él ha preferido ahondar en los sabores arraigados,  revisar y retocar (para bien) todo su pasado. Ese apego a la tradición le ha llevado a ser, de entre los grandes cocineros vascos, el que mejor ha reflejado la idiosincrasia local y el que mejor ha sabido congeniar raíces y vanguardia. Conectado siempre con el fuego, no falta ni un día a su puesto de trabajo y dice añorar los tiempos en que “se cocinaba con corazón”. A la hora de hablar de su trayectoria, siempre tiene un recuerdo para su madre, María Irastorza, con quien trabajó durante doce años. No se le olvida lo que ella le dijo cuando tenía veinte años (su padre acababa de morir y él había dejado los estudios): “Si quieres ser cocinero, ¡estate en la cocina!”. El primer plato que aprendió con ella fueron los morros en salsa con puré de patata, aún en carta. El chef Maurice Isabal, del hotel-restaurante Ithurria (en Ainhoa, Lapurdi), le reveló, a principios de los 80, una cocina más refinada. Consecuencia directa fue el foie-gras con caldo de garbanzos, berza y panes fritos, otro de los inmortales del Zuberoa. Los platos de Hilario Arbelaitz son siempre una celebración del sabor. La fidelidad a los sabores de la tierra y la devoción por el buen producto desembocan en una cocina sólida, concreta, noble y terrenal, en las antípodas del experimento trivial. Una cocina laboriosa, hecha a base de lentitud, de paciencia, de fuego dulce, y que concilia refinamiento con suculencia. De ahí su admirada mano de santo para cremas, compotas, purés, veloutés y demás salsas sedosas. Después de 43 años de dura faena, dos cosas siguen siendo importantes para el maestro de Oiartzun: las estaciones, cada una con sus alimentos fugaces, y mantener la ilusión y la fortaleza para seguir haciendo las cosas bien, cada día, al pie del fogón.

* Ante el cierre del restaurante Zuberoa, me sumo al homenaje unánime y coral a Hilario Arbelaitz y familia con este artículo. Escrito en 2015 para el catálogo de Madrid Fusión, finalmente restó inédito al no participar el cocinero vasco en aquella edición del congreso.

** Este dibujo de Xavi Sepúlveda fue publicado en la edición 2015 del anuario de cocina que Antonio Vergara realizaba para el diario Levante y que fue prologada por Hilario Arbelaitz.

~ AL FIN UN FORO CON SALSA Y MIGA

Cartel del foro internacional celebrado en Menorca.

Al fin, un encuentro con mucha miga y salsa abundante, un congreso internacional entre colegas y no entre influyentes food stars y otros divos del guisar. Como Región Europea de la Gastronomía 2022, Menorca acaba de acoger el I Congrés de Periodisme Gastronòmic, cuyo programa de contenidos ha dirigido, con gran acierto, Pep Pelfort, en representación de la Associació de Periodistes i Escriptors Gastronòmics de Balears. Se saltearon ideas más que necesarias y se horneó un debate que desembocará en la Declaración Ética de Menorca, ahora en fase de debate interno. Este manifiesto nace con la vocación de vincularse a aquel remoto Código Cocina que surgió del Fórum Gastronómico de Santiago en 2008, un olvidado decálogo de buenas prácticas deontológicas para blogueros que ya requería ser repescado (y reivindicado) por la vigencia y sensatez de sus cinco preceptos. Intentaremos estar a su altura y, sobre todo, que no se quede en papel mojado como si fuera una vulgar resolución de la ONU o el artículo 47 de la Constitución española, por citar uno de tantos. Tampoco faltó chicha en Menorca, como iba diciendo, y no me quedará más remedio que hacer una exposición telegráfica de algunos de los argumentos que me resultaron más jugosos, a saber:

1. Empezaré por el francés Bénédict Beaugé, quien se lamentó del poco análisis sensorial que se despliega en las críticas gastronómicas y que debería constituir un antídoto contra la invasión fotográfica. Sólo la descripción detallada de las sensaciones, tal como se hace en las catas de vino, podrá devolver la prioridad al sabor, hoy desbancado por la tiranía del sentido de la vista: ya se habla de platos más o menos «instagramables».

2. El catalán Toni Massanés, director de la Fundació Alícia, definió la gastronomía como «alimentación consciente» y denunció la imposición de nuevos ingredientes y hábitos culinarios a cargo de la superindustria agroalimentaria: kale, ramen, humus, guacamole… Podría añadirse el pan bao. «El problema no está en lo que comemos, sino en lo que dejamos de comer», apuntó, así como en su inmediata y catastrófica consecuencia: «la perdida de biodiversidad».

3. Estimulante recorrido, el que hizo Jorge Guitián, por la historia de l@s gastrónom@s, desde su paisana Emilia Pardo Bazán hasta la vasca Lakshmi Aguirre, pasando por maestros hacia quienes compartimos admiración: Josep Pla, Pau Arenós, Antonio Vergara… Se quejó del «exceso de recelo» que suscitan los nuevos formatos mediáticos y señaló, no sin razón, que generalizamos demasiado al referirnos a la basura online, pero no aplicamos el mismo rasero al periodismo impreso.

4. La queja de Julia Pérez, que reivindicó con justicia a pioneras del periodismo gastronómico como Carme Casas y Paz Ivison, se refirió a cuestiones de género: «La crítica ha estado siempre en manos de los hombres», afirmó con conocimiento de causa. Además, se lamentó de que en las redes sociales -reino del elogio paniaguado y desmedido- estén tan «mal vistas» las reseñas desfavorables. Se ha de escribir para los lectores, dijo, y no para mayor satisfacción del restaurador.

