Archive for the ‘ Viajes ’ Category

~ UN OTOÑO COMO YA NO RECORDABA

Mesa revuelta, de Theodoor Smits @Museo del Prado

Descorcharé este artículo con una confesión harto incorrecta: cuando me meto en demasiados barullos sin tregua, echo intensamente de menos aquellos meses de reclusión y lenta desescalada. Días en que no podías menearte de casa, si no era para que el perro, que no tengo, te paseara un rato por el barrio. Días sin agenda, sin comidas, sin eventos, sin compromisos sociales y, para quienes padecemos fobia a los encuentros virtuales, también sin reuniones. Para alguien taciturno y con tendencias misántropas, un tiempo bendito e incluso con tintes mágicos: ¡al fin se había abandonado masivamente la acción y la rueda aparecía pinchada…! El sueño duró bien poco. Este otoño ha sido como un despertar a la vieja normalidad, con su trajín, su alboroto y su histeria colectiva: volver a hacer, acelerar y no dejar de rodar. Los saraos gastronómicos, que se concentran en octubre y noviembre, me han obligado a retomar esos viajes breves de trabajo que tanto me gustaban y a los que ya casi había renunciado sin mayor pesar. La consecuencia (previsible) es que ahora se me acumula el trabajo de procesar y contar lo visto, oído y degustado, que es la misión del periodista gastronómico de la vieja escuela, una especie que debería protegerse ante la profusión de cachorros depredadores que tal vez nunca sepan la tinta que llega a sudarse picando letra. Ahora no me queda otra que dejarme guiar por la memoria, esa facultad caótica y menguante, y rescatar las cuatro cosas que mejor pueda recordar de los congresos cubiertos en Alicante y Valencia. Y decido hacerlo, como ejercicio mental, sin recurrir a las dos muletas de siempre: el archivo de imágenes y los apuntes de la pequeña libreta, ese otro dispositivo móvil. Será como una mesa revuelta.

José Manuel López

José Manuel López, chef de Peix & Brases.

Lo primero que se me viene a la cabeza (o me sale de ella) es la espléndida comida en Peix & Brases, restaurante de Dénia que gobiernan con buen pulso José Manuel López en cocina y José Ignacio Arribas, sobrino del fundador, en comedor. Aquí capturé algunos de los mejores platos probados en este otoño raro (de tan normal), a saber: huevas de mújol con caramelo de maíz tostado, contraste redondo; sepionets braseados en su tinta con cebolla dulce, papada ibérica y cacahuetes del collaret, combinación que no restó presencia al tesoro submarino, y arroz meloso de espardenyes, hinojo marino y crestas de gallo (más vainas y robellones, si mal no recuerdo), elaborado con carnaroli de la Albufera valenciana. Otro arroz alicantino igualmente meloso y memorable fue el que disfruté en La Finca (clásico ilicitano), éste con sepia y lomo de salmonete de Santa Pola frito a la inversa: el pescado se rocía con aceite por la parte de la piel. Sigue bien engrasado el equipo de Susi Díaz, respaldada por sus hijos, Chema e Irene García, y con los veteranos Pedro Antón y José Luis Cabrera en materia salada y dulce, respectivamente. Su menú extralarge, Génesis, tuvo varios momentos de cuchara fáciles de recordar: el guiso de garbanzos y calamar, condimentado con tiento, y las quisquillas de Santa Pola, ñoquis y pulpo, con un caldo marino delicado y estimulante. Y con copa y tenedor, los tiernos esparraguines de Villena acompañados de crema de almendra, blanquet (embutido cocido) y pelotazo Lovely Green a base de ginebra, hierbabuena, pepino, lima y clara de huevo. Ya dentro de la programación oficial de Alicante Gastronómica, también dediqué mi estómago a manjares más plebeyos, como los pinchos de degustación del congreso de tortilla de patatas organizado por el periodista Rafael García Santos. Si van a Donosti, no se pierdan la que hace Ana Ulli en el bar Antonio, pues no le va a la zaga a la clásica del Néstor. Otras tres que descubrí en el encuentro alicantino fueron las de Emar (Vitoria-Gasteiz), Taberna Pedraza (Madrid) y La Concordia (Logroño).

Raúl Resino, el chef-pescador de Benicarló.

