Archivo de 12 de agosto de 2012

~ CAMAREROS LATOSOS

Detalle del comedor del Nerua, en el museo Guggenheim-Bilbao, con sillas diseñadas por Gehry.

Esta mesa con sillas diseñadas por Frank Gehry es del Nerua, pero la anécdota referida no tuvo lugar en el restaurante del Guggenheim-Bilbao.

A partir de cierto empaque y de cierto precio, la mesa de un restaurante debería ser un espacio sagrado que los camareros habrían de respetar como cosa ajena, sin inculcar el derecho a la intimidad ni incurrir en allanamiento de morada. De hecho, tendrían que acercarse lo menos posible y únicamente con misiones claras e ineludibles como rellenar las copas de vino. Cuanto más lejos, mejor. El chef tampoco tendría que incordiar, ahorrándose los absurdos paseíllos de rigor, excepto en caso de ser requerida su presencia por los comensales. El otro día se sentaron dos hombres de negocios en una mesa y le explicaron al jefe de comedor que disponían de poco tiempo para comer, así que convenía aligerar y ser prácticos. A pesar de la advertencia, el sumiller se recreó en sus comentarios sobre la carta de vinos y, posteriormente, en una segunda visita, acerca del vino escogido por los clientes. La tensión fue en aumento cuando un camarero les sirvió una selección de tres aceites de oliva e -interrumpiendo de nuevo la conversación- se puso a describirlos, uno por uno, sin escatimar ni adjetivos ni tópicos. A la hora de presentar el tercero, el camarero afirmó que su fresco bouquet recordaba a «césped recién cortado». La cosa había ido ya demasiado lejos y uno de los dos comensales -mi ídolo- tuvo que replicarle, seca y educadamente, en estos términos: «¿¡Cómo!? ¿Ha dicho usted césped recién cortado…? ¡Haga el favor de llevarse inmediatamente de la mesa esta porquería!». Y así fue cómo, a partir de ese instante mágico, se aceleró la ceremonia.