5. Si en su día renunciamos a decidir cómo nos vestimos para entregarnos a los gigantes textiles, ahora estamos haciendo lo mismo con la comida, nos recordó Trinitat Gilbert. Además de esta advertencia, la directora de Ara Mengem dio dos sabios consejos anticonsumistas: ir a comprar comida «habiendo comido» (siempre sin hambre) y acostumbrarse a congelarlo todo -antes que tirarlo-, incluyendo huevos previamente batidos o frutas tras un breve escaldado.

6. Por su parte, Carlos G. Cano, de la Cadena Ser, se centró en los contenidos y seleccionó varios artículos que han generado polémica, como el de David Brunat sobre la explotación de stagiers en los restaurantes de postín o el de Mikel López Iturriaga sobre la comida basura de los hospitales. También elogió la línea editorial de dos publicaciones corales: el blog La Gulateca y la revista digital Hule y Mantel, dirigida por Carmen Alcaraz del Blanco.

7. La griega Lila Karapostoli habló de actitud y de cómo sobreponerse a las crisis creativas como periodista. Por el mero hecho de escribir, ya exhibes determinado estilo, explicó, y definió éste como «una extensión del carácter» que deja traslucir los «valores, intereses y temperamento» de cada autor. Entre sus motivaciones personales, los aspectos antropológicos, sociológicos y políticos que siempre operan «detrás de la cocina».

8. Marc Casanovas nos sirvió un tast del libro que presentará próximamente: No soc un dels vostres, monografía sobre Àlex Montiel editada por Ara Llibres. Este chef «honesto e ingobernable» abandonó la alta cocina para montar un bar de pinchos de cocina caliente en la Parte Vieja donostiarra: La Cuchara de San Telmo. Poco antes, como jefe en Martín Berasategui, introdujo en carta el celebérrimo plato de foie-gras, anguila y manzana que se atribuye equivocadamente a éste. Montiel es partidario de «desterrar la idea de genio en la cocina».

9. Refiriéndose a este ensayo, el crítico gastronómico de El País, José Carlos Capel, auguró el gran interés de su contenido y criticó la perversa inversión que vive hoy la industria editorial culinaria: el cocinero paga para que le saquen su libro, en lugar de aguardar a que, por méritos propios, la empresa editora le encargue una obra. Desviación comercial sobre la que se ha hablado poco y que echa por tierra la calidad de las publicaciones.

10. Por último, y que me disculpen los ponentes que me dejo en el tintero, Stéphane Méjanès nos contó que en la Francia de posguerra se prohibió ejercer sus oficios a todos los colaboracionistas excepto a quienes se dedicaban a turismo y gastronomía: una curiosa amnistía culinaria. Refiriéndose a la marabunta de influencers, «vistos como competencia por los periodistas y como aprovechados por los restauradores», afirmó que «cuando vale todo, nada vale». Lo suscribo.

~ LA ENTREVISTA DE ALBERT PINYA (extended version)*

Retrato realizado por Josep Taltavull.

Redactor del Grupo Gourmets desde 2003 y editor del blog AJONEGRO desde 2011, ANDONI SARRIEGI se define como periodista a secas. No le gusta que le encasillen, pero presume de ser el único inspector gastronómico que ha llegado a un tres estrellas haciendo autoestop. Es corresponsal en Balears y Comunidad Valenciana de Club de Gourmets –revista decana de gastronomía en España–, colaborador del congreso Madrid Fusión, consultor de Guía Repsol e ideólogo del Concurs de Cuina amb Gamba de Sóller. Fue inspector de Gourmetour en Balears y País Vasco durante seis ediciones. Sus artículos han aparecido en Levante (Valencia), Información (Alicante) y Diario de Mallorca, rotativo para el que dirigió la primera etapa de Manjaria (le debemos el nombre de esta cabecera). Arrancó su carrera periodística en 1988 como cronista de tribunales y, tras titularse en Hostelería por el IES Juníper Serra, a finales de los 90 fusionó periodismo y gastronomía. Además, ha estudiado guión documental con Patricio Guzmán y Martha Zein. En el terreno literario, es autor de Diario de un vago (Cáceres, 2018).

¿Inspeccionar, escribir o cocinar?

Pues algo de lo primero, mucho de lo segundo y bastante de lo tercero. No me veo como gastrónomo, ni como crítico, ni como escritor… Soy redactor o plumilla raso, es decir, alguien que se dedica a picar letra y transmitir historias, más que a visitar restaurantes. De hecho, los últimos temas sobre los que he escrito han sido el garum, la Serra de Tramuntana, la bodega Ca’n Verdura, la obra documental de Christophe Farnarier, el yuzu… No me ha hecho falta visitar ningún restaurante. En cuanto a inspeccionar, de vez en cuando me toca realizar ese trabajo, que podría emparentarse con la crítica gastronómica, ya que te obliga a valorar y calificar. Empecé a ejercerlo en 2003 para la guía Gourmetour y me acuerdo que, desde restaurantes de Menorca o San Sebastián, para que no me viesen tomar notas, me llamaba con el móvil a casa y me dejaba mensajes en el contestador con nombres de platos y sus precios. Todo eso susurrando y sin camareros en la costa… Es clave preservar el anonimato en este tipo de trabajos.

¿Y sobre guisar?

Es una tarea cotidiana que me encanta. Cuando tenía 30 años, tuve la feliz idea de matricularme en la escuela de hostelería Juníper Serra y me gradué en cocina. El objetivo –cumplido- era dejar de alimentarme de bocatas y menús exprés (la estresada vida del periodista), dejar atrás esa dependencia y ganar en calidad de vida. Fue un acierto, ya que ahora donde mejor y más a gusto como es en casa.

¿En que dirección está evolucionando el periodismo gastronómico?