Y si en Alicante me centré en el universo tortillero, en Mediterránea Gastrónoma, foro de la capital valenciana, puse el foco en las jornadas dedicadas a carne y brasas. Mientras Carlos Català, alma mater de una carnicería de tradición familiar de Aldaia, defendió las maduraciones extremas en que la carne sabe casi más a champiñón o a roquefort que a vacuno (vende una soberbia picaña de buey gallego con 500 días), Ángel García, del restaurante Templo (Alicante), se mostró más partidario de afinar la carne (con moderación) que de sobremadurarla. Por su parte, Juan Traver, de Instinto Carnívoro (Castellón), explicó que prefiere hablar de «días de cámara» antes que de maduración y calificó de esnobismo el imponerse unos tiempos mínimos de envejecimiento. Destacó la ponencia ofrecida conjuntamente por el periodista Mikel Zeberio y el empresario Juanan Zaldúa (Baserri Maitea), quien negó que la maduración equivalga a terneza. Según le ha demostado su larga experiencia como hostelero, una ternera puede ser muy tierna con sólo unas horas de sacrificio, ya que el rigor mortis no aparece de inmediato. Es más, ambos coincidieron en que a los ocho días da unos sabores limpios y una textura jugosa y tierna, lo que tampoco depende del grado de infiltración (o marmoleo). Uno de los placeres de este otoño -trepidante como los de antaño- ha sido poder reencontrarse con estos dos gastrónomos vascos y con otros amigos del sector, como los periodistas Ana Marcos y Frasio Sánchez, ambos colegas en Club de Gourmets, o los cocineros Miquel Ruiz, Bernd Knöller, Ricard Camarena, María José San Román, Raúl Resino… Este chef-pescador de Benicarló ofreció, como embajador de la marca Castelló Ruta de Sabor, una clase magistral sobre los suculentos ranchos marineros en que se aprovechan los pescados con menos glamour. Otro mensajero de este sello de calidad, el maestro de cocina Miguel Barrera, de Cal Paradís, arropó a nuevos talentos de la gastronomía castellonense que apuestan por la despensa local. Y si tuviera que escoger un momentazo de soledad hedonista, me trasladaría a la barra del Maipi, bar de Russafa donde alcancé el clímax de este noviembre gastronómico gracias al arroz caldoso de pollo, conejo y verduras elaborado por Pilar Costa y amablemente servido por Gabi Serrano. Les conocí, hace mil otoños, de la mano de Antonio Vergara y, con permiso de El Poblet, fue donde comí más a mi gusto.

Miguel Barrera, embajador de Castelló Ruta de Sabor.

~ VOLVER A EMPEZAR EN VALENCIA (y II)

Garbanzos, calamar y jugo de cerdo, de Fierro.

Como iba contando, la vuelta a la movida vida congresual me obligó a un baño de multitudes en Mediterránea Gastrònoma, reencuentro profesional que nos hizo recordar a todos mejores tiempos pasados. Años libres de virus industriales, tiempos salvajes, sin desmedidas restricciones de todo jaez (no escatiman ocasión para desandar lo andado), ni burdas imposiciones ni inyección diaria de pánico informativo en versión uniformada. Por momentos, y conforme se iba animando el ambiente, aquello se parecía mucho a 2019… ¡Y hemos sobrevivido para narrarlo! El viaje no pudo empezar mejor, ya que me tocó cenar en un querido taller del barrio de Russafa: Fierro. Cincuenta y siete metros cuadrados que Carito Lourenço y Germán Carrizo alquilaron en 2015 como oficina y local de ensayos culinarios sin público. Seis años después es uno de los restaurantes con más sabor de Valencia, tanto por cocina como por ambiente. Estrenaron en esta gran ciudad el menú largo en mesa única para doce comensales, todos a un tiempo: como recibir en casa y sin protocolos añadidos. Por desgracia, la enfermedad de moda ha llevado a atomizarlo todo y ahora los doce (o trece) comensales se reparten en corrillos, pero la atmósfera mantiene ese mismo tono, cálido y risueño, de experiencia compartida. Fueron 17 pases -como un álbum doble de 17 canciones- servidos en directo, a muy buen ritmo y con una corista de lujo: la sumiller Eva Pizarro. Y como ejemplo de plena simbiosis entre sólido y líquido, uno de los tres prepostres vegetales: maíz a la brasa y en helado con cacahuete, ajonegro e hidromiel de brezo de alta montaña elaborada por Moncalvillo en Daroca de Rioja: una balada folk intensamente delicada. Con más decibelios sonaron otros platos de más riesgo: sorprendente erizo con robellón y plátano (emulsionado con curry de Madrás), delicioso pató azulón de la Albufera con salsa de gazpacho manchego o figatell de calamar (originalmente, un embutido porcino que se consume fresco) con garbanzos (en hummus y espuma) y jugo de pies de cerdo, acertada versión fría de un guiso mar-y-montaña. Sonó todo perfectamente afinado y empastado: Fierro es una gran banda que se degusta de cerca. Cocina de búnker o, mucho mejor dicho, de café-teatro, de cava musical.

Cartel de Josep Renau para Lux Film.

