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~ HUÉRFANOS DE COCINA

Reguliersgracht, mi canal favorito de Ámsterdam.

La alta restauración es un sector aún incipiente en Holanda, donde se imponen la fusión y las cocinas del mundo, hasta el punto que debemos preguntarnos si realmente hay cocina holandesa. Esa es la pregunta que uno sigue haciéndose al cabo de meses de pesquisas por Ámsterdam y alrededores, tal vez porque cuesta encajar una negativa por respuesta. En un libro de texto de neerlandés -dirigido por tanto a extranjeros-, hay una viñeta en que dos camareros se mofan de unos clientes: «¡Preguntan por las especialidades holandesas! ¡Ja, ja, turistas chiflados!». Los nativos tienen claro que nacen huérfanos de cocina y lo reconocen sin la menor vergüenza. Cuando se les pide que citen un plato exclusivamente holandés, se quedan un buen rato mirando al techo hasta despejar la incógnita por mera eliminación… Al final sólo les queda la erwtensoep o sopa de guisantes, en realidad un contundente puré invernal elaborado con el vegetal seco (hay que ponerlo en remojo de víspera) más tropezones de panceta ahumada, salchicha y, en el mejor de los casos, oreja y pie de cerdo. Es más, los holandeses suelen quejarse de que cenan (aquí no se come) siempre lo mismo: carne con verdura y patata. En muchas casas, ni siquiera cambian la disposición de estos tres elementos en el plato. No les extrañe, pues, que si preguntan qué hay para cenar en una casa holandesa, la respuesta del anfitrión se reduzca al nombre del vegetal del día. De todo la anterior -y de la atenta observación de la vida cotidiana-pueden extraerse algunas conclusiones. Primera: un restaurante de cocina holandesa -que los hay- sólo puede estar enfocado de cara al turismo, ya que el nativo carece de toda fe en la (inexistente) cocina holandesa. Segunda: los holandeses salen mucho a cenar por ahí con tal de dejar de cenar lo de siempre. Tercera: abundan los restaurantes (más de mil, sólo en Ámsterdam, contando todo tipo de comedores), sobre todo los dedicados a la fusion cuisine y los garitos étnicos. Aquí conviene advertir que es muy probable que en un restaurante mexicano, pongamos por caso, sólo haya cocineros turcos o marroquíes, con lo que la fusión está asegurada. Por otra parte, es lógico que se imponga la fusión culinaria en tierra conquistadora y sin raíces gastronómicas a las que agarrarse: no hay nada que recrear, actualizar o versionar.

Afiche de la película Tatuaje, de Bigas Luna.

Los restaurantes indonesios ocupan un lugar preferente, con su rijsttafel (mesa de arroz) como segundo plato nacional holandés, casi por encima del citado engrudo de guisantes y de las patatas fritas con mayonesa, que aquí se consumen con inquietante devoción. Alarmante consumo, también, de broodjes (bocadillos), sobre todo de arenque crudo, el sushi holandés. En la novela Tatuaje, cuyo clímax transcurre en Ámsterdam, el detective Pepe Carvalho disfruta de un «inapelable» rijsttafel con abundante cerveza helada en el restaurante Indonesia, hoy desaparecido, al igual que el Bali, el otro indisch citado por Vázquez Montalbán. Casi treinta años después de aquella aventura, el investigador privado iría probablemente al Templo Doeloe, ubicado en la calle gastronómica por excelencia, la trendy Utrechtsestraat, donde se concentran más de cuarenta comedores y tiendas de alimentación. Hacerse una idea de cómo funciona aquí el sector de la restauración puede resultar más inextricable que un caso de Carvalho. Ni el periodismo especializado ni las reseñas de las guías turísticas arrojan luz suficiente sobre esta maraña de restaurantes y eetcafés (cafés para comer), pues entre sus valores suelen figurar la abundancia de las raciones, la benignidad de la cuenta y el nivel cool del ambiente. La copiosidad es una exigencia, como demuestra el predicamento obtenido por el rijsttafel, auténtico galimatías compuesto por más de veinte platillos. Nada de síntesis, ni de degustaciones. Lo que priva en Holanda es el banquete colonialista, con perdón. Al ser uno de sus rasgos de carácter, el holandés -que piensa con el bolsillo- es incapaz de tolerar la tacañería… en fogón ajeno.