No sé, no lo sigo de cerca. Me limito a releer a Josep Pla y a Julio Camba. También suelo volver a Los genios del fuego, el libro que publicó Pau Arenós en 1999, y a las divertidas reseñas del valenciano Antonio Vergara. Antes leía también a Omar Oianeder, pero creo que se retiró hace unos años. En los medios sigo detectando mucho publirreportaje encubierto –bajo eufemismos como ‘contenidos especiales’– y veo que se estila la crítica breve en forma de comentario de Instagram, pero un parrafito no da para explicar ni argumentar nada. Muchas veces, el presunto periodista se convierte en prescriptor de marcas comerciales. Como en todo, se tiende a lo rápido, fácil y rentable. Tampoco conviene olvidar que los artículos periodísticos se pagan cada vez peor, es decir, pésimamente mal, y encima las editoriales ya no suelen cubrir gastos, ni siquiera para viajes o colaboraciones gráficas. Hace años que estamos rozando la estafa.

¿Cómo nace AJONEGRO y hacia dónde se dirige?

Desde una óptica positiva, el blog nace del amor por el periodismo y por la escritura. Desde una negativa, de la necesidad de prescindir de editor. Y como todo, se dirige hacia su natural extinción. Ya son casi 500 artículos, todos de acceso gratuito, desde que lo estrené en noviembre de 2011. No he querido comercializarlo, pero me ha ido muy bien –al estar siempre ahí– para conseguir encargos laborales. Tampoco me esperaba que un medio tan especializado y de contenido local, sin estar en las redes, pudiera suscitar tanto interés y recibir tantas visitas. Lo mejor de gestionar un blog es que te conviertes en tu propio editor, escribes lo que quieres y no tienes que andar discutiendo por intromisiones comerciales absurdas, ni aceptar condiciones leoninas ni soportar incumplimientos en los pagos. Otra cosa es que casi siempre te la pifian con la edición: cuando pierdes el control sobre un texto entregado, lo mejor es estar mentalizado para un nuevo ridículo.

¿Para cuándo un programa en la tv o en un canal de Youtube?

No me dé ideas, por favor, que no quiero seguir trabajando por muchos años más. Sólo con los artículos que he publicado, gastronómicos o no, podría empapelar un piso de cinco habitaciones, techo incluido. Lo de convertirme en youtuber, no se me había ocurrido nunca. En cuanto a la tele, tengo un par de proyectos en el cajón, pero no creo que vuelva a abrirlo. De todos modos, si me llegara a animar con el documental, no abordaría asuntos gastronómicos.

Me gusta su estilo porque no tiende hacia lo empalagoso ni hacia un exhibicionismo desenfrenado. ¿Cómo lleva la sobreexposición de tanto foodie, tanto chef y tanto arqueólogo, en medios y redes sociales?

Me carga, pero sólo cuando les hago caso. En general, no soporto las cuentas sólo de platos y paso de largo. En Instagram, por ejemplo, sigo más a ilustradores, fotógrafos, músicos, editoriales… Es lo que realmente me interesa. No estoy diciendo que en la cocina –como en el periodismo– no pueda haber creatividad, pero de ahí a hablar de creación artística… Hay un abismo. Los foodies son unos plastas esnobs y muchos chefs buscan promoción porque suele estirarles la correa del ego. Algunos se convierten en influencers, la última plaga, por la sencilla razón de que nos dejamos influir por lo más banal. Fíjese que en los viajes de prensa, si antes un colega te preguntaba ‘¿tú dónde publicas?’, ahora la cuestión es ‘¿cómo estás en Instagram?’ Donde antes había lectores, ahora ya sólo quedan seguidores apáticos y, al final, triunfa lo chorra. La gastronomía no escapa al fervor por la actual religión biteísta, con dos únicos dioses a los que adorar: Fama y Dinero.

La entrevista publicada en Manjaria.


¿En qué anda metido actualmente?

Pues ahora, más que metido, estoy intentando salir de un imprevisto descenso a los infiernos, el de los campos de exterminio creados por el nazismo. Empecé leyendo a Primo Levi y seguí con Liana Millu, Jean Améry, Charlotte Delbo, Amat-Piniella, Imre Kertész… Y así hasta veintitantos supervivientes del Holocausto. He estado estudiando esa inconcebible atrocidad durante quince meses y el resultado roza lo traumático. En la llamada literatura concentracionaria está la auténtica literatura de terror, mucho más cruel e insufrible que las narraciones de Lovecraft o de Poe, precisamente porque no se trata de literatura, sino de testimonios sobre un crimen masivo y planificado que, por desgracia, ya no podemos deshacer.

¿A qué conclusión ha llegado?

Conclusiones, no sé, pero he de reconocer que antes de ver Shoah, el documental de Claude Lanzmann, y de leer Si esto es un hombre, de Primo Levi, no sabía en qué mundo vivía ni con quién (o contra quién) me las gastaba. En este sentido, hay que advertir que cuando algo ya ha ocurrido, eso implica que pueda volver a ocurrir. No hay que bajar la guardia. Por eso son tan importantes los testigos y los relatos de las víctimas. Hoy mismo he leído una carta de Chéjov en la que afirma que “el hombre se volverá mejor cuando le hayamos mostrado cómo es”. Y la imagen que nos devuelve el espejo puede ser aterradora.

¿Y en el terreno laboral?

Continúo como colaborador de la revista Club de Gourmets, donde empecé en 2005 con crónicas desde Holanda. 17 años más tarde sigo como corresponsal en Balears y la Comunidad Valenciana. Estos días estoy acabando un reportaje extenso sobre el restaurante Brut, de Llubí, y seguiré con otro sobre La Finca, de Elche. También estoy enfrascado en la organización del concurso de cocina con gamba de Sóller, que ya ha abierto la inscripción para esta segunda edición. Con AJONEGRO tampoco paro y, por suerte, me siguen entrando encargos como copy [redactor creativo], única forma de sobrevivir. Pero mucho más importante que todo eso es que estoy preparando la edición de una antología de artículos periodísticos de mi hermano, Txema Sarriegi, que murió en 2011.