Ya en el recinto de Gastrònoma tuve ocasión de probar varios bocados magistrales en la zona de Barras Gourmet. Entre ellos, el taco crujiente de ají de gallina, guiso que Nazario Cano (Odiseo) se aprendió al dedillo durante su etapa limeña, y la berenjena frita con anguila, de Miquel Barrera (Cal Paradís), que presentó la cocina de su nueva plaza en Castelló capital, El Rebost. Más platos que no puedo dejar en el tintero: el soberbio pâté en croûte con pato, foie, higos y pistachos con que Albert Boronat (Ambassade de Llívia, Girona) abrió la cena a cuatro manos junto a Carlos Julián, chef residente del restaurante Ampar. El chef catalán también se encargó de poner la guinda perfecta a esta velada con otro hit de la cocina mundial: babá al ron con crema chantilly. Como necesito estar en constante movimiento y cambiar de actividad cada poco rato, no fue todo mover el bigote. Valencia, que en noviembre es una inabarcable agenda cultural, me dio la oportunidad de descubrir los combativos fotomontajes antifascistas de Josep Renau, hasta enero en el IVAM; el talento de la actriz Laura Romero, una de Les tres germanes de Chéjov en el Teatre Micalet; los impactantes cortos experimentales de Jean-Gabriel Périot, protagonista de la función de clausura del festival DocsValència, y las correspondencias estéticas (polémicas al margen) entre Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. También fuera de programa, y por recomendación del cocinero y gourmand Bernd Knöller (Riff), descubrí uno de esos restaurantes al que sabes que -más temprano que tarde- volverás: Yarza, abierto en el barrio del Eixample en marzo de 2018, cuando la vida era alegre (más o menos) y no nos perseguía la Gestapo farmacrática con su interminable catálogo de novedades. Manu Yarza te inyecta materia prima apenas manipulada: su cocina de mercado podría etiquetarse, si hiciera maldita falta, como low intervention. No es que sea un zángano, porque hay mucha faena previa, pero tiene la virtud de no querer convertir los tomates en cubos perfectos. Muchas sugerencias del día, por tanto, que son la sal y el yuzu de un buen ágape cotidiano: en mi caso, ortiguillas fritas, navajas gallegas con salsa holandesa, sepionets con vinagreta de piñones, fabes con berberechos y torrija caramelizada. Espero volver el próximo noviembre, como muy tarde, para probar uno de sus arroces en perol y alguna de sus especialidades de casquería. A pesar de la mascarilla, Valencia en noviembre es un chute de oxígeno libre de patógenos y salmodias mediáticas.

La torrija caramelizada de Yarza.

 

 

 

 

 

 

 

~ VOLVER A EMPEZAR EN VALENCIA (I)

Rafa Zafra, chef de Estimar, durante su ponencia.

Vuelta a empezar muy en serio, que es como decir con alegría. La última edición del congreso valenciano Mediterránea Gastrònoma (opto por la paridad lingüística de acentos) ha sido como meterse en la máquina del tiempo y pulsar dos pisos para abajo: un viaje retrospectivo, un flashback profesional, la alegre excursión de un saltapatrás. He vuelto a vivir, al cabo de casi dos años (de todo hace ya dos años), lo que es estar en un auditorio de bote en bote, rodeado de aplicados periodistas y estudiantes entusiastas. Mucho, mucho barullito, todo a rebosar de respetable… Sensación de normalidad, carcajadas y achuchones por doquier en esta mágica edición del reencuentro, sin miedo al virus feroz con que han querido asustarnos y aislarnos. Aprovechando interines y entreactos, volví a compartir momentos con queridos colegas de oficio y con grandes cocineros que no se las dan de artistas, como Nazario Cano, Miquel Barrera, Ricard Camarena, Cristina Figueira, Raúl Resino o Bernd Knöller, quien se marcó en su ponencia a cuatro manos una remolacha asada con su kvass (bebida fermentada), mantequilla de oveja y hierbas. La parte líquida corrió a cargo de Luis Arrufat, del Basque Culinary Center.

Menestra con mole, de Paco Morales (Noor).

Y en el backstage o trascenio (que no es un elemento químico), probé el delicioso mole con que Paco Morales adereza su menestra (aprendió del mexicano Paco Méndez) y charlé con Rafa Zafra sobre Casa Jondal, su chiringuito deluxe ibicenco. Este chef sevillano presentó en su divertida charla -junto a Rafa Morales- dos secuencias basadas en sendos frutos del mar: ¿por qué no comer erizo al natural, en suquet, en tartar con gamba, frito con besamel (como los tigres), con guisantitos a la brasa más yema de codorniz o a modo de canapé con pan, panceta y caviar? ¿Y por qué no gozar del percebe en salsa verde (sin abrir), a la brasa (tres minutos), cocido en agua de mar y en gabardina (rebozado con pasta orly)? Panoplia de técnicas culinarias para un mismo ingrediente, que no es cuestión de limitarse ni mucho menos de aburrirse. No asomará el aburrimiento, a buen seguro, en la próxima edición de D*na, festival gastronómico de Dénia que presentó a lo grande Quique Dacosta y que este año se dedicará a «restaurar a los restaurantes» y reivindicará «la función vivencial de la restauración»: la convivencia -en vivo y en directo- en torno al comer. Haciendo justicia, el protagonismo recaerá en los establecimientos de hostelería -tan castigados por las restricciones- y en los pequeños comercios agroalimentarios de esta villa alicantina, punta de lanza de una de las mejores gastronomías del Mediterráneo.

Lleno hasta la bandera en la presentación de D*na a cargo del cocinero Quique Dacosta.

 

~ DEFENDERSE COMO ISLA (I)

Ciutadella no se ha vaciado hasta octubre.

