~ LA TEMPLANZA DE JOAN ROCA
Especialmente en tiempos tan convulsos como estos, en que la gente se insulta tuiteando y nada se argumenta con la calma suficiente, es un alivio conversar con personas como Joan Roca, a quien la fama no le ha restado ni cordura ni afabilidad. Estuve comiendo en El Celler de Can Roca y visitando La Masia, cuartel creativo donde las ideas nacen (y calan), más que de las tormentas, de una tranquila y persistente llovizna. Aquí se trabaja. Y desde hace mucho: en 1967 sus padres abrieron un bar extramuros de Girona, en Talaià, arrabal obrero rodeado de chabolas. Tal vez sea este uno de los grandes méritos y misterios de los hermanos Roca: que pudiendo mudarse a cualquier lugar del mundo, permanezcan fieles a un lugar que es también un barrio, una familia, una memoria y unos orígenes humildes. Ese anclaje es lo que les permite volar sin perder el norte. Viajar -me cuenta Joan- es la mejor forma de evidenciar la propia ignorancia y una gran ocasión para escuchar y aprender, que es lo que más aviva la pasión por el oficio. En el último menú de El Celler de Can Roca, la multiculturalidad y la globalización (del conocimiento, no la mercantilista) reciben su homenaje, como forma de transgredir lo establecido: hoy, si no vendes kilómetro cero, no eres nadie. La libertad les lleva a marinar con alga kombu un salmonete local, a acompañarlo de higos (de higuera y de nopal), anémona y salicornia, y a aliñarlo con vinagre de katsuobushi. Mestizaje cimentado en la estacionalidad y en un profundo y exhaustivo conocimiento del propio entorno.
De un tiempo a esta parte, no oigo más que hablar de «experiencias». Es lo que vende. El restaurante ha de brindar una «experiencia» y añadir cierto espectáculo -más o menos intangible- a lo que siempre fue su cometido. No me interesa, como comensal, esa cargante estrategia de marketing rayana en lo presuntuoso y de efectos infantilistas. Yo seguiré yendo a un restaurante a comer y beber bien. Y no necesariamente mucho. Me sobran todas las cabriolas técnicas y todo lo que pueda oler a show, incluyendo el tradicional paseíllo del chef. Dicho esto, añadiré que en El Celler de Can Roca se come y bebe espléndidamente bien, que es lo mejor que puede decirse de un restaurante. En la cocina de este afamado celler, todo se trabaja al milímetro: no sólo cada elemento del plato, sino éste en su conjunto. Todo está pensado -madurado- y destila templanza y sentido común, dos rasgos que podrían definir a Joan Roca. Me impresionaron especialmente los puntos de cocción de los pescados, algunos tan humildes y sabrosos como la caballa, que marinan en sake y acompañan de una secuencia de tempeh, con diferentes tiempos de fermentación y elaborado con judías del ganxet, en lugar de soja. Experimentación y sabor, siempre de la mano. Hubo muchos platos y combinaciones de ingredientes memorables, como la ostra con champiñón, el besugo con samfaina y jugo de sus espinas (otro pescado al que, por suerte, le quitaron ‘el crudo’) o la gamba marinada en vinagre de arroz con jugo de su cabeza, patas crujientes, velouté de algas y pan de fitoplancton. Las sabias combinaciones vínicas a cargo de Pitu y los postres fantasiosos de Jordi (‘bosque lluvioso’, ‘caja de habanos’) apuntalaron lo que ha sido el mejor menú de un 2016 repleto de placeres y sobresaltos.
Enhorabuena, Andoni! por haber escrito otro excelente artículo y por haber comido en el Celler de Ca’n Roca. Acabo de pulirme el último libro de Ferran Centelles con numerosas referencias a Los Roca, más concretamente sobre ‘Pitu’. Estoy por empezar ‘Tras las Viñas’ de Josep Roca. Veremos a ver… 1 abrazo!
Gracias, Luis. Espero seguir picando letra…