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~ ACCIÓN DE GRACIAS PARA FABIÁN FUSTER

Fabián Fuster murió ayer en Düsseldorf a los 39 años.

Otra cosa, no, pero una vida intensa, caótica y divertida, seguro que eso no se lo habrá perdido Fabián Fuster, que murió ayer lejos de casa y sin darnos tiempo a darle un penúltimo abrazo. Celebro su existencia y le agradezco (la gratitud puede ser un antídoto contra el dolor) tantos momentos buenos, tanta ironía y tantísimo sabor. La vida siempre es breve y da para lo que da, que es poco, y menos aún si no se vive. Justo antes del absurdo confinamiento, Canela era uno de los restaurantes de Mallorca que reflejaba mayor vitalidad. Se percibía una evolución trepidante, sobre todo desde 2018, cuando el chef puso en marcha la barra baja en el mismísimo pase: un gesto de valiente. Después de aquel encierro forzoso, ya no volvería a abrir. La última vez que le vi fue en su cocina, pero con el local cerrado, en julio de 2020. Estaba ayudando a despiezar un señor buey de Sa Casa Pagesa. Fabián plantado ante aquel descomunal paraíso de carne roja: todo en orden. Días antes, su compañera, Irene Rigo, ya me había comentado que estaban muy indecisos y que no acababan de ver el momento de la reapertura. No les ayudaba ni lo que habían crecido en plantilla ni la configuración del local, muy difícil de adaptar a las salvajes restricciones sanitarias contra el sector restauración. A finales de agosto, Fabián marchó a hacer un bolo a Düsseldorf como chef privado y el cliente le ofreció continuidad. Mientras tanto, aquí iba a decretarse en breve el toque de queda nocturno, puntilla para muchos locales, y se iba a consumar el castañazo de la pseudotemporada turística, que quedó reducida a seis semanas. Ese otoño el chef decidió aceptar la oferta alemana.

La barra baja en la cocina del Canela.

A finales de 2019, el Canela iba como un tiro: daban diez servicios semanales, de martes a sábado. Fui a comer el 27 de noviembre y Fabián me contó con ilusión el cambio de enfoque (el cambio era su medio natural) que quería darle a la oferta, sobre todo al mediodía, con más sugerencias basadas en ingredientes especiales y un estilo más directo. El cliente extranjero estaba más que ganado, incluyendo a Michael Douglas, y ahora tocaba complacer al gourmand local. Les destaqué en la antología anual de este blog con la siguiente reseña: «Para un periodista que empieza a aburrirse, es un gusto ver cómo un lugar se consolida y va creciendo hacia todos lados. Es el caso de Canela, donde Fabián Fuster ha desatado su vena creativa para expresarse a través de platos híbridos y gozosos. Cada año hay novedades, tanto en el local como en la oferta gastronómica. Desde hace poco abren al mediodía con una cocina cada vez más centrada en el producto: codorniz con foie-gras a la sartén y lentejas a la mostaza. Y en onda más multiculti, dumpling de costilla de angus con helado de tomate-chipotle y bisqué de bogavante. Irene sigue siendo la anfitriona perfecta y Palma gana enteros con apuestas como esta.»

Fabián Fuster, en la última imagen de su Facebook.

No era la primera vez que elogiaba su trabajo. En la guía Mallorca Gastronomical Tour 2019-20 les dediqué una página que, por casualidades de la vida, salió encarada con la de Casa Maruka: el cocinero Alberto Serrano era uno de sus buenos amigos. Y allí anoté: «Pasito a pasito, Fabián Fuster está transformando el antiguo colmado gourmet de su familia en uno de los mejores comedores de Palma y extramuros. Con sólo una placa de inducción y una salamandra resuelve platos de gran complejidad y rebosantes de sabor.» Y en este blog conté mi última cena de curro de 2018, celebrada a lo grande en esa nueva barra baja del Canela: Clasicismo y artes orientales. Aunque ya han pasado casi dos años desde aquel cerrojazo imprevisto y fuera de escala, y a sabiendas de las últimas peripecias profesionales de Fabián Fuster, en mi fuero interno conservaba la esperanza de que, algún día, volviera a su reducto palmesano. De hecho, creo que ellos tampoco habían acabado de descartarlo. Cada vez que pasaba por delante, despotricaba por el cierre. Y últimamente maldecía dos veces en sólo cuarenta pasos por la caída de Can Àngel. Recuerdo que, hará casi diez años, solía pararme a tomar un vino en el Canela, tal vez con algún detalle para picar, y que más de una noche coincidí en el pequeño mostrador con el poeta, químico y paseante Àngel Terrón, quien también estará llorando el súbito traspàs del chef amigo… Por aquel entonces, la cocina era un auténtico cuchitril, un cuartucho junto a los baños, pero Fabián sabía defenderse con lo mínimo: era cocinero. La muerte deja siempre un cierto resabio de injusticia, pero no es más que una anécdota sin autoría (exceptuando casos de violencia). Todo esto no es fácil de entender. No hay edad para la despedida… No hay quien se acostumbre.