Por favor, si fuese posible, recomiéndeme algún lugar, en la isla, para comer un buen pescado sin que me peguen un buen clavo.

Un buen pescado salvaje no puede ser nunca barato. No has de pensar sólo en tu estómago y en lo que tienes en el plato, sino en la gente que anda faenando con buena o mala mar. De todas formas, habría que definir qué entendemos por buen pescado. Para mí, puede ser una sardina, un jurel o una caballa… Mi tío, que era pescatero en el mercado de La Bretxa, en Donosti, solía decir que el mejor pescado es el que lleva menos tiempo fuera del agua. Ahora que me acuerdo, el otro día comí por 13 euros en Mercat Negre, el bar de Pau Navarro en la pescadería del Olivar: una tosta de brioche con cabotí crudo y mantequilla salada más un suquet de garbanzos con huevas de sepia y ase (roncador, una especie poco vista en restauración). Otra opción buena es que te toque pescado en un menú diario con buena relación calidad/precio, como son los de Can March, Bartomeu, Toque, La Juanita o Vida Meva.

El futuro de la alta gastronomía mallorquina, ¿Es una cocina también para los mallorquines? ¿O un souvenir gastronómico de lujo, pero un souvenir al fin y al cabo?

Como ya indica su tonto nombre, la alta cocina es para gente de alta cuna. Los restaurantes de campanillas se parecen cada vez más a atracciones turísticas: están dirigidos al público internacional a través del marketing, así que más que un souvenir, habría que hablar de reclamo, de señuelo. Es una forma más de consumismo. Para clientes de pasta, eso sí, que puedan gastarse 150 ó 200 euros en un menú, lo que hoy en día –con estos salarios enclenques y la carestía disparada– es una obscenidad sin nombre. Son precios que sólo se justifican –y ni así– ante una auténtica cocina de autor con el mejor producto, pero eso es algo que escasea en todas partes. Además, si no se hace muy bien, el resultado es extremadamente tedioso. Me quedo con la baja cocina: la doméstica, popular y cotidiana. Prefiero un buen bar a cualquier restaurante.

* Por razones de espacio y maquetación, no pudo incluirse parte de la entrevista en el suplemento Manjaria, de Diario de Mallorca. Esta es la versión íntegra, que publico con autorización de los autores: Albert Pinya y Josep Taltavull. Gracias a ambos.

~ PROLOGANDO ‘ARCHIPIÉLAGO SUQAR’

Portada de la novela de Mar Barba.

A la hora de escoger destinos de viaje, nunca apunto demasiado lejos. Prefiero profundizar en el entorno, abundar en lo más próximo, que en mi caso es el pequeño e inabarcable Mediterráneo. Me gusta reconocer las analogías, hallar las afinidades, descubrir otras miradas sobre lo que es propio y, al mismo tiempo, común, compartido, y como periodista gastronómico, gozar de las variaciones sobre una misma despensa. La segunda novela de Mar Barba es también una forma de celebrar lo que nos une y distingue a la vez gracias a los sutiles matices de cada orilla. Así, la berenjena –por citar un ingrediente de culto en Mallorca, mi isla de residencia– protagoniza el zaalouk marroquí en compañía de tomate y especias, se entrelaza con pimientos asados y migas de bacalao en el popular esgarraet valenciano o se acopla al pesto rojo calabrés junto a los tomatitos secos y la guindilla. Tres formas de interpretar el fruto morado en los tres escenarios que acogen esta novela.

Archipiélago Suqar es un festín de aromas y sabores, una narración que traba ingredientes y ensarta historias de ardua supervivencia. Sus personajes son errantes: se mueven, migran, viven “en tránsito” –título de su anterior novela–, dejándose guiar por el hedonismo y el entusiasmo. También por el compromiso, la aventura y la solidaridad porque, en definitiva, todo viaje (no meramente turístico) conlleva una búsqueda del otro y un anhelo, más o menos consciente, de autotransformación. Mar Barba es también una mujer nómada. Tras vivir en Italia, Suiza y Francia, en 1993 fundó en la capital valenciana el restaurante Alghero, lugar donde la conocí por mediación del gastrónomo Antonio Vergara. Este añorado maestro de la ironía aparece en la novela, durante una de sus inspecciones culinarias tras el seudónimo de Ibn Razin, que adoptó en homenaje a un jurista, poeta, historiador y gastrónomo murciano del periodo andalusí. ¡Qué rápida y temerariamente tendemos a olvidar nuestra propia historia!

Además de un elogio del mestizaje gastronómico cabal, con sentido (al trasladarse a Valencia, la tangerina Adila prepara la bastella con acelgas y gambitas), la segunda novela de Mar Barba es también una apología de la convivencia entre culturas, con el literario Tánger de los 60 como paradigma de tolerancia. Junto a subtemas como la fiebre del ladrillo, las mafias caciquiles locales o la gentrificación, otro de los asuntos protagonistas de este relato costumbrista e intergeneracional es la amistad, afecto impermanente (como todo) y que, en ocasiones, ha de ser objeto de reconstrucción. Y por último, pero no menos importante, Archipiélago Suqar es un tributo a la lucha cotidiana de las mujeres, a su humana implicación, a su sobresfuerzo como sexo oprimido y a su íntima conexión con la vida.

(Prólogo a la segunda novela gastronómica de Mar Barba, Archipiélago Suqar, editada en 2020 por Els Vents del Mediterrani)

~ TOMBEAU SUR LA MORT DE MR. VERGARA

Antonio Vergara y Carmina Marco, en mayo de 2018.