Fragmento del reportaje publicado en Club de Gourmets, número 349 (mayo 2005), con el título de ‘La auténtica fusión’, mi primera colaboración en esta revista. El texto seguía con comentarios sobre los restaurantes Van Vlaanderen y Segugio, ambos en Ámsterdam, y Lambermon’s, en Haarlem.

~ LA SOLEDAD DEL COMEDOR DE FONDO

Restaurante para solitarios en Amsterdam.

Comedero para solitarios en Ámsterdam.

Para un periodista gastronómico, especialmente si le toca en suerte el papel de inspector, comer solo es algo que puede convertirse en un hábito. Al principio, cuesta, como todo, pero acabas relajándote. Por momentos, uno puede sentir que le ha tocado esa maldición, sobre todo si en el comedor (desangelado) sólo hay cuatro camareros que no te quitan ojo, pero enseguida dejas de pensar y te concentras en el plato. Aunque comer solo no tiene nada de malo (lo malo es no tener nada que comer), siempre será mejor una conversación divertida que un soliloquio, por muy bien que uno lo lleve consigo mismo. Ahora bien, prefiero comer solo antes que aguantar a un gruñón o a un pelmazo pedante, dos especímenes que abundan en mi oficio. El solitario, por otra parte, lleva colgado el sambenito de sospechoso. «Si viene un cliente solo, ten mucho cuidado: o es un loco o es crítico gastronómico», advierte el chef a un camarero novato. «El de la cuatro debe de estar sonado -le responde- porque está venga a hablar solo…» Al final, resulta ser el inspector de la Michelin. La anécdota, cierta y verídica, demuestra que también hay inspectores locos. Cada vez que veo a alguien comiendo a solas en un restaurante, me imagino que es el inspector de la Michelin y me lo paso en grande, una estrategia más para sobrellevar la soledad del comedor de fondo. En días con buenas previsiones de trabajo, algunos restaurantes se niegan a reservar mesa para uno. Lo tengo comprobado. Mínimo, dos: a la sacrosanta pareja no se le puede negar nada porque ya es una entidad, una institución respetada y conveniente. Dos ya son algo.

Otro momento de soledad en Eenmaal.

Otro momento de paz y autismo en Eenmaal.

Recientemente, la prensa se ha hecho eco del estreno de un restaurante al que sólo se puede acudir solo. Todas las mesas -si puede llamarse así a un pequeño cubículo sin patas- son para uno y no pueden arrejuntarse. Los clientes más antisociales comen de cara a la pared. Por supuesto, no hay ni espejos ni wifi. «¿Dónde comes hoy?», te pregunta un plasta al salir del trabajo. Si vives en Ámsterdam, puedes cortarle el rollo al instante con sólo decirle «en Eenmaal». que así se llama el first one-person restaurant in the world. Bueno, eso no es del todo cierto, ya que se trata de un establecimiento efímero, o pop up, de esos que abren y cierran cuando y donde les da la real gana. Surgió en la capital holandesa, pero su última reaparición fue en el Soho londinense durante dos días de enero. Me imagino el ambiente: relajado, cool, austero, silencioso… Cada uno a lo suyo, reconcentrado en su parcelita, y todos dándose la espalda. Como la sociedad misma, especialmente la neerlandesa, que es de un individualismo impío. Según la web de Eenmaal (nombre que puede traducirse por una vez), comer solo puede ser «una experiencia inspiradora en un mundo hiperconectado» porque eso te permite «desconectar por un rato». No sé por qué no pondrán cabinas tipo peep show. Darían más intensidad a la experiencia y los misántropos podrían eructar libremente y echarse una siestecita. En fin, si de lo que se trata es de reconectar (desconectar de las conexiones, quiero decir), prefiero hacerlo en pleno bullicio, en la tasca ruidosa, con camareros bromistas, tapas plebeyas y, al fondo, un vulgar partidito de liga. Ya habrá tiempo de estar solo.