~ EMPANADAS DE CERDEÑA

Empanadas de un mesón de Cuglieri.

Empanadas de un mesón de Cuglieri.

Tengo querencia por los lugares despoblados. Me gusta perderme a solas y deambular entre matojos por descampados, caserones en ruinas, barrancos solitarios… Si es temporada baja, también por las entrañas de grandes barcos de pasajeros como el que me llevó en febrero al norte de Cerdeña. El objetivo del viaje era anular toda ambición o inquietud de índole gastronómica, esto es, desconectar, algo sencillamente imposible. No era mi intención ayunar (para eso no se viaja a Italia) pero al menos logré desembarcar sin la más mínima agenda y me dejé guiar por el olfato desarrollado durante veinte años largos de oficio. Buen balance: en una semana, pinché sólo con un plato: un estofado de jabalí correoso servido en el mismo mesón que las sabrosas panadas de carne y guisantes de la foto, tan similares a las de Mallorca. La pasta lleva, como en mi isla natal, manteca de cerdo.

Espaguetis con erizo.

Espaguetis con yemas de erizo.

Sassari, Bosa, Cuglieri, Oliena, Nuoro… Exploré la mitad norte de Cerdeña sólo con dos modestos objetivos gastronómicos, ambos de fácil ejecución: probar la fregola sarda y los culurgiòne. La primera recomendación me llegó de la mano del gastrónomo menorquín Bep Al·lès; la segunda, de Mar Barba, quien hace años regentó en Valencia un restaurante llamado Alghero. La fregola es una pasta de sémola de trigo parecida al cuscús, pero tostada al horno. Los nativos suelen mezclarla con tomate y almejas, pero también con ragú de cordero, tal como yo la probé: fregula al ghisatu di agnello. Los culurgiòne, una especie de raviolis rellenos de patata, queso fresco y menta, cayeron por doble partida, en sendas trattorias de l’Alguer: Lo Romaní y Maristella. En este último establecimiento, muy frecuentado por el público local, probé también unos deliciosos espaguetis con yemas de rosso di mare (erizo de mar). Y otro exquisito plato de pasta vino con alcachofas, almejas y botarga de mújol rallada, otra combinación infalible.

Rótulo del mercado de Alghero.

Rótulo del mercado de abastos de Alghero.

Ni siquiera pensaba escribir sobre el transcurso de este viaje, pero aquí estoy, picando letra y regresando a esa isla despoblada, la segunda más grande del Mediterráneo, después de Sicilia. Sin pretenderlo, la cosecha de sabores fue demasiado buena como para resistirme a contarla. Gocé con el queso pecorino (pecora es oveja) y me impresionaron los colores del radicchio en el rústico mercado de Alghero. También las grandes y espinosas alcachofas, de largo tallo, y la fragancia cítrica del abundante mirto silvestre. Me emocionó la campaña Fish & Cheap, desarrollada en los mercados municipales para incentivar el consumo de los pescados locales menos deseados: serrano, morena, espetón, tordo, rata, araña… Y me acordé cada día de Àngel Terrón, químico y poeta que sólo bebe monovarietales (signo de inteligencia), ya que él me descubrió en Palma el rico cannonau, tinto recurrente de este viaje por la cuarta región menos poblada de Italia.