Aun a sabiendas de que tengo todas las de perder por goleada («aquí no se salva ni dios», escribió Blas de Otero) y de que suelto una inmensa bobada, me declaro enemigo de la muerte. Sobre todo, días como el de hoy, en que te enteras de que ha vuelto a hacer de las suyas. Nunca descansa, de hecho, y ayer mismo la tomó con Antonio Vergara, periodista valenciano nacido en 1943 y con quien tuve la fortuna de colaborar en varios proyectos vinculados al diario Levante. Desde 2016 le seguía -esporádica y fielmente- a través de sus columnas y de su blog en Las Provincias, última morada profesional de este maestro de la ironía gastronómica. Hay personas de quienes puedes aprender sólo con verlas trabajar, sin que te anden con monsergas ni cartillas de ningún tipo. De Vergara aprendí (o eso imagino) tanto leyéndole como observándole sobre el terreno, ¡en acción!, y así se lo confesaba hace poco a Pau Arenós, otro de mis referentes como gastrónomo culto e imaginativo. La última vez que coincidí con Antonio fue el 15 de mayo de 2018 en Casa Carmina, con motivo de la celebración del 30 aniversario de esta querida fonda de El Saler. Fue una comida memorable -íntima y suculenta- y a la que también acudió otro gastrónomo que sabe contar las cosas con elegancia y moverse con humana discreción: el alicantino Lluís Ruiz Soler. Para quienes no hayan tenido la suerte de conocer a Antonio Vergara, relataré una anécdota que resume su actitud y su estilo como periodista gastronómico. Corría la primavera del año 2001 y nos tocaba comer en una aseada casa de comidas de Puçol, pueblo de l’Horta valenciana al que recuerdo haber llegado en un tren lento y silencioso (no se estilaban los móviles). Después de los entrantes, nos sacaron un arroz caldoso de bacalao fresco y coliflor que, en opinión de Vergara, acusaba un exceso de pimentón. Nada más probarlo, me lo comentó y soltó la cuchara al instante: «Pues no voy a comer más». Refiriéndose a la más que probable reacción adversa del cocinero (y dueño), agregó: «Y no le va a gustar…». Pasados unos segundos, llegó la coletilla y conclusión genial: «Nunca entenderán que no venimos a comer».

Guía de Antonio Vergara prologada por Vázquez Montalbán.

Espero que hayan aprovechado el punto y aparte para meditar sobre esa última frase, especialmente si son cocineros o colegas de oficio: «Nunca entenderán que no venimos a comer». La sentencia va especialmente dedicada a los tragaldabas que no saben lo que engullen, aunque acaben de cantárselo, y a los gorreros insaciables y egocéntricos (muchas veces coinciden los dos tipos). También a los chefs que sólo buscan lucirse con sus petulantes menús de nunca acabar y no admiten ni el más mínimo reproche (o comentario) inteligente. Algunos se defienden como gato (o corvina) panza arriba. Antonio ya había tenido sus más y sus menos con ese arrocero de Puçol a cuenta de un jamón de dudosa calidad, pero supieron limar diferencias y el asunto no llegó a mayores. Hubo casos peores, más enconados, y uno de ellos incluso derivó en querella penal: la judicialización de la gastronomía, como se hace ahora con la disidencia política. En efecto, Antonio hubo de sentarse en el banquillo, acusado de injurias por publicar en Cartelera Turia que un salchichón le había recordado, por su rigidez, a «los pergaminos del Mar Muerto» y que la ensaladilla tenía «el sabor del autárquico limpiametales Sidol». ¡Ya son ganas de ofenderse! Pues no debió hacerle ni pizca de gracia al dueño del restaurante Río Miño, que le reclamaba una indemnización de cinco millones de pesetas (de las de finales de los 70) y seis años de destierro (no sabemos si de la ciudad o de los confines patrios) como ejemplar castigo. Sea como fuere, acudieron a Valencia como testigos de descargo sus amigos Xavier Domingo y Manuel Vázquez Montalbán. «Imagínese que va a un restaurante y ve que en su carta hay pergaminos del Mar Muerto y limpiametales Sidol, ¿los hubiera pedido para comer?», le preguntó a éste el abogado del denunciante. Manolo no se lo pensó dos veces: «Si estaban en la carta, sí».

En este número de julio del 77 apareció la divertida reseña.

El bueno de Antonio -que firmaba con el pseudónimo de Ibn Razin en homenaje a este poeta y gastrónomo andalusí- fue absuelto por la Audiencia Provincial de Valencia, de lo que se deduce que en el Estado español debía haber, hace 40 años, más libertad de expresión y más sentido del humor que en la actualidad. El Tribunal Supremo ratificaría luego, al dar por bueno el fallo, que no hubo animus injuriandi, sino mero y legítimo animus criticandi. ¡Hasta el diario Le Monde se hizo eco de tan ridículo pleito! En su prólogo a la guía Comer en el País Valencià, el hacedor de Pepe Carvalho ya había defendido a Vergara al describirlo como «un hombre que habla poco, come lo justo y siempre opina con conocimiento de causa». Él se autodefinía como un «pesimista antropológico». El jazz y el cine, especialmente el western, eran dos de sus queridos refugios. Para mí, fue un maestro involuntario, que son los que más me gustan, y un hombre que hablaba con los ojos. ¡Ay, amigo, muera la muerte!

Anuncio de Sidol.

 

 

 

 

 

 

 

~ ARROCEANDO CON ALFREDO

Ilustración sobre arroces de Alfredo Corrales.

La paella, vista por Alfredo Corrales.

