~ UN MALLORQUÍN DE NANCY EN GUIMARÃES
Como sucede en tantas otras ocupaciones, especialmente la de político profesional, hay cocineros que trabajan para vivir del cuento y cocineros que trabajan para vivir. Los primeros se pirran por un foco de televisión, una asesoría a millones de años luz o un suculento contrato publicitario de lo que sea; los segundos se levantan, toman café en el curro mientras afilan el cebollero y, sin darle más vueltas, empiezan su pelea diaria contra puerros, tocinos, proveedores y escandallos. Dentro de este segundo grupo, hay quienes tienen la suerte (o valor, mejor dicho) de regentar su propio garito, detalle que exige una entrega aún mayor, siempre que no se cuente con capitostes asociados. Con una mano delante y otra detrás, cuatro ahorrillos e um amor (Bárbara), el cocinero franco-solleric Christian Rullán se plantó en la bella Guimarães y ambos tuvieron el coraje de crear Le Babachris. Después de tres años de faena y desvelos, se han ganado a pulso la confianza y el afecto de sus nuevos vecinos y ya están consolidando el negocio, ardua tarea en una pequeña ciudad sin grandes inquietudes gastronómicas (por el momento) y donde se puede comer por ocho euros. Probé hace unos días su menú de ‘6 Inspirações’, que cambia semanalmente, y me confirmó que es uno de los mejores cocineros mallorquines de su generación (tiene 42 años). Entre los platos, una crema de castañas con gamba, pechuga de pato ahumada y trufa (más toques de café y sisho); un cremoso arroz de grelos y trompetas de la muerte con terrina de cabrito empanada, y un lomo de bacalao fresco con puré de coliflor y trigo picado (matices de coco, hierba limón y salicornia). Sabores otoñales, maestría, trasfondo académico (estudió en la École Lenôtre de París) y prudencia a la hora de conjuntar sabores. El chef renueva diariamente su menú de mediodía y dice que se conforma con que Le Babachris se convierta en «un lugar cotidiano», es decir, ese pequeño bistró que sabes que no te va a fallar. Un alusión a la vital importancia de la constancia y la regularidad, dos claves para cualquier profesional que no vaya de iluminado.
La profesionalidad no se demuestra batiendo flores para hacer un aire de pensamiento (¡qué cosa más fácil!) ni alardeando de virtuosismo técnico en platos de museo, sino marcándose un buen arroz fuera de casa y al fuego de cuatro troncos. Ahí es donde puede verse a un cocinero en todo su poderío. Tuve la gran suerte de compartir uno de Christian Rullán, a base de cerdo, vino y setas silvestres, en el hermoso Vale do Douro. El tinto que aromatizó este arroz fue de la bodega Pormenor, anfitriona de un encuentro memorable en su cava de crianza. El vinicultor Pedro Coelho nos explicó, entre trago y trago, que el objetivo de su adega es elaborar «vinos de mesa de antaño, tal como los hacían nuestros abuelos». Parte de una buena materia prima procedente de viñas viejas (entre 50 y 100 años) para crear vinos secos, con acento ácido (fresco) y poca graduación (nunca más de 13). Variedades locales, viñedos plantados en altitud y la mínima intervención posible en bodega dan como resultado unos «vinhos de terroir complicadamente descomplicados». Tras el suculento arroz, llegaron los dulces de la pastelaria Fina, otra dirección de Guimarães a tener en cuenta, sobre todo por su adictivo bolinhol, bizcocho húmedo elaborado con yemas a espuertas (dicen que su origen está en el convento de las carmelitas de dicha ciudad). Más pistas fiables para una escapada al norte de Portugal: en la aldea de Póvoa de Lanhoso, el restaurante O Victor tiene como especialidad casi única un excelente bacalao asado con melosas patatas a murro (hechas a horno suave y aplastadas con el puño o murro), guarnición pensada para rebañar todo el aceite del plato. Y ya en la pujante ciudad de Porto, dos lugares de primerísimo nivel para remojar el gaznate: The Royal Cocktail Club, una coctelería de autor donde hay que ponerse en manos del joven bartender José Mendes, y la vinoteca Prova, una de las mejores de Portugal. Este bar de vinos, jazz y quesos, regentado por el sumiller y melómano Diogo Amado, es el lugar perfecto para descubrir vinos raros de la tierra, como el Vidente, suavísimo tinto de la denominación Dão; el Casa de Saima, un monovarietal de baga; el Andresen, cálido porto de 20 años, o el Magma, un sorprendente verdejo de las remotas Azores, azotadas estos días por vehementes tempestades.
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