Este año los menorquines le han visto las orejas al lobo. Al mismo lobo que ya rondó Mallorca en los cuatro o cinco veranos previos a 2020, cuando la pandemia hizo menguar la temporada a seis semanas la mar de tranquilas. Un cambio imprevisto en la tipología de los turistas ha provocado por vez primera en Menorca una clara sensación de agobio tanto entre residentes como entre visitantes. Han sido como tres agostos seguidos de sobresaturación, un verano tupido y que ha dejado muchas escenas inéditas: de una vieja furgo habitada bajan dos amigos, se remojan un poco los alerones, cambian camiseta por camisa y cumplen con su reserva (obligada) en el restaurante de un lujoso agroturismo. No muy lejos, cuatro miembros de una familia hacen hora y media de cola ante una hamburguesería para que, al llegar su turno, ya esté toda la carne vendida. Mientras el sector restauración no puede quejarse, las tiendas de souvenirs se han comido los mocos. Los nativos, por su parte, acostumbrados a encontrar siempre sitio en sus locales predilectos, han tenido que contentarse con cenar en casa (y eso que se han ahorrado). Habituados al turismo de pulserita, o todo incluido, ese que transita sin apenas molestar entre el hotel y la playa de enfrente, este año los menorquines se han visto obligados a lidiar con otro perfil de cliente: más independiente, más inquieto, más heterogéneo y con mayor promedio de gasto. Ya decía la santa Teresa que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

¿No convendría cerrar a tiempo la tanca y evitar la sobreexplotación turística?

¿Qué ha pasado? Pues que las plazas que, a causa de las restricciones, no han podido venderse al turista tradicional, mayormente british, han sido ocupadas gustosamente por españoles con más posibles (muchos llegados en su propio auto), con aficiones foodies y adicción a las redes digitales, diabólicas y delatoras. A este desplazamiento en el target convencional para el cliente de gran hotel, hay que añadir las camas y sofás de los pequeños alojamientos urbanos y, sobre todo, de las viviendas destinadas a alquiler turístico, que copan un 34,4% de la capacidad total en términos oficiales, esto es, sin contar con la voluminosa oferta ilegal. Resultado (patético): saturación vespertina con atasco incluido para fotografiar o filmar la puesta de sol en Punta Nati, un lugar que yo recuerdo totalmente despoblado. El riesgo está en que, si la situación sanitaria se estabiliza, el verano que viene podría confluir todo el turismo convencional de antes (británico y alemán) más el peninsular y el francés, de importancia muy creciente. La estrecha carretera que conduce a Punta Nati, bordeada por paredes de piedra seca, y el austero paisaje circundante aparecen en el documental Pedra pàtria, una lírica reflexión del menorquín Macià Florit sobre los orígenes y la identidad. Dejándose inspirar por la historia geológica de la isla, legible en los colores y texturas de sus rocas, el film transita desde las oscuras pizarras del Carbonífero, características del Cap de Favàritx, hasta la piedra blanca, el blando marés, metáfora de la fragilidad de la memoria. Menorca ha estado de moda este verano y puede que en un par de años -tan boyantes- tengamos que enterrarla tras morir de éxito. Porque la erosión siempre va más deprisa de lo que nos parece.

 

~ BALEARES POR ESOS MUNDOS

Goya según Mariano Benlliure, en el Prado.

La rueda empieza a girar, pero las sendas se ven oscuras todavía, cenicientas y pedregosas. Parece que el mundo y su gran teatro alzan de nuevo el telón, sobre todo en Madrid, donde las terrazas primaverales están de bote en bote y el Prado, prácticamente vacío. Este viernes tuve el privilegio de estar más solo que la una ante el Cristo de Velázquez (¡eso es un cuerpo!), o ante El jardín de las delicias, de El Bosco, donde pude recrearme a mis anchas por los angostos vericuetos del infierno, o ante El triunfo de la Muerte, de Brueghel el Viejo, que anticipó el crimen en serie urdido por las bestias nazis en las cámaras letales, o ante el aterrorizado perro de Goya. También estuve tranquilo en otro museo, el Reina Sofía, donde me sumergí solitariamente en la perturbadora instalación sonora creada por Niño de Elche a partir del guión-partitura Auto sacramental invisible, del cineasta Val del Omar. No tuve que estar pendiente del distanciamiento social (o distancia interpersonal), que además ya ha dejado de preocuparme tras sobrevivir a los avioncitos de Air Europa. La compañía aérea no para de advertirnos por megafonía sobre la inconveniencia de agruparse en las filas o ante la puerta del baño, pero luego llena sus vuelos y nos embute -sin escrúpulos sanitarios- a la antigua usanza sardinera. Según explican, el aire se renueva en cabina cada tres minutos en un 99,1 por ciento, eliminando todo rastro de bacterias y virus malitos. Muy bien, pero ¿qué hacemos los devotos del Azar con ese 0,9 restante? No sé si el filtraje resultará efectivo ante el incontenible (y entusiasta) ataque de estornudos del vecino, con ráfagas explosivas a dos palmos de mi jeta paranoica… Confiemos ciega y alegremente en las bondades de la alta tecnología (¿alemana?) mientras la rueda se vuelve cuadrada y vamos desfilando, todos a una, hacia el colapso planetario, amén.

David Reartes, chef-propietario de Re.art, en Ibiza.

David Reartes, chef de Re.art (Ibiza).

