~ ALGO SOBRE MI PADRE
Hoy celebro el primer Día del Padre sin padre. Así es: mi padre murió a los 91, de viejete, el 22 de julio de 2020, año de inusitada mortandad. Puede que muriese de un pequeño ataque de muerte, no sé. Tampoco me apenaron en demasía sus días finales, pues hasta sus 90 se defendió bien y le estábamos viendo apagarse sosegadamente: se tomó su tiempo… y llegó hasta donde podía llegar. Además, ya era imposible que remontara y volviera a ganarnos al dominó, tal como había hecho más de una vez durante 2019. Como tuvo la felicísima idea de jubilarse a los 58 años, llevaba más de treinta sin mayores sobresaltos de estrés ni apreturas económicas. Encima, no era socialmente ambicioso, otra ventaja para una vida en paz y longeva, aunque en esto no vaya a haber nunca garantías de nada. Juraría que ya no llegó a enterarse de la intrusión del virus, ni falta que le hacía. Nacido en la Parte Vieja donostiarra en 1929, era de carácter discreto y pudoroso: creo que hasta le daría un poco de vergüenza morirse. Palmarla crea una gran consternación en quienes se quedan y, aunque uno no lo pretenda, siempre acaba siendo un acto algo filarmónico, en el sentido de grandilocuente. De repente, eres el único protagonista de un melodrama con final cantado (en su caso, sotto voce). Le parió una guapa pescadera del mercado de La Bretxa. El padre hacía sidra en un modesto local al que -según recuerdos familiares- prendieron fuego los fascistas hacia el final de su Puta Guerra.
Seguiré con un recuerdo de infancia para centrar en lo gastronómico este obituario tardío: hay que imaginarse el gran acontecimiento que representaba para un niño acompañarle un sábado por la mañana al laboratorio de la central lechera Agama -donde trabajó veinte años como químico- y tomar un Laccao a temperatura ambiente. Recuerdo las enigmáticas anotaciones sobre el vidrio del botellín y lo bien que me sabía allí, entre probetas, matraces y otros cacharros de cristalería científica, ese ya de por sí imbatible batido de chocolate. La visita seguía con una vuelta por las cintas de la fábrica (años más tarde me tocaría trabajar en la de un catering de aviación) y culminaba en una mágica ojeada al mundo invisible gracias a la ayuda del microscopio. Poder observar esas extrañas y adictivas formas semovientes era toda una experiencia estética y lisérgica. Mi padre, de nombre José Ramón, retocó y ajustó a conciencia la fórmula del Laccao creada en 1944 por el farmacéutico y experto en química alimentaria Tomàs Cano* para la embotelladora de leche Lactel, luego integrada en la firma Agama. En los años álgidos del boom turístico, la obsesión de mi padre era llegar al día 1 de agosto con un stock de un millón de botellines para poder abastecer a toda la isla. Por suerte, mi madre ha conservado una carpeta con apuntes autógrafos de formulaciones ensayadas para afinar -entre otras- «la bebida de los deportistas», como rezaba en los años 70 el eslogan de Laccao. De entre todas esas anotaciones en pequeños papeles, me ha llamado especialmente la atención el empleo de agar-agar, espesante natural extraído de algas rojas y gracias al cual Ferran Adrià inventó las gelatinas calientes en 1998. Y junto a ese flashback sensorial del laboratorio, he de anotar otro recuerdo de infancia: su llegada a casa con tebeos o sobres de cromos, pero sobre todo con tebeos de Bruguera: pulgarcitos, mortadelos, tiovivos, DDT’s… Cientos de historietas, miles de viñetas que compartí con mis hermanos y que, por más lunas que pasen, nunca acabaremos de agradecerle.
* El gastrónomo Antoni Contreras me facilita este dato y me informa de que Tomàs Cano, inspector provincial de Farmacia, falleció en acto de servicio durante un viaje a Menorca (1974) y de que tenía su apotecaria en la calle Arxiduc Lluís Salvador. Fue amigo de Blai Bonet y escribió Els amors de la pubilla, obra musicada como zarzuela por Antoni M. Servera y estrenada en 1950 en el desaparecido Teatre Principal de Manacor.