~ AL CALOR DE UN ‘BARET’

Miquel Ruiz abrió El Baret de Miquel en el casco viejo de Dénia hace ocho años.

En la trayectoria de todo periodista gastronómico, hay ágapes, platos o veladas especialmente memorables, experiencias reveladoras que han marcado un antes y un después. En mi caso, una de esas vivencias profesionales fue, hace veinte años, una comida en el restaurante La Seu, de Moraira, con Miquel Ruiz al frente de la gestión y de los fogones. Me sorprendió su perfeccionismo, tanto en preelaboración como en puntos de cocción y condimentación, y me emocionó su capacidad para transfigurar el recetario alicantino: fue uno de los pioneros de lo que se bautizó como cocina neotradicional, tendencia que luego haría estragos (y hasta hoy) con desigual fortuna. Desde entonces he seguido con interés el rumbo laboral de este cocinero ‘de culto’ que, por suerte para todos, en 2011 decidió dar carpetazo al postín y a la engañifa mediática para abrir un bar en una esquina de la parte vieja de Dénia: El Baret de Miquel. Y si digo «para todos» es porque ese golpe de timón le ha favorecido tanto a él, que ahora cocina felizmente y llena a diario, como al público, que puede disfrutar de una gran cocina a precios humanitarios. ¿Y por qué ocurre todo eso en un pequeño bar o baret? Según cuenta Miquel Ruiz, porque no encontraba una buena taberna en su entorno y decidió abrir una, explicación tan rápida como coja, pero comprensible. Si bien las instalaciones y el ambiente son los propios de un bar cálido y plebeyo (sin pompa que valga), la oferta gastronómica se corresponde más con un bistró de cocina de mercado, así que no todo es entrar y pedirse un chato. Es más, las reservas sólo pueden hacerse a través de su web y tiene más de tres semanas de lista de espera. Está claro que ha encontrado su sitio, su lugar en el mundo, y que ha conectado con la parroquia local, que es a lo que debería aspirar cualquier negocio. Al fin, sin necesidad de medrar, ni de aspirar a rankings internacionales, ni de buscar la excelencia y demás zarandajas.

Su versión de las populares patatas bravas.

Lo bueno de El Baret de Miquel es que ofrece una cocina que es, eso sí, un homenaje al bar de barrio. Tiene (o ha tenido a lo largo de estos ocho años) patatas bravas, chips con salsa de berberechos y lima picada, olivas al vermú, alitas mensajeras (servidas en un sobre), croquetas (de fesols i naps, como en el tradicional arroz caldoso), cocas saladas, higaditos de pollo, hueva de atún con avellana (en forma de caramelo), ensaladilla rusa (en brazo de gitano), gildas, buñuelos de bacalao o bocadillo… ¡de arroz a banda! Bocados populares filtrados por el tamiz creativo de Miquel Ruiz, con raíces a la vista pero sin apegos localistas a la hora de acoplar condimentos. Si de aquella memorable comida en La Seu recuerdo como si lo tuviera delante el marinado de vieiras con crema de arròs amb fesols i naps y helado de atún y soja, de mi última visita podría destacar al menos media docena de platos, todos ellos bastante abigarrados (el rococó levantino) pero también cabales en cuanto a combinatoria de sabores. Coca de trigo antiguo con aceite de yemas de pino, pimiento confitado y escabeche de perelló, variedad local de pera. Esponja cítrica de ceviche con erizo, caldo de tomate de colgar, guacamole, hinojo marino, salicornia, codium y otros vegetales marinos (cuaja la esponja con colas de pescado de toda la vida y no con polvitos). Consomé meloso de pepino, melva, jengibre y raïm de pastor (uña de gato). Tartar de gambas con caldo de fesols i naps, un manjar frío-caliente. Ñoquis de acelga y tinta de sepia con crema de almendra amarga y tendones de ternera. Y seis: lecha (pez limón) con mucho morro, otro sabroso mar y montaña con boniatos a la sal como guarnición. Y de anteriores incursiones, recuerdo su berenjena a la brasa con turrón de piñones y bonito salado, así como la estimulante caballa en escabeche con helado de tomate, pan y anchoa, otro mazazo de mediterraneidad.

Miquel Ruiz, patrón de El Baret de Miquel.

Miquel Ruiz demostró sobradamente en La Seu –ya a finales del siglo XX– que podía llegar a lo más alto, pero dio media vuelta a tiempo al ver que estaba errando su camino. Lo suyo no era el perfeccionismo primoroso, ni el culto pueril a la competitividad. Hoy puede presumir de tener un bar que lleva su nombre (y no su apellido) y que es el santuario gourmet más barato de la Marina Alta. De la admiración que se le profesa en su comarca, en su provincia y mucho más allá, dan fe las confesiones que me han hecho colegas suyos como Dani Frías, Kristian Lutaud o Ricard Camarena, por citar a tres grandes cocineros. Y también habla en favor de esa devoción el hecho de que dos creaciones suyas se hayan imitado hasta ganarse la condición de clásicas: el pastisset de hígado de pato y boniato, homenaje a la popular empanadilla dulce, y el figatell de sepia, versión marinera de un embutido tradicional a base de hígado y magro de cerdo. En sus tiempos como chef de culto (sólo para gourmands), Miquel Ruiz pensaba en términos de creatividad culinaria y luego la aplicaba al producto, pero ahora lo hace justo al revés: antes que la modernidad, sitúa el territorio. Y si antes abusaba del vacío y vivía sin vivir en él, ahora ha redescubierto la llama viva, la inmediatez del fuego amigo. Disfruta de su duro oficio cotidianamente y vive cada servicio con la intensidad y el genio de un adolescente. Ya no es la puesta en escena lo que le preocupa: ahora ya sólo se ocupa del sabor y del día a día… en un humilde baret.

Tendedero de caramelos de hueva de atún con avellana.

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