Especulaciones y deseos aparte, el motivo de mi viaje relámpago a la Corte de la Pseudolibertad fue asistir a la cena elaborada en The Kitchen Club por cuatro cocineros ibicencos con motivo de la Feria Internacional de Turismo. Un póker formado por los chefs de Es Tragón, Es Ventall, Re.art y Es Terral. Desfiló producto de la isla en abundancia: calamar, langosta, sobrasada, cerdo negro, salmonete, queso de cabra, aceite de oliva, verduras variadas… Y el menú supo a Eivissa, que de eso se trataba. Entre los platos, suculento bocado de tartar de langosta con su torrija crocante (o crosta), que Álvaro Sanz acompañó de vino de higos en porrón individual; jugoso bocata negro de calamares con sobrasada y allioli, de José Miguel Bonet; exquisito pastrami de cerdo negro con matices de encurtidos y hojaldre de puerros confitados, del hiperactivo David Reartes, y delicado juego de verduras a cargo de Matthieu Savariaud: juliana de tirabeque y calabacín con dados de polenta crujiente, queso de cabra y puré de brócoli-perejil. Sólo faltó presencia femenina y formenterense para redondear tan espléndido cartel. Y sin salir de los cerveceros Madriles, aquí va un aperitivo de la ponencia que impartirá Maria Solivellas en el congreso Madrid Fusión. La cocinera de Ca na Toneta hablará sobre las ventajas de la condición insular, que se define por sus límites naturales y su fragilidad, pero también por su potencial de autosuficiencia. Como muestra de la estacionalidad que siempre ha marcado su cocina, presentará varios platos con uno de los ingredientes más efímeros de la despensa mallorquina y más infrecuentes en restauración: el garbanzo verde. Una legumbre cuya vida se reduce a tres semanas cortas y que ella combinará con sepia y con manitas de cerdo. Las islas se mueven y seguirán moviéndose, pero espero que no sea a velocidad de crucero, sino de rústica tartana.

 

 

 

~ REENCUENTRO CON VALÈNCIA (I)

La ventresca ahumada con agujas, de Nazario Cano.

Si me gusta viajar, es ante todo para poder regresar: prefiero reincidir, ahondar, a descubrir por descubrir. De ahí que vuelva a escoger año tras año como destinos -para paliar esa extraña nostalgia de los lugares- ciertas ciudades populosas e inagotables, entre las que se cuenta València. Aunque una aldehuela o una barriada también puedan resultar infinitas, aquí me declaro urbanita y asfáltico. También debo admitir que ya no me gusta alejarme demasiado, sino dar prioridad al entorno, sobre todo en términos de indagación gastronómica. La urbe me atrapa como laberinto, como espacio para deambular vagamente orientado. Si me pierdo del todo, abordo a algún paisano para que intente reconducir mis pasos. Este lunes me sentí realmente perdido al no dar con El Cárabo, una de mis queridas librerías de lance. Después de vacilar y recular, no tardé en confirmar mis sospechas: cerrada por traspaso y reconvertida en bar insulso. Gracias a Zeus, ha sido el único disgusto del viaje. En el otro extremo, el positivo, el relanzamiento a lo grande del congreso Gastrónoma gracias al impulso institucional y al empuje de Cuchita Lluch, de la Real Academia de Gastronomía, y de Maje Martínez, directora de contenidos. Densa y trepidante programación de ponencias, catas y talleres, con varios escenarios simultáneos y en la que destacó -al menos en mi agenda particular- la comida ofrecida por Nazario Cano (El Rodat) y Rubén Escudero, del Manko, restaurante parisino de Gastón Acurio. El cocinero afincado en Xàbia elaboró, entre otros platos, una navaja con horchata salada de maíz, una ventresca de atún ahumada al regaliz (con agujas) y acompañada de su civet a modo de salsa, y como postre, su genial hojaldre de berenjena con limón. Por su parte, Escudero sorprendió con un ceviche caliente de alas de pato con desmigado de buey de mar y tuétano.

Ricard Camarena, durante su ponencia en el congreso Gastrónoma. Fotos: Alberto Saiz

Otro cocinero enamorado de Xàbia y que dejó un espléndido sabor de boca a su paso por Gastrónoma fue Borja Susilla, del restaurante Tula. Ofició como coprotagonista del menú ofrecido por jóvenes chefs alicantinos, junto a Nanín Pérez (Mauro), Kiko Lázaro (Belvedere) y Jorge Moreno (Voraz). Susilla elaboró un plato meloso y suculento a base de alcachofa y caballa, así como el postre final, una sutil combinación de chirivía, piñón, mantequilla negra y cítricos. La provincia de Alicante sigue dando mucho que hablar y se mantiene por derecho propio en lo más alto del candelero gastronómico. Fuera del recinto ferial, acudí a dos cenas de prensa: en Ricard Camarena y en La Salita, de Begoña Rodrigo. Del primero, destacar su inconfundible e influyente estilo de vanguardia inspirada en casa: tomate, apio bola, alcachofa, oliva, anguila, gamba roja, higuera, calabaza, arroz, mandarina… La despensa valenciana transfigurada por su genio cítrico, con picos de sabor como la berenjena glaseada con mostaza y sándwich de cartílago de vaca, o el postre picante de mango, curry, hierbas y semillas. Sólo eché en falta una mayor participación de David Rabasa, sumiller insustituible que esa noche estuvo -por así decirlo- en el banquillo. Y en casa de Begoña Rodrigo se vieron tanto técnicas interesantes, caso del rape curado en arroz, como platos redondos, entre ellos el ajoblanco (en crema y helado) con caballa y puré de berenjena a la llama; el salmonete con carbonara de sus higadillos y tirabeques, o el falso risotto de all-i-pebre con apio bola a la sal e hinojo encurtido, algo falto de cremosidad pero profundamente sabroso. Auténtica galeria de personajes, a cual más salado, en la brigada de servicio que comanda Sergio Rodrigo, hermano de esta chef con nervio, temple y agallas.