La muerte -la ajena, al menos- es la mayor gamberrada y el mayor timo que pueda haberse inventado. Te sorprende en cualquier momento y no hay piedad que la haga descabalgar de su nefasto objetivo. Su mano negra ha vuelto a entintar de pena, ira e impotencia otro verano al llevarse de un zarpazo al amigo Alfredo Corrales, dibujante genial con quien colaboré en varios medios gastronómicos. La comida le importaba más bien poco, pero disfrutaba de lo lindo con varios platos de su madre, como el trempó con tomates de su huerto (urbano), los caragols cuinats y el helado de almendra. Además, le gustaban las olivas amargas, el queso muy curado, la tortilla de patata y las tapas de baretos populares como Can Frau (en la foto de abajo). Le pirraba el vino, como a todo hombre inteligente, y se llevaba a la playa, en plena canícula, bocadillos XL de chorizo. Era el perfecto antigourmet. No perdió su torrencial sentido del humor hasta unas horas antes de morir, aun a sabiendas de que el tiempo se le agotaba, y se mostró espléndido con todos sus amigos durante esos dos meses de enfermedad (un cáncer de vesícula que ya era un buey de mar) y breve agonía. En ningún momento menguaron su cordialidad, su glamour y su siempre divertida agudeza. También era entusiasta de los arroces (sobre todo, de pescado) e hizo una espléndida ilustración sobre el tema para una portada de Manjaria (Diario de Mallorca, 2010). Yo contribuí con una selección de diez platos, entre ellos el arroz de notario de Casa Manolo (Ses Salines), la paella mulata de bogavante de Sa Roqueta (Palma) y el arroz caldoso de rape, cigalas y gambas del Café Balear (Ciutadella), por citar tres de los que aún pueden gozarse.

Retrato de Ferran Adrià.

Caricatura de Ferran Adrià (2003).

Bastante más remota queda ya nuestra primera colaboración: una entrevista a Ferran Adrià publicada en 2003 por la revista Restauració, de la asociación empresarial mallorquina. Se la hice durante la presentación del anuario gastronómico de Antonio Vergara, en Valencia, y Alfredo Corrales aportó la caricatura exprés que puede verse junto a estas líneas. Era cuando el cocinero catalán, aún con El Bulli en auge, quería desembarcar en Mallorca para abrir un hotel de gran lujo (con restaurante) en el histórico Palau d’Aiamans. El titular, de hace catorce años, rezaba: «Daremos prioridad a los productos mallorquines en el hotel de Lloseta». Al final, éste y otro buen puñado de proyectos de El Bulli Hotels & Resorts se quedaron en nada. Los mejores dibujos públicos de Alfredo aparecieron hace más de veinte años en El País de las Tentaciones, suplemento para el que le fichó el prestigioso diseñador gráfico Fernando Gutiérrez y que ganó el Laus de Oro en 1994. De todas formas, lo mejor de su obra permanece inédito y algún día habrá que desempolvarlo con el cariño que se merece. También publicamos viñetas de humor gastronómico en Diario de Mallorca, reeditadas en la sección Al ajillo de este blog. Le obsesionaba la comida de hospital (le parecía un insulto) y veía ahí tema para un buen reportaje. Brindo ahora con tinto de verano por tan preciado y dulce amigo… Y le recuerdo en estos versos del persa Omar Kayyam: Els homes, de les glòries del món pobres esclaus, / sospiren pels diners, l’honor o el paradís; / jo em ric del món, del cel, de l’honra i dels palaus, / i visc, bevent mon àmfora, tot content i feliç.

Alfredo Corrales (izda), almorzando en Can Frau.

Alfredo Corrales (izda), almorzando en el bar Can Frau, del Mercat de Santa Catalina (Palma).

~ ¿CRITICAR O BENDECIR?

Viñeta publicada por 'el Roto' en El País.

Viñeta publicada por ‘el Roto’ en El País.

Varios artículos de Ignacio Medina y Jorge Guitián han abierto un debate necesario sobre el papel del crítico en el gran teatro gastronómico. Este último da en la clave cuando dice que la crítica «no consiste en decir sólo lo que se quiere escuchar», pues eso «se llama publicidad y lo llevan en otro departamento». Por desgracia, muchas veces ésta se entremezcla y confunde interesadamente con la información sin que se advierta de ello al lector, lo que supone una estafa de primer orden. Se trata de colar lo publicitario (lo pagado) disimuladamente, esto es, bajo una apariencia periodística, para luego poner el cazo. La crítica es un género periodístico de opinión -como el editorial o la columna firmada- y, por ende, lo lógico es que genere polémica y controversia. Para eso está, de hecho, la palabra, y no sólo para repartir bendiciones, lanzar elogios paniaguados y adorar a los mitos cocineriles del momento. Víctor de la Serna ha escrito que «entre las responsabilidades de la prensa está la de no crear la impresión de que todo es de color de rosa bajo el sol». Y el también periodista gastronómico Antonio Vergara se ha lamentado de que los bloggers advenedizos acudan al restaurante como quien va -entregado y boquiabierto- a entretenerse a Disneyland. Por cierto, a este crítico valenciano le pusieron una querella en 1980 por escribir que un salchichón “se aproximaba, por su rigidez, a los famosos pergaminos del Mar Rojo”. Vázquez Montalbán y Xavier Domingo testificaron en su defensa y finalmente se hizo justicia: fue absuelto.

Más humor gráfico, ahora del maestro Quino.

Más humor gráfico, ahora por el maestro Quino.

De todas formas, un periodista gastronómico no está obligado a ejercer la crítica gastronómica, a no ser que así se lo exija la empresa editora. Yo lo he hecho eventualmente, en varias etapas y publicaciones, pero soy más dado a informar (y describir) que a emitir juicios de valor. La gente suele dar por hecho que periodista gastronómico equivale a crítico de restaurantes, visión terriblemente simplista. Ni el periodismo es sólo crítica, ni la gastronomía son sólo los restaurantes. Otra cuestión importante es cómo puedan tomarse las críticas algunos cocineros: los más tontos suelen defenderse como gatos panza arriba, reaccionan airadamente e incluso vetan al periodista díscolo; los inteligentes son más dados a escuchar y a reflexionar ante las opiniones desfavorables, siempre que éstas no sean mera sátira envenenada. En el artículo publicado en Gastronostrum, Jorge Guitián hace una reflexión interesante: si el chef concedió credibilidad al crítico cuando hablaba en positivo sobre su restaurante, no puede quitársela luego, al recibir comentarios adversos. «Si nos empeñamos en que esa persona no sabe de qué habla, estaremos asumiendo que tampoco sabía cuando decía lo bien que lo estábamos haciendo», anota acertadamente el gastrónomo gallego.

