~ PLA, BERGER Y LOS PAYESES
Uno de los últimos títulos en llegar a mi biblioteca gastronómica ha sido Els pagesos, ensayo sobre la idiosincrasia del campesinado catalán publicado por Josep Pla en 1952. Es un libro que algunos hubieran colocado en otra sección, pero en mi opinión -y como ya he expresado muchas veces- los productores son más importantes que los chefs o que las recetas en el ámbito plural de lo gastronómico, que tantas disciplinas y oficios abarca. Además, en este libro hay un capítulo dedicado a la cocina rural y varios párrafos sobre el expresidente de la casa Codorniu, Manuel Raventós, fallecido en 2014. He disfrutado, como siempre, con la lectura de Pla, a quien la descripción de un paisaje o de un carácter particular -o la narración de una anécdota- suele llevar a una reflexión de alcance más amplio o a una opinión personalísima. El maestro ampurdanés nunca pierde ocasión de decir la suya, siempre con una agudeza y una retranca irónica fuera de lo común. Según él, los payeses son asociales, contradictorios, escépticos y «negligentes hasta en el cobro de lo que se les debe». Y se pregunta a qué viene esa actitud de radical desconfianza y reserva: ¿a un instinto de defensa ante el abandono?, ¿a la rutina de sus vidas, carente de evasión?, ¿tal vez a un complejo atávico de inferioridad?
Las reflexiones de Pla me remiten a los escritos de John Berger sobre la vida campesina, que no es más que «una vida dedicada por entero a la supervivencia». Ahora bien, cuando no depende del lugarteniente de turno, el payés también puede ser el principal exponente de la autosuficiencia, condición tan anticapitalista -y por ende, antisistema- como la ayuda mutua o la resistencia al consumismo, otras dos actitudes que ve en el campesinado. Pero tampoco conviene caer en una visión idílica de los campesinos, quienes -según explica muy bien el escritor inglés en Pig earth– «trabajan la tierra a fin de producir el alimento para sustentarse y, sin embargo, se ven obligados a alimentar antes a otros, a menudo al precio de pasar hambre ellos mismos». ¿Puede haber paradoja más impía? El campesino nunca ha sido amigo del progreso, explica Berger, ya que ve en las mejoras técnicas la doble amenaza de «la comercialización y colonización a gran escala de la agricultura»: ¿una forma de hablar de la globalización agroalimentaria hace cuarenta años? Ese recelo payés ha sido interpretado por Berger como un tipo de conservadurismo que, curiosamente, «apenas defiende privilegio alguno».
Volviendo a Josep Pla y a sus reflexiones estrictamente culinarias, el escritor afirma que las fondas sólo sirven para dormir, tan difícil es encontrar en ellas las excelencias culinarias que, fruto del patriotismo local, cantan los nativos al viajero en todos y cada uno de los pueblos por los que pasa. Para comer bien o al menos «con una cierta decencia, los amigos son indispensables», es decir, las casas de los amigos. Resulta muy divertido el capítulo que dedica a comparar los gustos de payeses y pescadores, los dos estamentos cuya existencia depende en mayor medida de «los caprichos generalmente crueles de la naturaleza». Si a los campesinos les gusta el pescado (sobre todo, si está un poco pasado), el hombre de mar se pirra por la carne y por los platos guisados, así como por los dulces. Como prueba del talante goloso de los pescadores, destaca «la elevada repostería» que existe desde tiempo inmemorial en Mallorca y pone como ejemplo los buñuelos. Y de lo dulce a lo amargo, como este comentario sobre el hecho de que cada vez se pase menos tiempo en la cocina y, como consecuencia, «el progreso de la bazofia sea general» incluso en los hogares: refiriéndose a la generación venidera, Pla apunta que «ni siquiera se darán cuenta de que comen mal, tal será el olvido de cualquier referencia anterior auténtica».