Salmonete con carbonara de sus higadillos, de La Salita.

 

~ UN MALLORQUÍN DE NANCY EN GUIMARÃES

Christian Rullán, chef de Le Babachris.

Christian Rullán, chef de Le Babachris. Foto: L. Vilela

Como sucede en tantas otras ocupaciones, especialmente la de político profesional, hay cocineros que trabajan para vivir del cuento y cocineros que trabajan para vivir. Los primeros se pirran por un foco de televisión, una asesoría a millones de años luz o un suculento contrato publicitario de lo que sea; los segundos se levantan, toman café en el curro mientras afilan el cebollero y, sin darle más vueltas, empiezan su pelea diaria contra puerros, tocinos, proveedores y escandallos. Dentro de este segundo grupo, hay quienes tienen la suerte (o valor, mejor dicho) de regentar su propio garito, detalle que exige una entrega aún mayor, siempre que no se cuente con capitostes asociados. Con una mano delante y otra detrás, cuatro ahorrillos e um amor (Bárbara), el cocinero franco-solleric Christian Rullán se plantó en la bella Guimarães y ambos tuvieron el coraje de crear Le Babachris. Después de tres años de faena y desvelos, se han ganado a pulso la confianza y el afecto de sus nuevos vecinos y ya están consolidando el negocio, ardua tarea en una pequeña ciudad sin grandes inquietudes gastronómicas (por el momento) y donde se puede comer por ocho euros. Probé hace unos días su menú de ‘6 Inspirações’, que cambia semanalmente, y me confirmó que es uno de los mejores cocineros mallorquines de su generación (tiene 42 años). Entre los platos, una crema de castañas con gamba, pechuga de pato ahumada y trufa (más toques de café y sisho); un cremoso arroz de grelos y trompetas de la muerte con terrina de cabrito empanada, y un lomo de bacalao fresco con puré de coliflor y trigo picado (matices de coco, hierba limón y salicornia). Sabores otoñales, maestría, trasfondo académico (estudió en la École Lenôtre de París) y prudencia a la hora de conjuntar sabores. El chef renueva diariamente su menú de mediodía y dice que se conforma con que Le Babachris se convierta en «un lugar cotidiano», es decir, ese pequeño bistró que sabes que no te va a fallar. Un alusión a la vital importancia de la constancia y la regularidad, dos claves para cualquier profesional que no vaya de iluminado.

Detalle del chef en acción.

Detalle del chef mallorquín afincado en Guimarães.

La profesionalidad no se demuestra batiendo flores para hacer un aire de pensamiento (¡qué cosa más fácil!) ni alardeando de virtuosismo técnico en platos de museo, sino marcándose un buen arroz fuera de casa y al fuego de cuatro troncos. Ahí es donde puede verse a un cocinero en todo su poderío. Tuve la gran suerte de compartir uno de Christian Rullán, a base de cerdo, vino y setas silvestres, en el hermoso Vale do Douro. El tinto que aromatizó este arroz fue de la bodega Pormenor, anfitriona de un encuentro memorable en su cava de crianza. El vinicultor Pedro Coelho nos explicó, entre trago y trago, que el objetivo de su adega es elaborar «vinos de mesa de antaño, tal como los hacían nuestros abuelos». Parte de una buena materia prima procedente de viñas viejas (entre 50 y 100 años) para crear vinos secos, con acento ácido (fresco) y poca graduación (nunca más de 13). Variedades locales, viñedos plantados en altitud y la mínima intervención posible en bodega dan como resultado unos «vinhos de terroir complicadamente descomplicados». Tras el suculento arroz, llegaron los dulces de la pastelaria Fina, otra dirección de Guimarães a tener en cuenta, sobre todo por su adictivo bolinhol, bizcocho húmedo elaborado con yemas a espuertas (dicen que su origen está en el convento de las carmelitas de dicha ciudad). Más pistas fiables para una escapada al norte de Portugal: en la aldea de Póvoa de Lanhoso, el restaurante O Victor tiene como especialidad casi única un excelente bacalao asado con melosas patatas a murro (hechas a horno suave y aplastadas con el puño o murro), guarnición pensada para rebañar todo el aceite del plato. Y ya en la pujante ciudad de Porto, dos lugares de primerísimo nivel para remojar el gaznate: The Royal Cocktail Club, una coctelería de autor donde hay que ponerse en manos del joven bartender José Mendes, y la vinoteca Prova, una de las mejores de Portugal. Este bar de vinos, jazz y quesos, regentado por el sumiller y melómano Diogo Amado, es el lugar perfecto para descubrir vinos raros de la tierra, como el Vidente, suavísimo tinto de la denominación Dão; el Casa de Saima, un monovarietal de baga; el Andresen, cálido porto de 20 años, o el Magma, un sorprendente verdejo de las remotas Azores, azotadas estos días por vehementes tempestades.