Ilustración de Indiscreto, portal de información deportiva y cultura pop.

Fuente: Indiscreto, portal sobre música, libros y deportes.

En ocasiones, un periodista gastronómico (y más de uno me lo ha confesado) se ve obligado a abstenerse de emitir la más leve crítica acerca de un chef a causa de los intereses creados. Es la «trama de servidumbres» y el «amiguismo» a los que se refiere Ignacio Medina en su interesante artículo Crítica gastronómica: criterios en el análisis y materias de valoración, publicado en 1993. Por entonces, este periodista ya afirmaba que el crítico gastronómico (de restaurantes) es, debido a ese «mercado plagado de intereses», una especie en vías de extinción, e incluso lanzaba un SOS a Greenpeace. Y si estamos y seguimos así, «es porque las empresas lo quieren». Hoy en día, en Baleares nadie escribe crítica de restaurantes: todo se reduce a microreseñas complacientes. Además, la mayoría de suplementos y secciones gastronómicas está a merced de los comerciales (y sus clientes) con la consiguiente deriva antiperiodística: un fraude en toda regla. Medina recuerda que una crítica de cine o sobre un libro puede ser demoledora y no pasa absolutamente nada. ¿Por qué no se permite aplicar la misma sinceridad a la hora de enjuiciar el trabajo de los cocineros, intocables que se arrogan -para más inri- el protagonismo exclusivo de lo gastronómico? El panorama es patético. Para ejercer la crítica son imprescindibles muchos años de experiencia y suficiente humildad como para cuestionarse a tiempo las propias opiniones. Y ese bagaje sólo se forja a base de gastar suela, de visitas a grandes casas, de innumerables chascos y de inesperadas decepciones.

~ REÍRSE DE TODO

Viñeta del humorista Quino.

Viñeta del humorista Quino.

Me cuento entre los que opinan que cualquier cosa, por muy seria y terrible que sea, es susceptible de convertirse en objeto de humor, siempre que resulte evidente esa intención. Al fin y al cabo, el humor, con todos sus matices -del más amable al más mordaz-, está ahí  para restar gravedad al espanto y disolver, siquiera parcial o fugazmente, la angustia y la desesperación. Así que veo legítimo reírse de todo, siempre con el tacto (o la fiereza) que requiera cada situación. Un mundo tan solemne, carcunda y narcisista como el de la alta cocina debería compensarse con su buena dosis de escepticismo y sarcasmo. Para eso están las plumas -ya redacten, ya dibujen- y no para dorarle la píldora a nadie. Entre los escritores, nunca tarda en saltar la broma en los textos de Julio Camba o del periodista Antonio Vergara, dos grandes humoristas. Y en el terreno de la historieta, siempre es un placer recordar al famélico Carpanta, inolvidable personaje creado por Escobar en 1947 para el tebeo Pulgarcito. Sin empleo ni familia, este pícaro del siglo XX sobrevivió treinta años sin apenas probar bocado gracias a la editorial Bruguera. Entre los humoristas gráficos que mejor han recreado el mundo del restaurante, está el siempre ingenioso y entrañable Quino, autor de una hinchante «introducción a la gastronomía» titulada A la buena mesa.

"Hacen lo que pueden, Marta." (Peter van Straaten)

«HACEN LO QUE PUEDEN, MARTA.»

Tómense ese primer párrafo como mera introducción para presentarles a uno de mis dibujantes más admirados: el holandés Peter van Straaten. Seguí su trabajo durante mi residencia en Ámsterdam, y disfruté a diario de sus viñetas, tanto en el periódico Het Parool, donde colaboró hasta 2012, como en sus calendarios de taco, a chiste por día, que se siguen publicando anualmente. Aficionado a la ornitología y al vino, el humorista holandés se siente culpable cuando lleva unos días sin visitar el bosque, «tal como les pasa a otros por no ir a misa», según cuenta en el documental que le dedicó Pieter Verhoeff: Enn gelukkige hand (Una mano feliz). Es un placer inmenso poder ver en acción, pluma en mano, a un buen dibujante, algo que muy rara vez sucede. Por lo general, vemos la obra acabada, pero no en su proceso de creación, como sí ocurre con la música.

"¿QUÉ VENÍA A HACER AQUÍ OTRA VEZ?"

«¿A QUÉ VENÍA YO AQUÍ OTRA VEZ?»

Con mano eléctrica y precisa, Peter van Straaten recoge el patetismo de la vida social en escenas cotidianas, muchas de ellas relacionadas con la comida, el alcohol, el tabaco y el sexo. Dormitorios, bares y restaurantes son escenarios recurrentes de sus viñetas. De hecho, su vinculación con la gastronomía se reflejó en diversas colaboraciones editoriales con Johannes van Dam, crítico culinario amsterdamés fallecido en 2013. El adulterio y el alcoholismo son dos de los temas predilectos de Peter van Straaten, quien tiene en el bebedor solitario una incesante fuente de inspiración. La complicidad y la sutilidad hacen que sus ocurrencias duelan sin hacer daño. En el citado documental, confiesa que las mañanas de resaca le han conferido siempre una especial lucidez y, por ende, abundantes ideas para sus chistes. Y se refiere así a su propia afición al trago: «Puedo estar días sin beber. Incluso una semana no me representa ningún problema, aunque eso nunca suceda».

"SU PAPÁ TOMABA SIEMPRE EL MÁS CARO".

«SU PAPÁ TOMABA SIEMPRE EL MÁS CARO».

