~ CHEFS EN CONTRASTE (y III)
Es la segunda vez que me lo cuenta un cocinero: que se puso a guisar porque debía atender a una persona ciega. En el caso de Nacho Romero, chef del valenciano Kaymus, a su abuela materna. Le hacía de pinche, no más, ya que la mujer aún se defendía y era capaz de sacar desde unos canelones a una carne mechada. Al mallorquín Rafael Sánchez, de Es Fum, le pasó lo mismo con su madre, también invidente. Decía Jorge Luis Borges que «el mundo del ciego no es la noche que todo el mundo supone», ya que siguen danzando y persisten en la sombra algunos colores, más o menos vagos. Pero cocinar ha de ser difícil tarea para alguien privado de vista, sobre todo a la hora de mondar y picar los alimentos, labores que la abuela de Nacho confiaba a su pequeño lazarillo de los fogones. Ese nieto fue creciendo, atravesó la adolescencia y antes de los veinte se encontró en una cocina totalmente distinta: la de Can Fabes, adonde ya había ido a comer con su novia tras ahorrar duramente. Donde la mayoría no aguantaba ni un mes, él estuvo un año y llegó a jefe de la partida de carnes. Un decenio después, en 2008, fundó el Kaymus, que hoy figura en el tercer puesto del Anuario de Cocina que dirige Antonio Vergara, referencia primordial de la gastronomía valenciana.
A este restaurante se acude a comer, beber y conversar, que es lo mejor que puede hacerse en un restaurante después de apagar el smartphone, el iPad, los walkie-talkies y demás cachivaches. No hay castos tortolitos japoneses haciendo fotos. Como bien ha escrito el citado Vergara, la cocina es de «buenos géneros, sapidez y elaboraciones alejadas de los universos irreales». Desde los eternos hispánicos (deliciosa croqueta de bacalao ahumado o magnífica ensaladilla rusa con salpicón de marisco) hasta el ineludible toque asiático, cada vez más presente en su estilo. Entre los platos más logrados, el goloso ravioli de langostinos, espinacas, nuez y queso fresco con aliño de botarga de maruca, trufa blanca y mantequilla de salvia; el suculento arroz cremoso de codorniz ahumada, panceta y setas, ligado con paté de los higadillos del ave; la anguila con guiso de robellones; la lubina atemperada (en agua caliente con soja) con su piel frita, emulsión de almendra y escalivada (perfecta, la textura semicruda del pescado), y la cabeza de cochinillo con piña, un plato tan radical como delicado y exquisito. Si a algún lector aún no se le ha hecho la boca agua, mejor que trepe a una columna, se entregue al ayuno y siga haciéndose selfies.