 

~ OLIVA Y CARACOL

Los caracoles, omnipresentes en Les Garrigues.

Caracoles de La Placeta (Arbeca).

Recorrer en invierno una comarca desconocida y escasamente poblada, a una hora de Barcelona en coche, puede ser más viaje que un vuelo a las antípodas o un fin de semana en tierra pintoresca y lejana. Conocer el entorno me interesa bastante más que asomar la punta de la nariz en la playa de Unawatuna. La reciente visita a Les Garrigues (sur de Lleida) ha sido estimulante tanto en sabores como en parajes, dos cosas que no se entienden sin el concurso del paisanaje, tanto más relevante en territorio agrícola. Entre esos paisanos, el anfitrión fue Rafa Gimena, periodista gastronómico que sabe celebrar y compartir la despensa autóctona. Gracias a él acudí encantado, junto a un grupo de colegas desconocidos, a la Fira de l’Oli de Les Garrigues, que se celebró en Les Borges Blanques, capital administrativa y villa vinculada al presidente Francesc Macià. Fue un no-parar a lo largo y ancho de una comarca que puede presumir de relato gastronómico, con el aceite de oliva arbequina como hilo conductor y el protagonismo de la payesía, custodia del territorio. Si el alimento líquido por excelencia fue el zumo de aceituna, el sólido fue el caracol silvestre, presente por doquier. Además de ser uno de los manjares más queridos por los leridanos, que lo preparan asado a la llauna o sofrito a la gormanda, el caracol es el icono del movimiento Slow Food, que se hermanó con la feria en esta 54 edición. Su delegado para España y Portugal, Alberto López de Ipiña, apostó por «globalizar la protección de lo local» y elogió la gran calidad del aceite de Les Garrigues, que se cuenta entre los mejores del mundo. Lo hacen muy bien y además saben contarlo.

Versión de la tortilla en salsa, de Montse Freixa.

La tortilla con jugo, según Montse Freixa.

El intenso fin de semana dio para muchos platos, tragos, tertulias y paseos estimulantes por una región de estampa austera, hecha de pan con aceite y cabañas de piedra en seco -un tipo de construcción sin argamasa que también se da en Baleares. Una de las comidas destacadas fue la de El Castell, restaurante de La Floresta con Montse Freixa azuzando los fogones. Esta joven cocinera formada en la escuela de hostelería de Terrassa -a la que habrá que seguir de cerca- se lució con la coca de arengada casera (sardina de bota) y raíz de hinojo; el ajoblanco de almendra marcona con jamón, pera y arena de ceps, y su versión flanera de la tortilla con jugo, que lleva bacalao, alubias y espinacas, tríada asociada a la Cuaresma. Otra visita memorable fue a los viñedos de la bodega más pequeña de Les Garrigues: Celler Matallonga. Joan Penella y Rosa Xifre practican en el municipio de Fulleda una vitivinicultura holística o regenerativa, que potencia las relaciones simbióticas entre terruño y organismos varios. Se trata de nutrir el suelo y dar cobijo a todo bicho viviente. Una nueva forma de trabajar la tierra con resultados excepcionales: vinos singulares, tremendamente equilibrados y que cuentan -cada uno de ellos- su propia historia. Hubo mucho más: un festín de cuina lleidatana en el hotel-restaurante La Garbinada, punto de encuentro de cazadores; los vinos de Vinya Els Vilars y de Clos Pons, bodega que cuenta además con un gran jardín experimental de olivos (250 variedades); los caracoles a la llauna de Xavi Benet, otra joven promesa, y una instructiva cata de aceite en la cooperativa de Arbeca, donde pudimos comprobar, de la mano de Magda Garret, lo malo que puede llegar a ser el aceite malo. Las etiquetas engañan.

 

 

~ EMPANADAS DE CERDEÑA

Empanadas de un mesón de Cuglieri.

Empanadas de un mesón de Cuglieri.

Tengo querencia por los lugares despoblados. Me gusta perderme a solas y deambular entre matojos por descampados, caserones en ruinas, barrancos solitarios… Si es temporada baja, también por las entrañas de grandes barcos de pasajeros como el que me llevó en febrero al norte de Cerdeña. El objetivo del viaje era anular toda ambición o inquietud de índole gastronómica, esto es, desconectar, algo sencillamente imposible. No era mi intención ayunar (para eso no se viaja a Italia) pero al menos logré desembarcar sin la más mínima agenda y me dejé guiar por el olfato desarrollado durante veinte años largos de oficio. Buen balance: en una semana, pinché sólo con un plato: un estofado de jabalí correoso servido en el mismo mesón que las sabrosas panadas de carne y guisantes de la foto, tan similares a las de Mallorca. La pasta lleva, como en mi isla natal, manteca de cerdo.

Espaguetis con erizo.

Espaguetis con yemas de erizo.

