~ ¿COMER DE BALDE?

Joan González, etnobotánico.

Joan González, etnobotánico infatigable.

Allí donde la mayoría sólo vemos una informe masa vegetal, una abigarrada gama de verdes, una jungla variopinta de malas hierbas, Joan González no verá otra cosa más que alimento, nutrientes naturales, suculentos y, encima, de balde. Su mirada escaneará la maleza y detectará verdura suficiente como para mantener a un batallón durante una vida larga y salutífera. Para este apasionado de la etnobotánica, «la naturaleza es una gran despensa». Y no se refiere a bosques fértiles y frondosos, sino a cualquier parterre de mala muerte o agreste descampado donde la vida -tal como suele hacer- se abra paso. He tenido la gran suerte de pasear con él por cuatro lugares completamente diferentes, entre ellos un rinconcito no ajardinado del Parc de sa Riera donde se concentran hasta sesenta especies silvestres comestibles, de las cerca de seiscientas que existen en Mallorca (el total de las que crecen a su antojo -beneficiosas o no- supera el millar). Parece mentira que un andurrial lleno de matojos se convierta, de su mano, en un caleidoscopio de sabores y en una sorprendente ensalada sin coste alguno: cerrajas, acelgas, zanahorias, bledos, malvas, agujas de pastor, acederas…

Globularia, bonita pero tóxica. Foto: Aina S. Erice

Globularia, bonita pero cardiotóxica. Foto: Aina S. Erice

El segundo paseo fue por un tramo litoral de Alcúdia igualmente repleto de alimentos sin código de barras: algas, musgos, anémonas, medusas y plantas halófilas, que viven en ambientes salinos, como el junquillo de mar o la salicornia. El tercero fue por la albufera de Sa Pobla y allí Joan González localizó llantén, gordolobo, pimpinela, zarzamora, rábano, achicoria… De todas las plantas silvestres comestibles, este «rumiante y salvaje» -tal como él mismo se describe- conoce las partes que pueden consumirse y la forma en que debe hacerse en cada caso. Es un especialista en lo que -con tanta torpeza- llamamos «malas hierbas». Malas de verdad (o casi) eran las del cuarto paseo, dedicado a la búsqueda de especies tóxicas. El plácido bosque de Bellver, repleto de venenos, fue el escenario de este descenso a los infiernos vegetales. Vimos, entre una veintena de bellezas perniciosas, beleño dorado, asfódelos, candilillos del diablo (o rape de frare), ricino (o figuera infernal), globularia, bufera (el ginseng indio), mercurial (ortiga muerta), heliotropos y -¡cómo no!- la temible y frecuente cicuta, que no conviene confundir ni con perejil ni con zanahoria silvestre. Al referirse a la muerte de Sócrates, condenado a ingerir Conium maculatum (cicuta, tal vez mezclada con opio), Platón emplea el término griego phármakon, que significa lo mismo veneno que remedio. Esto nos lleva al médico y astrólogo Paracelso, quien afirmó que sólo la dosis puede convertir algo en ponzoña. Joan González nos enseña que el conocimiento del entorno inmediato -algo que requiere constancia y amor por la naturaleza- puede acercarnos a la autosuficiencia alimentaria. Una idea revolucionaria y que nos remite a aquellas palabras del sermón de la montaña, recogidas en el Evangelio de Mateo: «Conque no andéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer».

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