~ DOS COCINEROS DE CULTO (I): NAZARIO CANO

Nazario Cano emplatando bajo la atenta mirada de su fiel segundo, Héctor Garrigues

Nazario Cano (dcha.) y su segundo, Héctor Garrigues.

Encargos periodísticos varios me han hecho volver a la terreta alicantina y uno no ha puesto ni pega ni pero ni impedimento alguno: sólo buenas caras y entusiasmo a espuertas. Me gusta volver a los lugares y aún más si es en misión secreta que pueda convertirse en juego y andanada de placer. En este caso, debía dar con dos queridos cocineros de culto, ambos lo suficientemente bondadosos e inadaptados como para caerme muy bien. Primera parada en un escondrijo de Xàbia para revisitar el hotel donde cocina desde 2015 Nazario Cano: El Rodat. Aquí se guisa, se imagina y se delira (sin desvariar) porque la cabecita de este chef no para quieta ni una décima de segundo. Empezó en el oficio a los nueve años, con su padre, y desde entonces no ha podido con la rutina y el aburrimiento impuestos. Los platos de este chef tranquilo pueden adoptar una apariencia excéntrica, pero encierran una naturalidad y una sutileza casi orientales. Ahí están su caldo de médula de atún (quintaesencia del cimarrón del mar) y los etéreos chips de pulpo seco. Todo parte, en su caso, de un diálogo sostenido, paciente y respetuoso con cada producto, al que interroga como si fuera un oráculo o la famosa calavera. A ratos desconcertante, a ratos hermético o extremista, en su cocina hay tanta reflexión como intuición. Conoce el oficio muy a fondo gracias a los maestros que le han ido adoptando, entre ellos Martín Berasategui y Manolo de la Osa. Para Nazario Cano, la técnica significa freír, asar, cocer, saltear… Y así resume su experiencia en Las Rejas: «Era como estar en un I+D pero con ollas». Lo suyo es vanguardia conceptual desde el guiso: delirio suculento.

Pescadilla encurtida en pil-pil frío de sus cabezas

Pescadilla encurtida en pil-pil frío de sus cabezas.

A sus 44 años, Nazario Cano está en un momento muy fino: su cocina ha madurado bien y cada vez frecuenta menos ese lado oscuro -a ratos estrafalario o serio en exceso- que a veces teñía y alteraba su estilo. El mar salpica todo su menú, donde sólo es de tierra adentro el milhojas de berenjena con toffee de sus pieles. Hasta el plato ‘de carne’ es de mar: tronco de lenguado macerado en sangre de pato y glaseado con jugo de pato. La piel del pescado semeja la de un magret y como guarnición va un exquisito puré de coliflor que aprendió con Berasategui. También hay pincelada cárnica, y más concretamente escabeche de perdiz, en su ‘ajillo marino’: deliciosas ortiguillas al ajillo, que sirve con miga de pan de pueblo (para mojar). Entre mis platos favoritos, por su potencia y difícil equilibrio, la caballa (escaldada ocho segundos en agua de mar) con helado de salmorejo cubierto de salmorreta y tomates de penjar confitados (matices de cítricos, frutos rojos, especias y humo). Sorprendente, como tantas cosas, su crujiente de piel de huevas de lubina, su langosta salteada con sarmientos de verdura (espárragos verdes a la llama) con sus patitas sufladas, o su ‘morteruelo de mar’, consistente en lecha de lubina envuelta en pasta de arroz con su ventresca socarrada (deja la piel como si fueran plumones de pollo). Podría seguir, pero son casi treinta elaboraciones, todas con su historia y su sentido, y a cual más sorprendente. Nazario no da tregua.

 

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