Sassari, Bosa, Cuglieri, Oliena, Nuoro… Exploré la mitad norte de Cerdeña sólo con dos modestos objetivos gastronómicos, ambos de fácil ejecución: probar la fregola sarda y los culurgiòne. La primera recomendación me llegó de la mano del gastrónomo menorquín Bep Al·lès; la segunda, de Mar Barba, quien hace años regentó en Valencia un restaurante llamado Alghero. La fregola es una pasta de sémola de trigo parecida al cuscús, pero tostada al horno. Los nativos suelen mezclarla con tomate y almejas, pero también con ragú de cordero, tal como yo la probé: fregula al ghisatu di agnello. Los culurgiòne, una especie de raviolis rellenos de patata, queso fresco y menta, cayeron por doble partida, en sendas trattorias de l’Alguer: Lo Romaní y Maristella. En este último establecimiento, muy frecuentado por el público local, probé también unos deliciosos espaguetis con yemas de rosso di mare (erizo de mar). Y otro exquisito plato de pasta vino con alcachofas, almejas y botarga de mújol rallada, otra combinación infalible.

Rótulo del mercado de Alghero.

Rótulo del mercado de abastos de Alghero.

Ni siquiera pensaba escribir sobre el transcurso de este viaje, pero aquí estoy, picando letra y regresando a esa isla despoblada, la segunda más grande del Mediterráneo, después de Sicilia. Sin pretenderlo, la cosecha de sabores fue demasiado buena como para resistirme a contarla. Gocé con el queso pecorino (pecora es oveja) y me impresionaron los colores del radicchio en el rústico mercado de Alghero. También las grandes y espinosas alcachofas, de largo tallo, y la fragancia cítrica del abundante mirto silvestre. Me emocionó la campaña Fish & Cheap, desarrollada en los mercados municipales para incentivar el consumo de los pescados locales menos deseados: serrano, morena, espetón, tordo, rata, araña… Y me acordé cada día de Àngel Terrón, químico y poeta que sólo bebe monovarietales (signo de inteligencia), ya que él me descubrió en Palma el rico cannonau, tinto recurrente de este viaje por la cuarta región menos poblada de Italia.

~ INMERSIÓN EN ‘LA TERRETA’

El Peñón de Ifach, en Calpe. Foto: Lolo

El Peñón de Ifach, en Calpe. Foto: Nono Díaz

Entre las provincias a las que me entusiasma volver por su alegría y desparpajo gastronómicos, Alicante figura en lugar muy destacado. No pierdo ocasión de reincidir, pues sé que el placer y el aprendizaje están más que garantizados. La última escapada tuvo como base la localidad de Calp, modelo de rapiña urbanística sin escrúpulos ni control alguno. Los bloques ocultan el mágico Penyal d’Ifac, cuya silueta es gemela de Es Vedrà, islote ibicenco de culto. El peñón alicantino gana en potencia y belleza desde la zona del muelle pesquero. Me perdí por aquí y asistí a la subasta en la pasarela de la Llotja del Peix, previo pago de un euro (donativo obligado). La gamba roja, a 67 el kilo, fue lo más cotizado. Y me llamó la atención la escasa estima hacia la raya. Puede sumergirme en el «fondo marino de Calpe» gracias al restaurante Audrey’s, donde Rafa Soler ha bautizado así un plato con protagonismo de la quisquilla, que cuece en vapor de agua de mar durante doce segundos. Y también pude sumergirme a través de los vinos de Vina Maris, afinados en botella a treinta metros de profundidad, junto a estas costas enladrilladas. Otro gran plato del Audrey’s, pero campero, fue el sabroso pollo de corral con huitlacoche -hongo parásito del maíz- y humo de haya. Por cierto, Rafa Soler asesoró durante tres años la cocina del restaurante Can Dani, de Formentera, ahora con Ana Jiménez en el papel de chef y estrella Michelin (la primera de las Pitiusas desde 1900).

Bocadillo de panceta, del restaurante Brel.

Bocadillo de panceta, del Brel.

Y más platos marineros de enjundia fueron los que probé en el Dársena, clásico del puerto deportivo de Alicante fundado en 1961: el escabeche de bonito, con el pescado al punto y la salsa perfectamente emulsionada, y el suculento arroz meloso de calabaza y llampuga, especie azul que cuenta con devotos en Malta, en Mallorca y, dentro de la Terreta, en La Vila Joiosa. Espléndido, cordial y de conversación interesante, Antonio Pérez Planelles es un anfitrión de los que ya empiezan a escasear. Un buen día decidió, con gran acierto, desterrar la palabra paella de su carta y reemplazarla por la de arroz. Además de ser un utensilio de cocina para elaborar arroces secos, la paella es -según me hace ver el gastrónomo Lluís Ruiz Soler- una técnica culinaria. No puso arroz el chef del restaurante Brel, Gregory Rome, sino un rossejat de fideos. Bien doraditos, como corresponde a esta elaboración, y acompañados de manita de cerdo, allioli de piña y jengibre. Una combinación que da idea del nivel de riesgo que asume este jovencísimo cocinero de El Campello. Otro conjunto brillante fue el de su bocata de panceta (confitada a baja temperatura con aceite ahumado), que llevaba berenjena a la brasa, migas de pan de cristal, gelatina de tomate raf verde, aire de levadura (con agua de cebada) y aliños varios: mahonesa, curry rojo, salsa satay, menta, cilantro… Aunque aún se está buscando y en su cocina prima a menudo el efecto, Gregory Rome apunta maneras para convertirse en uno de los chefs con más garra de la Terreta.