 

~ CHEFS EN CONTRASTE (y III)

Nacho Romero, chef del Kaymus, en Valencia.

Nacho Romero, chef del Kaymus, en Valencia.

Es la segunda vez que me lo cuenta un cocinero: que se puso a guisar porque debía atender a una persona ciega. En el caso de Nacho Romero, chef del valenciano Kaymus, a su abuela materna. Le hacía de pinche, no más, ya que la mujer aún se defendía y era capaz de sacar desde unos canelones a una carne mechada. Al mallorquín Rafael Sánchez, de Es Fum, le pasó lo mismo con su madre, también invidente. Decía Jorge Luis Borges que «el mundo del ciego no es la noche que todo el mundo supone», ya que siguen danzando y persisten en la sombra algunos colores, más o menos vagos. Pero cocinar ha de ser difícil tarea para alguien privado de vista, sobre todo a la hora de mondar y picar los alimentos, labores que la abuela de Nacho confiaba a su pequeño lazarillo de los fogones. Ese nieto fue creciendo, atravesó la adolescencia y antes de los veinte se encontró en una cocina totalmente distinta: la de Can Fabes, adonde ya había ido a comer con su novia tras ahorrar duramente. Donde la mayoría no aguantaba ni un mes, él estuvo un año y llegó a jefe de la partida de carnes. Un decenio después, en 2008, fundó el Kaymus, que hoy figura en el tercer puesto del Anuario de Cocina que dirige Antonio Vergara, referencia primordial de la gastronomía valenciana.

Ravioli de langostino, espinacas y nuez con botarga de maruca.

Ravioli de langostino, espinacas, queso fresco y nuez con ralladura de botarga de maruca.

A este restaurante se acude a comer, beber y conversar, que es lo mejor que puede hacerse en un restaurante después de apagar el smartphone, el iPad, los walkie-talkies y demás cachivaches. No hay castos tortolitos japoneses haciendo fotos. Como bien ha escrito el citado Vergara, la cocina es de «buenos géneros, sapidez y elaboraciones alejadas de los universos irreales». Desde los eternos hispánicos (deliciosa croqueta de bacalao ahumado o magnífica ensaladilla rusa con salpicón de marisco) hasta el ineludible toque asiático, cada vez más presente en su estilo. Entre los platos más logrados, el goloso ravioli de langostinos, espinacas, nuez y queso fresco con aliño de botarga de maruca, trufa blanca y mantequilla de salvia; el suculento arroz cremoso de codorniz ahumada, panceta y setas, ligado con paté de los higadillos del ave; la anguila con guiso de robellones; la lubina atemperada (en agua caliente con soja) con su piel frita, emulsión de almendra y escalivada (perfecta, la textura semicruda del pescado), y la cabeza de cochinillo con piña, un plato tan radical como delicado y exquisito. Si a algún lector aún no se le ha hecho la boca agua, mejor que trepe a una columna, se entregue al ayuno y siga haciéndose selfies.

~ CHEFS EN CONTRASTE (II)

Bombón de pichón y turrón, de Nazario Cano.

Bombón de turrón y soja, de Nazario Cano.

A tres chefs -decía- he tenido la suerte de conocer en mi última incursión por la alegre y variopinta gastronomía valenciana. Además de al castellonense Avelino Ramón, a quien dediqué la primera entrega de esta crónica, al imprevisible Nazario Cano, ahora en La Embajada, y a Nacho Romero, patrón del Kaymus. Tras una larga estancia en La Cucharita, concurrida tapería de Lima, hay expectación por ver si Nazario Cano asienta sus reales en la capital valenciana, plaza complicada para vender una cocina tan delirante y arriesgada como la que ofrece este chef impulsivo -por no decir explosivo- y en ocasiones desconcertante. Todo un contraste -las antípodas, diría- con el estilo academicista que desarrolla Avelino Ramón en el Daluan morellano. Por su carácter indie, voluble y excéntrico, el cocinero alicantino Nazario Cano ha sido tildado de «guerrillero culinario» e incluso se han referido a él como «el Tarantino de los fogones». Sea como fuere, lo cierto es que ha trabajado con grandes maestros, como Manolo de la Osa, Martín Berasategui, Juan Mari Arzak o Ferran Adrià, y además en sus mejores momentos.

Detalle de la cocina de La Embajada.

Detalle de la cocina de La Embajada.

Estuve comiendo la semana pasada en el palacete de La Embajada con el gastrónomo y cinéfilo Antonio Vergara -maestro y amigo- un trepidante menú de más de veinticinco platos. Se abrió con trece aperitivos servidos en tropel: una infusión de pino y abeto, un bombón de turrón y soja, un cappuccino de hervido valenciano o un parmentier de coliflor, por citar los más sabrosos y menos estrafalarios. Entre los platos, destacaron la ostra con ají amarillo, olluco (tubérculo con sabor a tierra) y calabaza (uno de los entrantes de su menú peruano); el foie marinado en sal de sardinas de bota con gelatina de palometa (anís, limón y moscatel), y el gazpacho de sepia con falsa torta de mar (un caldo reducido y secado), comino y ralladura de lima. Las elaboraciones más epatantes fueron la fideuà fría de algas, una especie de socarrat líquido (y gélido como un diálogo de film noir) inspirado en los guisos fríos, y la denominada Cigala SOS, que llegó a la mesa con un gotero de hospital auténtico y verdadero. Nazario Cano lo utiliza para administrar al crustáceo -durante 24 horas y vía intramuscular- una infusión de regaliz. Durante los ensayos de esta técnica de infiltración, las neveras de La Embajada asustaban más que una uci. Cocina de alto riesgo, como comentaba, temeraria pero no irreflexiva, con platos más o menos ocurrentes, que surgen en tromba de la intuición y tampoco aspiran a ser perfectos.